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En el coche hace un calor tan dulce que la sangre relumbra por el cuerpo. En la naturaleza se ha hecho entretanto un bostezante vacío. A lo lejos no gritan los niños. En este instante gruñen amordazados en las severas habitaciones de las granjas, donde sus padres han tronado al atardecer, así que a las mujeres se les pone en las manos la grandeza de los hombres en efectivo. Fuera, el aliento se hiela en la mandíbula. Sin embargo, esta madre ya está siendo buscada intensamente por sus nada allegados. Su omnipotente, el director de la fábrica, este caballo con su gigantesco abdomen, que echa humo antes de ser asado, querría poner sobre ella unos brazos y piernas desmesurados, pelar impaciente su fruta y chuparla enérgicamente, antes de penetrar con su permanente. Esta mujer está ahí para picar y morder. Él querría arrancar la piel a su mitad inferior y engullirla, todavía humeante, espaciada con su buena salsa. El miembro espera diestro entre sus muslos. Junto al pesado saco se apiña el pelo, ¡enseguida se descargará en su cabeza doblegada! Una sola mujer basta cuando el hombre, hinchado por el hambre, sigue su camino recto. Le gustaría golpear fuerte contra su vientre con los intestinos, para saber si hay alguien en casa. Y, aún de mala gana, los labios deberían separarse para, constreñidos en unas enjuagadas braguitas rosas, poderse comparar con otros, similares, conocidos con anterioridad. Además, este hombre prefiere el comercio oral y anal a todos los demás jardines de infancia del comercio carnal. ¿Qué más puede hacerse, sino refrescarse, retirar el capuchón protector, agitar los rizos y dejarse ir alegremente? Nadie se pierde, y no se oye ningún ruido.

La directora es envidiada por la mayoría de las mujeres de aquí, que tienen que arrastrar consigo su amplio cuenco, en el que los hombres, con los pies metidos en agua caliente, abren sus esclusas y sus venas. Estas pesadas yeguas campesinas sólo tienen una posibilidad de hacerse elegir: cocinar un hogar para la familia a base de ruinas y desechos. Hasta en el patio crecen sus higos, pero los hombres gustan de ir a regar surcos ajenos. Y las mujeres se quedan en casa y esperan a que las revistas ilustradas les muestren lo bien que están, porque están recogidas y secas en los pañales de usar y tirar de sus feos trabajos domésticos. Pero qué suerte… ¡sus amables jinetes gustan de montarlas!

8

Le invito seriamente: ¡Aire y placer para todos!

La mujer viene ahora, por favor espere. Antes tiene que recuperarse: Al besar (fuera del panelado del distribuidor, donde usted quiera derramarse) será bueno que pongamos los cinco sentidos. El estudiante se ha pintado en tan bellos colores que ella se deja manosear torpemente. Él le pone el brazo entre los muslos. Con la mirada en la dirección de la marcha, se cuida de sí mismo al dirigirse a su ropa, que básicamente consiste en un simple pijama, que no seguirá en su sitio mucho tiempo. Así como muchos tienen que tomar horribles autobuses (y sufrir terribles penas si se sientan demasiado tiempo sobre el genital equivocado. El propietario, o mejor, asesor de sus trinos y deseos se acostumbra demasiado a nosotros y ya no nos deja salir de su vivienda a ras de tierra. Lo de la trinidad tengo que explicarlo: La mujer está dividida en tres partes. ¡Eche mano arriba, abajo o en el centro!) hasta que pueden entregarse a la cordialidad de los distintos estadios, donde poseen al otro sin comprender, donde braman y arrojan sus semillas y cáscaras, así, esta mujer no puede esperar más para calentarse un poco dentro de sí misma.

El baño del pasillo por sí solo no puede ser lo que, desconocido, nos arrastra en la hora más nocturna ante la puerta en la que miramos astutos en torno, para ver si alguien nos ve, la mano apretada contra el sexo, como si tuviéramos que perderlo en la próxima bifurcación, antes de poder meterlo en su propio estuche de conglomerado decorado a mano.

Entre muchas posibilidades de alojamiento, el joven solamente elige ésta, pero la pequeña estancia no se está quieta, ¡no, le precede incluso en la oscuridad y el frío! Gerti continúa ante él en el pesebre para animales del bosque. En este lugar ya muchos han hablado de besos, han sacado las linternas y arrojado sus sombras enormes sobre las paredes, para poder ser más a los ojos del otro que una sola persona colgada oblicua de un telesilla. ¡Como si pudiéramos crecer de pura lascivia, y lanzar otra vez el balón a canasta e incluso acertar! Un jugador puede tener mucha talla. Han sacado todo su ajuar para presentarse ante la pareja. Tantos perentorios ejercicios -conjugando suciedad e higiene- para poseerse mutuamente, como se dice, de forma inapropiada. En este estanco polvoriento terminamos, cuando dos objetos domésticos del corte geométrico más simple se mueven el uno hacia el otro porque quieren coserse (¡ser completamente nuevos!). ¡Ahora! De pronto en el pasillo hay una mujer en combinación, con una jarra de agua en la mano: ¿Ha conjurado una tempestad o solamente quiere hacerse un té? Instantáneamente, una mujer convierte el lugar más sencillo y más frío en un cálido pesebre. Es decir, la mujer puede crear un ambiente acogedor para un hombre antes de que éste lo pague con secretos o con su afecto. Con el joven, por fin ha entrado en su vida alguien que podría ser el mayor de los intelectuales. Ahora todo va a ser distinto de lo previsto, ahora haremos de inmediato un nuevo plan, nos hincharemos de veras. Que, ¿su hijo también toca el violín? Pero seguro que no en este momento, porque nadie aprieta su botón de arranque.

Ven, le grita a Michael, como si fuera a recibir dinero de un comerciante que odia a los clientes, pero que no puede renunciar a nosotros. Tiene que procurárnoslo todo para que paguemos. Ahora esta mujer quiere por fin hacerse infinita. Primero nos precipitamos, uno dos (también usted puede hacerlo, sentado aquí en su coche, tan limitado en su velocidad como en su pensamiento), sobre nuestras bocas, después sobre cualquier otro sitio vacío en nosotros, para aprender algo. Y ya nuestra pareja lo es todo para nosotros. Enseguida, en unos minutos, Michael penetrará a Gerti, a la que apenas conoce o tan sólo ha visto, llamando a su puerta como el revisor de un tren, siempre con un objeto duro. Ahora le saca el pijama por la cabeza, y en una excitación que a sí mismo se recomienda lleva a esta mujer, hasta ahora yerma, a colocarse espantosamente a la cola delante del mostrador, en la que también nosotros estamos, con el dinero abombando tras la bragueta. Somos nuestros más encarnizados enemigos cuando se trata de cuestiones de gusto, porque a cada uno le gusta algo distinto, no es cierto. Pero ¿qué ocurre cuando, viceversa, queremos gustar a alguien? ¿Qué hacemos ahora, llamar al sexo en nuestra pereza sin límites, para que se haga cargo del trabajo?

Michael se coloca las piernas de la mujer sobre los hombros, como los cables de un trolebús. En su pasión investigadora, observa entretanto atentamente su sucia grieta, una cartilaginosa versión especial de aquello que toda mujer posee en otro tono de lavanda o lila. Retrocede y observa con precisión dónde desaparecerá una y otra vez, para volver a aparecer bruscamente y convertirse en un completo gozador. Con todos sus defectos en todo caso, de los que el deporte no es precisamente el menor. La mujer le llama. ¿Qué pasa entonces con su guía, su seductor? Sin que se haya dado a Gerti la ocasión de lavarse, su orificio aparece turbio, como recubierto de un envoltorio de plástico. Quién puede resistirse sin meter enseguida el dedito (se pueden coger también guisantes, lentejas, imperdibles o cuentas de cristal), enseguida se cosechará el asentimiento entusiasta de su parte más pequeña, que siempre sufre de algo. El indómito sexo de la mujer parece como carente de un plan preciso, ¿y para qué se emplea? Para que el hombre pueda dedicarse a la Naturaleza. Pero también para los hijos y nietecitos, que de algún sitio quieren venir a la merienda. Michael mira la complicada arquitectura de Gerti, y grita como si lo estuvieran despellejando. Como si quisiera sacar un cadáver, tira de los pelos de su cono, que apesta a insatisfacción y secreciones, delante de su rostro. Al caballo y su edad se les conoce por los dientes. Esta mujer ya no es tan joven, pero de todas formas esta ave de presa iracunda todavía aletea delante de su puerta.

Michael ríe, porque es único. ¿Nos hace esta actividad tan listos como para poder saltar a otra, hablar y entender? Los genitales de las mujeres, infamantemente encastrados en la montaña, se distinguen en la mayoría de las características, afirma el experto, de forma similar a las personas, por lo demás, que pueden llevar los más variados tocados en la cabeza. Sobre todo entre nuestras damas se da la mayoría de las diferencias. Ninguna es como la otra; pero al amante le da igual. Ve lo que está acostumbrado a ver del otro, se reconoce en el espejo como su propio Dios, que camina y va a pescar a los fondos marinos, tira el anzuelo y ya puede colgar del goteante paquete la próxima cliente para golpear y penetrar. La técnica no son los poderes del hombre, es decir, no es lo que le hace tan poderoso.

Mire a cualquier parte, y los ansiosos de éxtasis, esa mercancía integrada y semiaislada, le devolverán la mirada con ojos saltones. ¡Atrévase a algo que tenga valor! ¿O es que el sentimiento, esa guía de viajes que no conoce los lugares, comienza a germinar en sus cables abiertos y tendidos sobre el cráneo? Al crecer no tenemos que estar mirándolo, podemos buscarnos otro discípulo al que poder despertar y con el que poder divertirnos. Pero los ingredientes están removidos, como nosotros. Nuestra pasta sube, impulsada en su interior nada más que por aire, un hongo nuclear, por encima de las montañas. Una puerta se cierra de un golpe en el castillo, y volvemos a estar solos. El alegre marido de Gerti, que siempre bambolea tan despreocupadamente el pincel de su pene, como si sus gotas cayeran de un tronco mayor, no está aquí ahora para extender la mano hacia su mujer o arrancar al niño el instrumento. La mujer ríe a carcajadas al pensarlo. Con fuertes golpes de émbolo, el joven, que resulta agradable visto ante una pared de madera, porque no está tieso como una tabla, intenta abrir el interior de esta mujer. En este momento está alegremente interesado, y conoce el cambio que incluso las mujeres sencillas son capaces de experimentar bajo el ardiente, recién hecho y agradablemente aromático paquete sexual del hombre. El sexo es indiscutiblemente nuestro centro, pero no vivimos en él. Preferimos alojamientos más espaciosos y con aparatos suplementarios, que podamos conectar y ejecutar a voluntad. íntimamente, esta mujer ya aspira a volver a su pequeño jardín doméstico, donde ella misma pueda recoger las bombillas de su Conchita y conducir por dentro de las líneas de su sufrimiento. Incluso el alcohol se disipa un día. Pero ahora, casi aullando de alegría por el cambio que ha querido, el joven escudriña su confortable taxi. También mira debajo del asiento. Abre a Gerti y vuelve a cerrar de un portazo tras de sí. ¡No se ha hallado nada!