– Nunca querré volver aquí, Charles – dijo Audrey, volviéndose a mirar el hotel con infinita tristeza.
– ¿Por qué no? -preguntó él, sorprendido. ¿Habría interpretado erróneamente sus sentimientos? ¿Habría…?
– Nunca podría volver a ser tan hermoso. Quiero recordarlo siempre así -dijo Audrey con los ojos llenos de lágrimas.
Charles le dio un cariñoso abrazo y la ayudó a subir a la góndola. Temía el momento de la despedida y dudaba que pudiera contener sus propias lágrimas. Se acurrucaron muy juntos en el interior de la góndola mientras se dirigían a la estación. Una vez allí, Charles acompañó a Audrey a su tren, que salía primero. Observó cómo el mozo colocaba el equipaje en el compartimiento privado. Ya no les quedaba nada por decir, como no fueran promesas que ninguno de los dos podría cumplir. Él tenía su trabajo y ella tenía su familia, y ambos se amaban apasionadamente. Al final, se abrazaron llorando y se besaron con los ojos cerrados.
Charles fue el primero en apartarse. Ya no podía soportarlo mas.
– Te quiero, Aud. Siempre te querré.
Hubiera deseado pedirle de nuevo que le acompañara a Estambul, pero no se atrevió. No hubiera sido justo. Había llegado el momento del adiós. Era lo más doloroso que le había ocurrido desde la muerte de Sean y temía no poder soportarlo.
– Te quiero con todo mi corazón -le susurró ella-. Cuídate mucho… No corras peligros innecesarios…
La abrazó por última vez y después Charles abandonó apresuradamente el compartimiento, avanzó corriendo por el pasi-llo, bajó del tren y se acercó a su ventanilla. Audrey la abrió, se asomó todo cuanto pudo y él la volvió a besar.
– Nos veremos cuando regrese de Pekín -le dijo.
Pero Audrey no quería siquiera pensarlo. Tardarían meses en volverse a ver. Tal ve2 seis. Charles ignoraba cuánto tiempo tendría que permanecer en China. Tenía de plazo hasta fin de año, pero las hostilidades de China con los japoneses complicaban las cosas y no sabía lo que encontraría una vez estuviera allí.
– Te escribiré, Aud.
Era una promesa que jamás le había hecho a nadie, pero con ella pensaba cumplirla. Se la quedó mirando, con deseos de pedirle una vez más que le acompañara a Estambul. Pero no dijo nada. La besó otra vez y luego dio media vuelta y se alejó a toda prisa. No hubiera podido soportar la dolorosa situación de permanecer de pie en el andén mientras Audrey se alejaba. Se dirigió a su tren para esperar y, veinte minutos más tarde, oyó que el de Audrey empezaba a abandonar lentamente la estación. Cerró los ojos e hizo una mueca como un hombre que se enfrentara a un pelotón de ejecución. Se cubrió los ojos con una mano y se reclinó contra el respaldo del asiento, pensando en ella. Las imágenes que vio en su mente eran tan reales que casi pudo sentirla a su lado, aspirando su perfume y oyendo su voz…
– Ya puedes abrir los ojos, Charles.
Abrió los ojos sobresaltado y la vio de pie, a escasa distancia, mirándole con una sonrisa mientras un mozo sostenía sus maletas con cara de circunstancias.
– Pero, ¿qué…? ¡Por Dios bendito, Audrey! ¡Por poco me da un ataque! -gritó Charles, levantándose para estrecharla en los brazos y besarla apasionadamente-. ¿Qué demonios haces aquí?
– Se me ha ocurrido ir a Estambul contigo.
Lo había decidido en cuanto le vio alejarse. Sabía que aún no podía separarse de él. Aún no estaba preparada. Podría regresar a Londres con tiempo para tomar el Maurefania el catorce de septiembre, siempre y cuando no hubiera retrasos. Y, caso de que los hubiera, tomaría el siguiente barco. Lo único que sabía en aquellos momentos era que no podía dejarle.
– ¿Sigue en pie la invitación? -preguntó con una radiante sonrisa en los labios.
– Creo que sí -contestó Charles, mirándola con ternura mientras el mozo cerraba la puerta y se retiraba discretamente-. No quiero volver a perderte, Aud… Por lo menos, durante una larga temporada… Más o menos, durante toda mi vida.
– ¿Es una proposición? -preguntó Audrey, sorprendida.
– En cierto modo. No puedo soportar la idea de vivir sin ti, Aud.
Esta sentía lo mismo con respecto a Charles. Pero uno de los dos tendría que abandonarlo todo. Ella su familia o él su carrera. Sin embargo, no era fácil que pudieran prescindir de lo que tanto amaban.
– No creo que debamos preocuparnos por eso ahora. Es mejor que disfrutemos del momento, sin más.
Audrey era sensata y había adoptado una decisión. Quería estar al lado de Charles. Iría con él a Estambul. Y tal vez más lejos. Ya vería.
CAPITULO IX
Pasaron la noche haciendo el amor camino de Austria, y, a la mañana siguiente, Audrey se despertó con el cabello alborotado y los ojos muy abiertos. Olvidó por un instante adonde iba, pero lo recordó en cuanto el tren se detuvo y ella miró a través de la ventanilla, viendo inmediatamente al otro lado del andén el tren azul y oro que les aguardaba. En su costado se podía leer: COMPAGNIE INTERNATIONALE DES WAGONS-LITS ET DES GRANOS EXPRESS EUROPÉENS. Se quedó boquiabierta de asombro. Era el tren sobre el que tantas cosas había leído. Incluso su abuelo le había hablado de él. Lo había visto asimismo en el álbum de su padre. Y ahora, allí lo tenía en todo su esplendor y misterio.
– Charles, mira…
Le sacudió como una chiquilla para despertarle y él la miró con ojos adormilados y sonrisa indolente.
– Buenos días, mi amor – le dijo Charles, acariciándole la espalda.
Sin embargo, en aquel momento Audrey estaba más interesada por el espectáculo del andén. A pesar de lo temprano de la hora, la gente que subía al tren era interesantísima. Hombres con aspecto de banqueros y mujeres que parecían concubinas o actrices cinematográficas o esposas de presidentes. Una de ellas lucía un abrigo de zorro plateado y otra llevaba unas martas colgadas del brazo a pesar de la suave temperatura de septiembre. Algunos hombres llevaban trajes de rayas, sombreros de ala flexible y gruesas cadenas de reloj de oro, que les cruzaban el vientre. Audrey lo contemplaba todo fascinada y Charles se sorprendía de su entusiasmo ante lo que él calificaba de un «simple tren».
– Pero, ¿estás loco? -le dijo la joven, indignada, sacando rápidamente la Leica-. Eso es nada menos que el Orient Express, no un tren cualquiera.
Él se rió y le arrebató la cámara de las manos cuando ya había gastado medio carrete, posándola cuidadosamente sobre el asiento.
– ¿Para eso has venido? -le preguntó, estrechándola con fuerza-. ¿Para tomar fotografías?
– Pues, claro. ¿Qué te creías?
Se abrazaron una y otra vez entre risas hasta que, al fin, él la tendió en el asiento y ambos hicieron apasionadamente el amor, alcanzando unas cimas de placer que jamás hubieran creído posibles.
– Me alegro de estar aquí contigo, Charles -dijo Audrey, mirando a su amante con cariño.
– Yo también, amor mío.
Cuando vio el tren por dentro, Audrey se entusiasmó. Los vagones destinados a salón y a restaurante estaban revestidos de paneles de madera. Había relieves de cristal y relucientes adornos de latón. Su compartimiento tenía un salón con cortinas de terciopelo y elegantes paneles de madera. Más parecía el salón de una casa que un tren. Almorzaron en el vagón-restaurante mientras aguardaban la hora de la partida. Fue un almuerzo de seis platos, amenizado por unos violinistas zíngaros. El camarero les sirvió una bandeja de entremeses con bistec tártaro y lonchas de jamón ahumado sobre rebanadas de pan integral. Audrey tenía muchísimo apetito y, junto con Charles, se terminó toda la bandeja. Después tomaron generosas raciones de caviar y Charles comentó que la compañía deseaba demostrar lo buenas que eran sus instalaciones de refrigeración. Gracias a ellas, podía servir a sus clientes cualquier cosa que quisieran. El resto del almuerzo también fue extraordinario: espárragos con salsa holandesa, chuletas de cordero, gambas, pastel de chocolate. Cuando se terminó de beber el excelente café vienes, Audrey apenas podía levantarse. Charles encendió un cigarro, cosa que no tenía por costumbre hacer. Sin embargo, después de una comida tan opípara, le pareció lo más adecuado.