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Sin embargo, también ella tendrá que marcharse a la larga. En calidad de mujer que vive sola en la granja no tiene ningún futuro, eso salta a la vista. Incluso Ettinger, con sus armas y su alambre de espino y sus sistemas de alarma, tiene los días contados. Si a Lucy le queda un mínimo de sentido común, renunciará antes de que caiga sobre ella un destino peor que la muerte. Pero está claro que no, que no se dejará persuadir. Es terca, y está completamente inmersa en la vida que ha escogido.

Él sale de la casa a hurtadillas. Avanzando paso a paso con cautela, a oscuras, se llega hasta el establo por la parte trasera.

La gran hoguera está apagada, ha cesado la música. Hay un grupo de personas en la parte de atrás, una puerta tan ancha como para dejar paso a un tractor. Echa un vistazo por encima de sus cabezas.

En el centro se encuentra uno de los invitados, un hombre de mediana edad. Lleva la cabeza afeitada, y tiene un cuello de toro; viste un traje oscuro, y del cuello le cuelga una cadena de oro de la cual pende un medallón del tamaño de un puño, del tipo de las que ostentaban los jefes de las tribus como símbolo de su poder. Símbolos que se acuñaban por cajones en las fundiciones de Coventry o de Birmingham, estampados por una cara con la efigie de la amarga Victoria, regina et imperatrix, y por la otra con un ñu o un ibis rampante. Medallones, jefes, para uso de. Enviados por barco a todos los rincones del viejo imperio: a Nagpur, a las islas Fiji, a la Costa de Oro, a Cafrería.

El hombre habla en voz alta, en períodos de orador, redondeados, que ascienden y decrecen. No tiene ni idea de lo que está diciendo el hombre, pero de vez en cuando hay una pausa y un murmullo de asentimiento entre los asistentes, entre los cuales, jóvenes y viejos por igual, parece reinar un humor de apacible satisfacción.

Mira en derredor. El chico está ahí cerca, nada más pasar la puerta. El chico lo mira con ojos nerviosos. Otros ojos se vuelven también hacia éclass="underline" hacia el desconocido, el extraño, el forastero. El hombre del medallón frunce el ceño, calla un momento, levanta la voz.

En cuanto a él, la atención no le importa. Que se enteren de que sigo aquí, piensa; que se enteren de que no estoy amedrentado en la casa grande. Y si eso fastidia su reunión, así sea. Alza la mano y se la lleva al vendaje blanco. Por vez primera se alegra de llevarlo, de ostentarlo como algo propio.

16

Durante toda la mañana siguiente Lucy lo rehuye. El encuentro que prometió tener con Petrus no se produce. Luego, por la tarde, el propio Petrus llama a la puerta de atrás como si viniera por un asunto de negocios, como siempre, vestido con su mono de trabajo y sus botas. Quiere tender las tuberías de PVC desde la represa hasta los cimientos de su nueva casa: una distancia de unos doscientos metros. ¿Puede llevarse prestadas unas herramientas, puede echarle una mano David para instalar el regulador?

– Yo no entiendo nada de reguladores. No sé nada de fontanería. -No está de humor para echarle una mano a Petrus.

– No es un asunto de fontanería -dice Petrus-. Solo se trata de colocar las tuberías, de empalmar cada tramo.

Por el camino a la presa Petrus le habla de distintos tipos de reguladores, de válvulas de presión, de las juntas; formula sus palabras con gracejo, dando muestra del dominio que tiene de la materia. La nueva tubería tendrá que atravesar las tierras de Lucy, dice; es buena cosa que ella le haya dado permiso.

– Es una de esas señoras que miran al futuro, no una persona instalada en el pasado.

Acerca del festejo, acerca del chico de los ojos centelleantes, Petrus no dice ni palabra. Es como si nada hubiera ocurrido.

Ya en la presa, el papel que le toca representar pronto queda bien claro. Petrus no lo necesita para que le dé consejos sobre las juntas de las tuberías ni sobre asuntos de fontanería, sino para que le sujete cada cosa, para que le pase las herramientas; a decir verdad, para ser su handlanger. No es un papel al que él ponga reparos. Petrus es un buen trabajador manual, se aprende viéndolo hacer las cosas. Es el propio Petrus quien ha comenzado a desagradarle. A medida que Petrus sigue devanando sus planes, él se vuelve más gélido con él. No le haría ninguna gracia verse abandonado en una isla desierta a solas con Petrus. Desde luego que no le gustaría nada estar casado con él. Una personalidad dominante. Su joven esposa parece feliz, pero él se pregunta qué historias podrá contar la esposa vieja.

A la postre, cuando se harta, lo corta en seco.

– Petrus -dice-, ese joven que estaba en tu casa ayer por la noche… ¿Cómo se llama? ¿Dónde está ahora?

Petrus se quita la gorra, se seca la frente. Hoy lleva una gorra de visera con una chapa de Ferrocarriles y Puertos de Sudáfrica. Diríase que tiene una amplia colección de gorras y sombreros.

– Verá… -dice Petrus con el ceño fruncido-. David, es muy duro eso que dice, eso de que ese chico es un ladrón. Él está muy molesto con que usted lo llame ladrón. Eso es lo que va por ahí diciendo a todo el mundo. Y yo, yo soy el que ha de mantener la paz. Por eso es muy duro también para mí.

– No tengo ninguna intención de implicarte en el caso, Petrus. Dime cómo se llama el chico, dime su paradero y yo pasaré esa información a la policía. Después podremos dejar el asunto en manos de la policía, que lo investigue y, si se tercia, que los lleve a él y a sus amigos ante la justicia. Tú no estarás implicado, yo tampoco. Será un asunto que deba resolver la ley.

Petrus se estira, deja que le dé en la cara todo el resplandor del sol.

– Ya, pero el seguro le dará a usted un coche nuevo.

¿Es una pregunta? ¿Una declaración? ¿A qué juega Petrus?

– No, el seguro no me dará un coche nuevo -explica, y procura no perder la paciencia-. Dando por hecho que no esté en bancarrota a estas alturas precisamente por la cantidad de coches robados que hay en este país, la compañía de seguros me dará solo un porcentaje de lo que en su estima pueda ser el valor del coche viejo. Con eso no tendré suficiente para comprar otro nuevo. De todos modos, lo que está en el aire es una cuestión de principios. No podemos dejar que las compañías de seguros impartan justicia. No se dedican a eso.

– Pero tampoco conseguirá que ese chico le devuelva el coche. Él no puede devolverle el coche. No sabe dónde está su coche. Su coche ha desaparecido. Lo mejor es que se compre uno nuevo con el dinero del seguro, así tendrá coche otra vez.

¿Cómo ha podido ir a parar a este callejón sin salida? Trata de enfocarlo de otro modo.

– Petrus, déjame hacerte una pregunta. ¿Ese chico es pariente tuyo?

– ¿Por qué quiere llevar a ese chico a la policía? -continúa Petrus, sin hacer caso de su pregunta-. Todavía es muy joven, no puede meterlo usted en la cárcel.

– Si tiene dieciocho años puede llevársele a juicio. Si tiene solo dieciséis también puede llevársele a juicio.

– No, no tiene dieciocho.

– ¿Cómo lo sabes? A mí me parece que tiene dieciocho, y puede que tenga más.

– ¡No, lo sé de sobra! ¡No es más que un crío, no se le puede meter en la cárcel, lo dice la ley, no se puede meter a un joven en la cárcel, tiene usted que dejarlo en paz!

Para Petrus, eso parece suficiente para zanjar la discusión. Con pesadez, hinca una rodilla en tierra y se pone a trabajar en el empalme próximo a la llave de salida.

– Petrus, mi hija quiere ser una buena vecina, una buena ciudadana y una buena vecina. Ella adora el Cabo Oriental. Quiere vivir aquí, quiere llevarse bien con todo el mundo. ¿Y cómo va a conseguirlo si está sujeta a que la ataquen en cualquier momento unos delincuentes que después podrán escaparse sin castigo? ¡Tienes que entenderlo!