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CAPITULO V

Los días en Londres pasaron volando. James y Vi acompañaron a Audrey al hotel Claridge's, presentándola especialmente a su director. Tenía reservada habitación en el Connaught, pero James insistió en que cambiara, sencillamente porque él lo prefería así. No había ningún motivo especial y a Audrey le daba igual un sitio que otro, aunque la presentación de James le garantizaría un tratamiento de excepción. Quiso contárselo en una carta a Annabelle, pero, por fin, la rompió porque no quería suscitar su envidia. Le servían ríos de champán, interminables cestas de fruta y bandejitas de plata con deliciosos bombones, y se pasaba las tardes yendo de compras con lady Vi en un Rolls y asistiendo a fiestas y representaciones teatrales. Vi y James incluso ofrecieron una fiesta en su honor. La presentaron a sus mejores amigos y ella se enamoró de sus hijcs y se quedó sin habla al ver la mansión en que vivían. Era enorme y más parecía un palacete que una casa. Ni siquiera en San Francisco había visto nada igual. Casi lamentó irse a París al finalizar aquella semana. Sólo se consolaba pensando en que se reuniría de nuevo con ellos en Antibes, unas semanas más tarde.

París le pareció casi aburrido sin la compañía de Violet y James. En Patou se compró un sombrerito precioso y otro del mismo estilo que inmediatamente envió a Annabelle. Aquel año, en París, todo tenía aires de selva. Se compró un traje de noche rayado como una piel de cebra para ponérselo en Antibes cuando visitara a Violet y James e incluso para asistir a alguna de las fabulosas fiestas de los Murphy, en caso de que la invitaran. Era la primera vez en su vida que se sentía totalmente adulta e independiente. No tenía que responder ante nadie ni ser responsable de nada. Podía comer o levantarse de la cama cuando le apeteciera. Recorría Montmartre por la noche, bebia vino tinto al mediodía y paseaba por la orilla izquierda del Sena. Al cabo de dos semanas de sublime libertad, tomó el tren para dirigirse al sur de Francia.

Al final, desistió de ir por carretera, no porque tuviera miedo, tal como había apuntado James, sino porque le daba pereza y le parecía más cómodo ir en tren. Vestía una larga falda azul claro, unas alpargatas y una gran pamela de paja cuando descendió del tren en Niza y vio a Violet y James aguardándola en la estación. Violet lucía un vestido playero blanco, un gran sombrero de paja adornado con una rosa roja y unos zapatitos rojos. James llevaba unas alpargatas como las suyas. Estaban los dos muy morenos y los niños aguardaban con la niñera en el automóvil. Audrey sentó a Alexandra sobre sus rodillas cuando el vehículo se puso en marcha y Violet y James empezaron a entonar una canción francesa entre las risas de todos. Iba a ser un verano feliz porque sus vidas estaban completamente libres de temores y preocupaciones.

Audrey se enamoró en el acto de la casa y de las personas que acudieron a visitar a sus anfitriones, aquella noche. Había artistas y aristócratas, franceses y mujeres de Roma, media docena de norteamericanos y una chica preciosa que se empeñó en bañarse desnuda en la piscina. Esperaban asimismo a Hemingway, pero éste organizó en su lugar una agotadora expedición de pesca en el Caribe. Era exactamente lo que Audrey siempre había soñado. Le parecía increíble que hacía apenas un mes hubiera estado tranquilamente en su casa, cuidando de que los huevos pasados por agua del abuelo no estuvieran demasiado crudos.

Ahora comprendía mejor su obsesión por conocer mundos nuevos. Era una forma de aferrarse a otra cosa distinta, a una vida mejor en la que tendría ocasión de conocer a personas extraordinarias a las que nunca más volvería a ver. Cada una de ellas o había escrito un libro o una pieza de teatro o había creado una obra de arte o pertenecía a una linajuda familia. No eran simples seres humanos, sino los forjadores de un mágico período de la historia del que Audrey era plenamente consciente.

Cada día, al despertar, tenía la sensación de que iba a ocurrir algo especial, y así era en efecto. Comprendió las cosas por las que su padre había vivido y muerto y la emoción sin la cual éste no hubiera podido existir. Los viejos álbumes cobraron vida en su mente, sólo que con mucha más fuerza. Aquélla era su vida, no la de su padre, y todas aquellas personas eran sus amigas. Al igual que su padre, no cesaba de tomar fotografías.

– ¿En qué piensas, Audrey? -le preguntó Violet un día en que ambas tomaban el sol en la playa de Antibes-. Sonreías con la mirada perdida a la lejanía. ¿En qué pensabas?

– En lo feliz que soy y en lo lejos que está todo de mi casa.

Audrey miró a su amiga con una sonrisa en los labios. Sabía que se pondría muy triste cuando tuviera que marcharse en otoño. No quería ni pensarlo. Hubiera querido permanecer allí para siempre, pero eso no era posible. Al fin, todos tendrían que volver a casa por mucho que les pesara.

– Te gusta estar aquí, ¿verdad?

– Me encanta.

Audrey se tendió en la arena, enfundada en un traje de baño negro que moldeaba su cuerpo a la perfección. El de Violet era completamente blanco. Ambas formaban una pareja muy curiosa y a Audrey le hubiera gustado mucho que alguien las fotografiara juntas. Tomaba fotos sin cesar, las hacía revelar en un laboratorio de Niza y, luego, todos le decían lo estupendas que eran. Se lo dijo incluso Picasso un día en que ella pasaba las fotografías entre sus amigos. El pintor las estudió con interés y después miró a Audrey con sus penetrantes ojos negros.

– Tiene usted mucho talento, ¿sabe? No debería desperdiciarlo.

La severidad del tono de voz la sorprendió un poco. La fotografía era para ella una afición. Nunca pensó que no tuviera que «desperdiciarla». Las palabras del pintor le llamaron la atención. Todo cuanto ocurría a su alrededor le llamaba la atención y le encantaba.

– ¿Por qué no te quedas? -le preguntó Violet.

– ¿En Antibes?

– Me refiero a Europa. Parece un lugar muy adecuado para ti. -Me gustaría mucho, Violet -contestó Audrey, pensando tristemente en la partida-, pero no sería justo.

– ¿Por qué?

– Sobre todo, por mi abuelo… Me necesita. Pero puede que algún día…

No quería decir cuándo, pero tal vez el día en que él ya no estuviera. De momento, había saboreado la vida con la que tanto soñara. Con un poco de suerte ya tendría ocasión de volver otra vez.

– No es justo que desperdicies tu vida de esta manera.

– Le quiero, Vi -dijo Audrey, mirando a su amiga-. No te preocupes.

– Pero, ¿y tú? No puedes pasarte así toda la vida, Audrey. -Violet la miró con curiosidad-. ¿No te gustaría casarte y tener tu propia vida?

A ella le hubiera sido imposible prescindir de todo aquello. Amaba a James desde hacía mucho tiempo. No hubiera podido imaginar una vida sin él.

– Tal vez. No he pensado demasiado en ello. Ésta es mi vida. Quizá no esté hecha para casarme. Quizá no sea ése mi destino.

Ambas amigas intercambiaron una sonrisa y volvieron a tenderse sobre la arena. Por primera vez en su vida, Audrey pensó que el hecho de no casarse no tenía por qué ser una desgracia. Le resultaba muy agradable sentirse libre, sobre todo allí, en el verano de 1933, en Cap d'Antibes, la bella localidad de la Costa Azul.

Por la noche, acudieron a un baile de disfraces que se celebraba en casa de los Murphy y, como siempre, Gerald Murphy fue el personaje más admirable. Era un hombre apuesto y atildado, elegante como pocos, y tan perfecto en todos los detalles que Audrey hubiera deseado sentarse en un rincón y pasarse toda la noche mirándole. Era una de esas raras personas que despiertan unánime simpatía dondequiera que vayan. Le habían elegido el alumno Mejor Vestido en su promoción de la Universidad de Yale en 1912 y eso que entonces no se conocía de él ni la mitad. Veinte años más tarde, aún era más maravilloso que entonces y su esposa Sara parecía encantadora. Lucía collares de perlas en la playa de Antibes, alegando que eso era «bueno para ellas» y se pasaba horas y horas charlando con Picasso, tocado con su sempiterno sombrero negro.