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Con el cuerpo reblandecido por el alcohol, la madre se tambalea y tropieza con sus electrodomésticos. Sin necesidad, esta familia se compra su entorno. ¡Fíjese, esta paz! Las mesas se doblan bajo el resplandor de la lamparilla, que brilla sobre las secretas y benditas viandas. Qué país acogedor. El rabo medio tieso del padre está, bravíos como un perro de caza, apoyado entre los muslos, al borde del sillón; no falta nada, el glande medio asoma, el parapeto se dobla bajo su peso. Los hombres se desbordan allá donde comienzan sus vísceras, allá van, no demasiado deprisa, y una y otra vez salen corriendo por entre el boscaje. No, este sexo no se tumba a dormir antes de haber llovido, excitado y capaz. Así les gustaría. El padre se afila contra su asiento: ¡Qué variado, qué amable es el aspecto del valle que hay entre sus muslos! Lleva largo tiempo aquí, e igual de largo es. La mujer mira ante sí, y a veces da un puñetazo sobre la mesa. Si se la dejara, como ella quisiera, enseguida seguiría sus recientes deseos y se arrojaría a lo importante, que se llama Michael. Ahora este camino le está cerrado, me temo. Murmura oscuras palabras, por su boca apenas abierta. La residencia de vacaciones del estudiante, ese lugar de peregrinación para la carne de Gerti, todavía podemos ir después. En las casas los niños no cantan ni palmotean con sus manitas, tampoco el sol se atreve a nada más. Se hace el silencio. ¿Cuándo, me pregunto, cuándo comprenderá la mujer la perentoriedad de su órgano local de seguridad?

El niño bromea, ahora enteramente convertido en bestia. Siempre, antes de irse a dormir, cuando no se da mucha importancia a la cena, el niño empieza a revolverse de vitalidad. También la madre deja caer con fuerza la cabeza sobre la mesa. Su herida abierta depende de Michael. Muestra que no comerá nada, pero sí beberá. El padre, para el que ya está sonando el cuerno de caza, deja el escape libre, en su ropa de viaje. El niño le carga, ya que ahora está en su propia casa, donde muere la gente cuando no se la lleva a tiempo al hospital. Los últimos obreros escapan al mal tiempo y corren a sus benditas casas. Pronto el silencio será total. El rabo del padre, esa hercúlea musculatura, es atraído por la madre. Ahora este perro arrogante duerme un poco, pero pronto el olor llegará a su nariz. Arriba, se habla con el niño sobre el colegio. Después, se agarrará a la inclinada mujer por el hueco de las axilas, será cogida por los hombros y vuelta a incorporar. Ahora, el niño se hace cada vez más el amo de la mesa. Desvelado por su apetito, el padre se hunde profundamente dentro de sí mismo, vemos que la madre ha venido sólo para irse y de nuevo volver. Esta gente no puede quedarse quieta, lo que en líneas generales afecta a los enormemente ricos desarraigados. En ningún sitio se quedan, se trasladan con las nubes y los ríos, sus coronas susurran sobre ellos y sus bolsas crujen. Mejor en cualquier otro sitio, y abren su pecho al Sol. Y siempre la misma respuesta a la pregunta: ¿Quién está al teléfono? El niño se hace más pesado, saca brillo a su lista de regalos de cumpleaños, pero no lija ni uno de sus deseos. El padre hace lo mismo por principio. Sudando, quiere refrescar a la madre con su manantial. La vida susurra en torno a sus tobillos; probablemente en el calor de sus sentidos, que ninguna goma podría aguantar, descansa su vientre, y las llamas aletean en torno a su figura. El niño exige mucho, para poder conseguir la mayoría. Los padres, que en medio de sus sensaciones han sido por fin atrapados por el cobrador del coche-cama (fuera, el paisaje pasa volando, y sus instintos crecen por encima de ellos y salen al exterior), quieren por distintas razones que el niño vuelva a cerrar la boca abierta. Los pactos se rompen. Practicar violín durante una hora no es el mundo. Ahora la mujer come unos bocados. Al niño aún le falta mucho para madurar. ¡Mejor terminemos nosotros!

No pueden sentarse desnudos y abrazados, el niño les molesta. Este niño vive en el delirio. No tiene secretos para sus padres, mientras gorgotea con la leche tras los dientes de leche que le quedan. Esta arquitectura con la que está sujeto a los padres es una fuerte vinculación. En realidad, el niño no sólo molesta cuando agarra el arco del violín. Molesta siempre. Tal exceso (los niños) lo provocan sólo las relaciones poco pensadas, que traen a casa su propia perturbación, para que empiece a brillar clara y estúpida como una lamparilla desde su lenguaje inhábil, en lugar de que todos puedan cohabitar juntos en todos los posibles agujeros de sus viviendas. El padre querría por fin arrancar las telas a su mujer y descender impetuoso por su colina, pero no, el niño atraviesa la habitación como un día festivo, su cuerno resuena por la casa, en la que todo invita al amor, sobre todo la expresa construcción del padre que, como el gran sofá del salón, es magníficamente adecuada para el amor. Cuan hermosos florecen en los caminos estos viajantes del sexo, estas cuidadas plantitas, ¡por favor no las arranque, ya arrancan ellas solas! ¡Escóndete en el bosque, pero no les pises los pies, pueden ser locamente venenosas en medio de todo ese verdor!

En la cocina, el padre echa un par de pastillas en el zumo de su hijo, para hacer callar de una vez a esa máquina siempre en servicio. Al hijo el zumo no le hará mucho, pero el padre, oh, cuando se haga el silencio saltará desde su traje dentro de la madre, dando zancadas por el camino largamente allanado. Dios envía a sus caminantes por montañas y valles hasta que al fin se aniquilan mutuamente y pueden seguir viaje con los niños con tarifa para grupos. Al entrar en escena cantan y se arremangan, presumiendo lo que van a hacer, al abandonar el órgano dejan tras de sí su montón de estiércol. Así rezan las normas de las áreas de descanso de nuestra vida, con ellas el paisaje queda libre en el valle. El padre descenderá por el sendero que por amor a nosotros baja de la montaña, y enseguida irá a refrescarse a la lechería de la madre, donde puede beber directamente del chorro. Una versión especial a medida no la hay ni para un director. Estos pezones están bien cubiertos por el tiempo, pero pegan de maravilla con su vida cotidiana. Por fin el niño va a hundirse en el sueño en esta casa, después de que pretendía tocar un poquito el violín. Ahora, ¡fuera este personaje! Nos vamos a la cama. Una pena nocturna más para la madre, que ya no percibe con claridad a su hijo, al que tiene ante sus ojos. ¡Cuántas fotos como ésta han sido destruidas! El niño ríe y grita y arma un poco de jaleo, hasta que la última pastilla pasa a su sangre. Sí, este hijo parlotea como si quisiera revolcarse en la luz de proscenio del atardecer, en la salsa de su riqueza. Tampoco los mayores ni los más fuertes se atreven, testarudos, a mostrar sus cosas ante él. En sus casas hay jaulas, muy pegadas, en las que también comen las personas. La madre busca evitar el comercio con el sexo del padre, esa devastación con la que él hizo su obra en ella con los recursos de la Santa Alianza. Sí, quiere vivir, pero no ser visitada.

¿Qué no haríamos para desviar la imparable cháchara del niño a una cuenta de escape, donde también nosotros pudiéramos depositarnos por fin y, como el dinero, crecer durante el sueño? Es como si esta botella se hubiera descorchado definitivamente. Sus recuerdos son más hábiles que los caminantes, sus extractos de cuenta hablan claramente de una montaña de intereses y unos tipos heridos de interés. El hijo debe dormir y amojamarse, por mí hoy le podemos ahorrar el baño. Bueno, por fin, ¿no lo decía yo?, por fin ha dejado de hablar y se recuesta en el sillón. Antes, con cada palabra, afirmaba con descaro sus conocimientos, ahora ya lo cubren el aire y el tiempo, como si nunca hubiera existido. Todo -nada es en vano- desemboca en un hilo de bebida en sus labios, en su mandíbula infantil, donde ha florecido su sonrisa. El niño, ya que por fin hay calma, es abrazado y besado, inarticuladamente, por la madre. Hasta mañana habrá silencio. Lo principal es que el niño ha sido quitado de en medio. Nos había cercado en toda regla, este niño. Tenemos que tapar todas las aberturas, pegarnos a nuestra actual situación, el amor. El cuarto del niño está construido en paredes rústicas, pesadamente cargadas de objetos, el padre lo sube en brazos y lo deja caer sobre el colchón como a un blando almohadón. Lo que se queda quieto, muerde el polvo. El niño duerme ya, demasiado cansado como para que de su pico salten más chispas hoy. Los mayores explotan su parentesco y echan mano a sus branquias para demostrar que la edad no puede con ellos. No están inhibidos, y gustan de cosechar, ya no tienen nada que perder. Como en el cielo los insectos, el padre se lanzará en seguida en picado y libará la hierba recién cortada. En menos de cinco minutos ha ensartado a la madre por el vientre, un milagro teniendo en cuenta su tosca figura. ¡Señores míos, ya han salpicado bastante con sus mangueras! ¡Ahora saquen el gigante blanco, y de rodillas, por la noche, en el puerto de la casa, úsenlo! Los hombres: les han sacado los ojos, y ahora quieren pinchar a alguien todo el tiempo.