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—No, no lo fue —dijo Poirot sonriendo—. Gracias, señorita Gilchrist, por haber venido a decírmelo. Era muy necesario que lo hiciera.

3

Tuvo alguna dificultad en librarse de la solterona, y era preciso que ésta se alejase, pues esperaba más confidencias.

Su instinto no le engañó. Apenas se había marchado la señorita Gilchrist cuando vio a Gregorio Banks que avanzaba por el jardín en dirección a la glorieta. Estaba muy pálido y su frente perlada de sudor. Sus ojos demostraban bien a las claras su excitación.

—¡Por fin! —exclamó—. Pensé que no se marcharía nunca esa estúpida mujer. Todos ustedes estaban equivocados esta mañana. Ricardo Abernethie fue asesinado. Yo lo maté.

Hércules Poirot dejó que sus ojos miraran al joven de arriba abajo sin demostrar la menor sorpresa.

—¿Así que usted le mató? ¿Cómo?

—No me fue fácil —Gregorio sonreía—. Puede estar seguro. Hay quince o veinte drogas distintas que pasan por mis manos capaces de matar a cualquiera. La manera de administrarlas fue lo que más me preocupó, pero al fin di con una idea ingeniosa. Y su mayor encanto residía en que yo no necesitaba estar presente en el momento crítico.

—Muy inteligente —dijo Poirot.

—Sí —Gregorio Banks bajó los ojos con modestia—. Sí, creo que fue muy ingeniosa.

—¿Por qué lo mató? ¿Para que el dinero fuese a manos de su esposa?

—No, claro que no —Greg se indignó—. No soy un cazador de dotes. ¡Yo no me casé con Susana por disfrutar de su dinero!

—¿No, señor Banks?

—Esto es lo que él pensó —dijo Greg con encono—. ¡Ricardo Abernethie! ¡Le gustaba Susana, la admiraba, estaba orgulloso de ella, considerándola un ejemplar digno de la sangre de los Abernethie! Pero creyó que se había casado con un ser inferior... que yo no era bueno... me despreciaba. Decía que mi acento era diferente, que no sabía vestir. Era un extravagante... un estúpido extravagante.

—Yo no lo veo —repuso Poirot—. Por todo lo que he oído decir no considero que fuese extravagante.

—Lo era. Vaya si lo era. —El joven hablaba casi con histerismo—. Me despreciaba... Siempre me trató con cortesía... pero yo podía comprender que interiormente le desagradaba.

—Es posible.

—¡La gente no puede tratarme así y quedarse tan fresca! ¡Ya lo intentaron en otra ocasión! Una mujer que solía venir a encargar que le preparásemos medicinas... Me trató con rudeza. ¿Sabe lo que hice?

—Sí.

Gregorio pareció sobresaltarse.

—¿Así que ya lo sabe?

—Sí.

—Casi se muere —Habló en tono satisfecho—. ¡Eso demuestra que conmigo no se puede bromear! Ricardo Abernethie me despreció... ¿y qué le ha ocurrido? Ha muerto.

—Ha sido un crimen perfecto —dijo Poirot felicitándole—. Pero ¿por qué viene a delatarse?

—¡Porque usted dijo que había acabado con todo! Dijo que no había sido asesinato. Tenía que demostrarle que no es tan listo como se cree y además... además...

—Sí... ¿y además?

Greg dejóse caer sobre el banco. Su rostro cambió por completo, adquiriendo una expresión. estática.

—Hice mal... muy mal... debo ser castigado, debo volver allí... al lugar de castigo... a purgar mis delitos. Sí, a expiar mi falta. ¡Arrepentirme! ¡Justo castigo!

Su rostro parecía ahora en pleno éxtasis. Poirot le estudió unos instantes con curiosidad.

—Es una pena que quiera separarse de su esposa —le dijo.

—¿De Susana? —La expresión de Gregorio había cambiado completamente—. Susana es maravillosa... ¡maravillosa!

—Sí, Susana es maravillosa. Eso es una carga pesada. Susana le quiere con locura. ¿Esto también es una carga?

Gregorio le miraba fijamente y como un niño malcriado dijo:

—¿Por qué no puede dejarme en paz?

Se puso en pie.

—Ahora viene... por el jardín. Me iré. ¿Querrá decirle lo que acabo de confesarle? Dígale que he ido a la comisaría... a declarar.

4

Susana llegó sin aliento.

—¿Dónde está Greg? ¡Estaba aquí! Le he visto.

—Sí —Poirot hizo una pausa antes de agregar—: Vino a decirme que fue él quien asesinó a Ricardo Abernethie.

—¡Qué cosa más absurda! Supongo que no le habrá creído. Ni siquiera estuvo aquí cuando falleció tío Ricardo.

—Tal vez no. ¿Dónde estaba cuando murió Cora Lansquenet?

—En Londres. Los dos estábamos allí.

Hércules Poirot movió la cabeza.

—No, no; usted, por ejemplo, salió en su automóvil y pasó fuera toda la tarde. Creo saber dónde estuvo. Fue a Lychett Saint Mary.

—¡No hice nada de eso!

—Cuando la encontré aquí, madame, no era la primera vez que la veía, como le dije. Después de la vista de la causa por el asesinato de la señora Lansquenet, estuvo usted en el garaje de «Las Armas del Rey». Estuvo hablando con un mecánico y junto a ustedes había un automóvil con un anciano extranjero. Usted no se fijó en él, pero él sí en usted.

—No sé lo que quiere decir. Eso fue el día en que se celebró la vista.

—¡Ah, pero recuerde lo que le dijo el mecánico! Le preguntó si era pariente de la víctima y usted dijo que era su sobrina.

—Era un vampiro. Todos lo son.

—Y sus palabras siguientes fueron: «Ah, me preguntaba dónde la había visto antes.» ¿Dónde la vio a usted antes, madame? Tuvo que ser en Lychett Saint Mary, puesto que se acordó de usted al saber que era la sobrina de la señora Lansquenet. ¿La vio cerca de la casita? ¿Cuándo? Y el resultado de estas averiguaciones que usted estuvo allí... en Lychett Saint Mary... la tarde en que murió Cora Lansquenet. Aparcó el coche en la misma cantera donde lo dejara el día siguiente. El automóvil fue visto allí... y se tomó nota de la matrícula. Ahora el inspector Morton debe saber de qué coche se trataba.

Susana le miró de hito en hito. Su respiración se había hecho más agitada, pero no daba muestras de inquietud.

—Está diciendo tonterías, señor Poirot, y va a lograr que olvide lo que vine a decirle... a solas...

—¿Vino a confesarme que era usted y no su esposo quien cometió el crimen?

—No, claro que no. ¿Cree que soy una tonta? Y ya le he dicho que Gregorio no salió de Londres aquel día.

—Un hecho que no es posible que sepa, puesto que usted misma tampoco estuvo allí. ¿Para qué fue a Lychett Saint Mary, señora Banks?

Susana respiró el aire con fuerza.

—Está bien. ¡Si es que tiene que saberlo! Lo que Cora dijo cuando los funerales me preocupó. No dejé de pensar en ello. Al fin resolví ir a verla en mi automóvil y preguntarle qué era lo que le impulsó a hablar así. Greg lo hubiera considerado una tontería, y por eso ni siquiera , le dije adonde iba. Llegué allí a eso de las tres, llamé al timbre y golpeé la puerta, pero nadie contestó, y pensé que debía haber salido. Eso es todo. No di la vuelta a la casa, de otro modo hubiera visto la ventana rota. Volví a Londres sin la menor sospecha de que pudiera haber ocurrido algo anormal.

El rostro de Poirot resultaba inescrutable.

—¿Por qué se acusó del crimen su esposo?

—Porque está... —una palabra tembló en los labios de Susana.

—Iba usted a decir: porque está loco, como se dice en broma..., pero esta vez demasiado cerca de la verdad, ¿no es cierto?

—Greg está perfectamente.

—Conozco algo su historia. Estuvo algunos meses en la clínica mental de Forsdyke, antes de conocerla a usted.

—No le enviaron allí. Fue un paciente voluntario.

—Eso es cierto. Convengo en que no puede considerársele perturbado, pero lo cierto es que estuvo algo «desequilibrado». Tenía un complejo de culpabilidad... supongo que lo tendría desde la infancia.