Las y los deportistas han caminado como patos por los desniveles durante todo el día, pero ahora que se les necesitaría no se ve a ninguno que saque a la mujer de su asalto contra sí misma, le toque el corazón y la detenga. Usualmente, el director se encarga en su empresa de la regulación del flujo económico, hacia cuyo lecho encauzado se dirige, junto con su miembro, y produce él mismo un buen arroyuelo. Se encarga de que el agua vuelva a correr en su sentido y por sus sentidos. El matrimonio está ahora rodeado por las sombras de las casas, los árboles, la noche. Gerti golpea la puerta inmisericorde y cae ya resbalando por ella. La golpea con los pies. El estudiante, antes de poder hacer algo, evalúa el valor de cada esfuerzo. Sonríe y se queda en su sitio, al fin y al cabo Hermann, su marido, está ahí, él no pretende equiparársele en ningún momento. Y este hombre dirige la vista hacia arriba, donde no está acostumbrado a ver a nadie. Las miradas de los hombres se encuentran a medio camino, ambos están motorizados. Casi simultáneamente, durante un segundo, sienten cómo sus cuerpos se resisten a la Muerte. Michael se inclina unos grados, en una diminuta reverencia. Ambos han oído ya susurrar la Conchita de Gerti junto a sus oídos, ¡muchas gracias! Ni siquiera bracear, para desequilibrar unos centímetros el propulsor de los placeres, que levanta viento, con ruido y crujir de cristales, a la altura de la cabeza. Por lo menos uno de ellos no está a favor de quitarse la cara vestimenta por la voluntad de esta mujer. El joven se enciende un cigarrillo, ya que le han puesto la cerilla en la mano, encadenado como está a su pista de descenso, oyendo a su alrededor las aves de rapiña de la montaña, que quieren arrebatarle la última llamita de su mechero de gas para dársela a hombres que están por debajo de él, y se sienten más unidos a Dios que él. En el pueblo el fuego le da igual, no tiene por qué llevarlo. Gerti se ha escapado del remolino de su rebaño, donde el fuego crepita agradablemente. Pero ahora ya está bien, ¡debe dejarse engarzar, esa piedra preciosa en el hogar del director! Mirándola con ojos escrutadores, el director la coge por el talle y comienza a arrastrarla por el suelo nocturno recubierto de escarcha. Ella piafa y patalea con los cascos, ¡es capaz de romperle el cuello de la camisa! Sigue llevando el vestido de seda de esta mañana, en el que habían anidado las esperanzas, y por delante y por detrás tiene buen aspecto, digno de la figura de Gerti, aunque parece como si el día, cubierto de nieve, ya se hubiera puesto un poco. El estudiante no es generoso, ni lo será. Mira al exterior, haciendo sombra a sus ojos, la luz basta para bañar a la pareja a la perfección. Él no siempre rechaza lo que conoce. Al fin y al cabo, ha probado a ir con descaro campo a través, molestar a los animales, respirar el aire y después, usado, volver a la pista. En cualquier caso, no se aventura a ir mucho más lejos, pero sí puede hacer un marco para esta sagrada familia y la visión que tiene de ellos, como en una postal. Se protege los ojos para acostumbrarlos a la oscuridad. La Naturaleza no es dulce, la Naturaleza es salvaje, y los hombres escapan de su vacío precisamente dentro de los otros, donde siempre hay ya alguien. Quizá Michael se vaya a beber un trago con el director, porque le gustaría terminar con su propio y tonto pincel el cuadro que Michael ha empezado como un duendecillo. Entre los pinos ya no se necesita el lenguaje. ¡Echémoslo pues a un lado!
El silencio barre las calles, y Dios transfigura a los vecinos de esta región, de los que algunos siguen trabajando, unos cuantos tallando sus muebles y casas, el resto buscando su pareja del momento, de residencia no permanente. Hay que hacerlas siempre de nuevo (y enseguida bajan río abajo) para hacer realidad la eterna promesa de la naturaleza de trabajo y vivienda. ¡Al final se harán sedentarios! Así se atendrán al lapso de la Naturaleza: sus dulces pasos en falso se han convertido en personas; y también los errores humanos han destruido el bosque del que viven. Y una cosa más que la Naturaleza ha prometido: el derecho al trabajo, según el cual todo habitante que haya concluido una alianza con su empresario podrá ser redimido de ella por Dios a través de la Muerte (la apestosa solución de Dios). Ahora me he confundido. Y tampoco los gobernantes saben la solución al dilema. El trabajo disminuye, la gente aumenta y hace todo lo posible para que todo siga igual y ellos mismos puedan seguir también. Como ahora, cuando cuelgan del muro, cansados, pero orgullosos, los símbolos de su vida, y sueltan el cepillo de carpintero. Alrededor los cuerpos empiezan a desplegarse, surgen figuras de la más rara especie. Si el arquitecto de estos usuarios de autopistas pudiera ver resucitar de sus revueltas camas conyugales a estos abortos enrojecidos por la esperanza (¡y todo lo demás que han resucitado!), volvería a montarlos de nuevo en otra forma, pues él mismo había resucitado, de forma mucho más excitante, de su estrecha cámara, para servirnos a todos de modelo que puede ser estudiado en museos e iglesias. Qué malas notas damos al creador, porque sencillamente estamos aquí y no podemos hacer nada al respecto: ahora todos se mueven, susurran, se mueven hacia el trabajo de sus abdómenes al ritmo de la música pop de Radio 3 o de un disco aún más simple. ¡Con cuánta sangre fría reaccionó Marx a nosotros! Todas las deudas malgastadas que ahora, muy juntos, van a cobrar, ¡quién les diera algo en esta hora! Ni siquiera el del bar del puente, en su oscura pulsión por cobrar más de lo que ha servido en bebidas que él mismo golosea con la cena que ha preparado, mientras Josefa, la pinche de cocina de 86 años, lame los platos, engulle los restos. Siempre queda algo del trabajo, del que dependen como no lo hacen de lo que más quieren. Las mujeres están recién hechas o en conserva. Sí, también ellas desean algo, pero no gimen ya bajo el látigo del tiempo, que les dicta incluso la ropa que han de llevar. Así refunfuñan sus cuerpos gruesos y panzudos, la vida continúa, el marido desaparece de forma permanente en la Muerte, las horas caen al suelo, pero las mujeres se mueven ágilmente por la casa, jamás a salvo de todos los golpes del destino. ¡Cómo se parecen a sus costumbres! Todos los días es lo mismo. Así será mañana. ¡Basta! ¡Basta! Pero el día siguiente aún no ha llegado, el ama de casa todavía no puede entrar a él para ser rematada por aún más trabajo. Ahora descansan sin sentir los unos en los otros, los émbolos descienden, las intrincadas costas de los cuerpos son enfiladas y erradas, sí, caemos, pero no caemos muy hondo, somos tan superficiales como superficial es lo que nos rodea. Si se tratara de lo que ganamos, nos llegaría para comprar zapatos con los que revestir nuestros cansados pies de caminante, pero no más, y nuestros tobillos ya están rodeados por nuestras parejas, que quieren jugar y se consideran triunfos de la baraja, oh espanto, ¡nos vencen realmente! Y la distancia al cielo sigue siendo igual de grande. El pie rápido al estribo del coche, que hemos conseguido con esfuerzo para nuestros cuerpos en forma de trabajo, en una actividad de muchas horas para la fábrica. Nos hemos presentado en la figura del hijo de Dios, y después de muchos años no nos queda más que este subir al más pequeño de los coches medianos, y se nos niega la entrada a la fábrica, cuyo acceso entretanto ha sido levemente modificado por un artista del control, recién llegado a los mandos. ¡Sí, han amortizado nuestro puestecillo, entretanto la fábrica trabaja casi por sí sola, lo ha aprendido de nosotros! Pero antes de que llegue la pobreza y haya que vender el coche queremos volver un par de veces del extranjero. Queremos despilfarrarnos un par de veces dentro de los otros, de esta mesa no nos expulsará ningún pensamiento que se le haya deslizado en la mente a nuestro propietario, ningún traje que nos llame desde una revista, ningún abuso con el que acortemos rápidamente nuestra vida, porque, pobres percherones, teníamos que haber llevado a nuestro prado unos cuantos caballos más de potencia. Y por fin el director ¡ya no es el único que manda! El consorcio, ese busardo, ni siquiera él puede disparar a lo alto como quiere, ¡quién sabe a qué otra bestia daría!