La mujer espera que el hombre salga con todo orden para su oficina. El hombre espera poder echar mano a su mujer una vez más antes de ser puesto un rato a la intemperie del día. Los pobres trabajadores han salido hace mucho junto a los aludes, con el paquete al hombro. ¡Ahora descansa un poquito! El autobús ha partido. El niño ha sido transportado; excelso, se distinguirá de sus compañeros. Las líneas de su vida han sido seleccionadas con habilidad (por el destino probablemente, en compañía del cual el niño desciende por la ladera y ha visto ya algunas ciudades extranjeras). Le va bien desde que ha puesto su cuna donde hay un protector en casa. Sus compañeros se permiten un helado, y se detienen infinitamente en él. La luz brilla sobre esta gran casa como si hubiera nacido en ella, sobre un suelo de parquet encerado. Hoy tenemos sol, decido yo ahora. En cuanto pueda, la mujer quiere ir a una boutique a la ciudad, para tener un aspecto agradable. ¡Por qué no le basta al joven para todo el día, por qué tiene que ir a deslizarse por los raíles de la montaña donde más vírgenes están, ese especialista de la nieve alta! ¡Estar donde nadie estuvo antes que él! Excepto el año pasado, cuando otro joven armó allí un escándalo con sus amigos y amigas. La mujer no piensa en nada más que en qué va a ponerse para ir más rápido, más alto, más lejos. ¡Basta, cómo vuelan sus sentimientos, volvamos a sujetarlos! Su marido no puede calmar su paz, ahora se va a la fábrica. En un 80 por 100, para ser justos (y ser contados entre los propietarios), él es responsable de su felicidad. La empapa en ella. Échenos un vistazo cuando usted, pensativa y muy viajada, desee sembrar la tempestad en los ojos de otra persona. ¡Sí, venga y pida que se disfrute de usted!
Para tener una cómoda vista del tiempo que pasa, desde un porche (sólo en los sitios más pobres no hay una acolchada alfombra bajo los pies), la mujer sale de la casa, y se ha embadurnado de colorines, ella y las uñas de sus dedos. Qué magnífica grandeza tiene la Naturaleza, en la que los pobres sólo ven las señales de límite de velocidad y no las respetan, antes de ser mezclados con nuestra comida, ellos y sus torpes coches. La vagina de esta mujer está empapada del producto hirviente de su marido. A sus muslos se pega, bajo los panties, barro de las costumbres cotidianas del director. Él gusta de dejar una marca que pueda reproducir, aunque la tinta escasee. Podría tener bajo su encendedor, tranquilamente y con gusto, el bollito de una mujer mucho más joven, para consumirlo. En las montañas refresca rápido. Puede usted llamarlo tranquilamente circunstancias, cuando el bosque se refleja en el estanque y la hierba crece ante la ventana, suavizando los recuerdos de los conflictos domésticos. Qué furiosos se llegan a poner los pobres cuando se les hace objeto de una astucia o se les aplica como nos enseñan las leyes fiscales. El director de la fábrica de papel sigue asombrándose de que las hordas humanas que tiene empleadas compren todas lo mismo en el mismo supermercado, aunque tienen y levantan distintos pesos y medidas. Hace mucho que los pequeños negocios locales fueron liquidados, para que los habitantes no se volvieran demasiado díscolos a base de salchichas y cerveza. Mediante el canto fabril (¡el buen eco de nuestra industria en el extranjero!) y el griterío coral, este hombre desea sacudirnos para que le lleguemos al fondo del pecho, ese cañón que truena contra nosotros. De una patada se puede impedir fácilmente que el placer, el mensajero blanco del ser humano, desee emitir a toda costa su voz chillona. Entonces esta mujer calla. Desde las habitaciones en las que sólo es perseguida por su sexo, esa exquisitez única, clama al cielo; hasta la verja del jardín se oye el bramido en memoria de la matanza. Hace mucho que el hombre y la mujer actúan el uno sobre la otra, pronto tendrán que levantarse e ir a lavarse de ellos mismos.
Algunos tampoco han venido esta vez a la iglesia, donde las estatuas gotean, otros en cambio ni siquiera han sido elegidos. El ebanista, con su parte meteorológico y su impermeable, se despliega en una breve vida dentro de la mujer que trabaja en el supermercado. Su devenir le llevó del colegio al heno, y ya eran tres, y eran felices en la cocina, su taller vital, donde pueden ser pulidos y sin pulir, porque no tienen otra habitación. Tienen que permanecer juntos. Golpe a golpe, la Naturaleza reduce al hombre a su tamaño natural y le conduce a la taberna para que pueda volver a desbordarse. En casa se queda impasible ante los productos de sus sentidos, los niños, y medita en cómo podrá cogerlos al vuelo y tirarlos contra las paredes. A veces aquí los niños llegan a su fin en menos tiempo del que, para configurarlos, se ha hurgado en las mucosas. Se ha de garantizar la perduración y la continuidad mientras los señores del país les envenenan los árboles debajo del trasero y el papel que cosechan los trabajadores se esfumará en cincuenta años como una señal trazada en el cielo. Tan en vano como su ira. Tan inútil como la elección entre si las mujeres deben llevar pantalones o faldas, el único sitio donde no pueden llevar los pantalones es en casa. Como las heridas que les infiere el trabajo, hasta que ya no sirven para el uso, así su gozo se evapora demasiado rápido. En las fuentes, sumergen una mano en el chorro de agua. Y el pecho sintiente de las mujeres se transforma en amorfos abdómenes donde crecen cosas que el médico ataca con furia. No se ingresa en el hospital para nada. Hasta que los iracundos tienen hambre y se disparan en los sesos con las escopetas de caza que brotan como hongos en secretos rincones de sus casas. Por lo menos han encontrado en usted un honrado maestro que enseñe al niño mecánica del automóvil hasta que él mismo pueda alzar la mano sobre sí.
La señora directora se pone guapa, ese anuncio esta escrito en su rostro. Se arregla. Y la Naturaleza ofrece cobertura para ello. La mujer atraviesa, bajo el maquillaje en el que es persona, espacios mayores de los que podrán ser abarcados nunca por la cordillera. De ahí que en lo que concierne a su rostro no se abandone sólo a la Naturaleza; ese gran poder se le hace demasiado pequeño para respirar, y tiene que subir a su coche. Ya ve a su nuevo escudero en la patria de su cabeza, donde también se contempla a sí misma con otros ojos. ¡Sus presentimientos pueden dar en el clavo! Alrededor, es contemplada por las cabezas de pájaro de los perdidos, empaladas en los postes de su cerca. Esas mujeres del pueblo, que miran como si nunca hubieran visto otras tierras que sus pequeños reinos, donde sus Señores les insuflan aliento