El marido era tan horrible que Audrey ni siquiera se atrevió a presentarlos ajames y Vi. Se hubiera muerto de vergüenza.
– Creo que ya no tengo ningún Ia2o con San Francisco -dijo Audrey.
Pese a ello, se afligía al pensar que su hermana y su cuñado vivían en la hermosa casa del abuelo. A éste le hubiera dado un ataque si hubiese visto a aquel hombre con sus apestosos cigarros y su anillo de brillantes en el dedo meñique. El solo hecho de pensar en lo que hubiera dicho su abuelo le provocó un acceso de risa.
Volvió a recordar al abuelo cuando Franklin Roosevelt derrotó en las elecciones a Alfred Landori y repitió el mandato. Evocaba siempre con mucho cariño las discusiones políticas que solía mantener con su abuelo siempre que comentaba las mismas cosas con Charlie. Ambos sostuvieron unas acaloradas discusiones cuando el Japón atacó aquel verano a China, apoderándose de casi todo el país en las batallas que se sucedieron a lo largo de un año y en las que hubo miles de bajas civiles. Pekín y Tientsín cayeron en poder de los japoneses y hubo doscientas mil bajas civiles durante la toma de Nankín. Audrey recordaba los días que ella y Charles habían pasado allí. Se le partía el corazón al pensar que todo aquello había sido destruido. Los comunistas y los nacionalistas unieron sus fuerzas para luchar contra los japoneses, y Audrey se alegró de tener consigo a Mai Li. Al parecer, no se habían producido grandes cambios en Harbin, pero los japoneses asolaban el resto del país y ella estaba segura de que la vida no hubiera sido nada fácil para Molly. Esperaba que Shin Yu y los demás niños se encontraran bien y no sabía si las monjas se los habrían llevado a Francia, aunque dudaba de ello. Eran muy obstinadas y probablemente se habrían quedado como ya hicieran otras veces.
En julio de 1937, los alemanes inauguraron un campo de trabajo llamado Buchenwald destinado a presos e «indeseables». Por su parte, los judíos habían sido apartados del comercio y de la industria y no podían pasear por los parques, asistir a acontecimientos sociales o entrar en lugares como museos, teatros y bibliotecas. Todas las instituciones públicas les estaban prohibidas, incluso los balnearios. A partir del dieciséis de julio, todos los judíos fueron obligados a llevar una estrella amarilla cosida en la ropa para que, de este modo, se les pudiera identificar a primera vista. Ambos volvieron a recordar a Ushi, y a Karl, y Audrey se preguntó si su amiga habría hallado la paz en el convento. La muerte de Karl fue la que los volvió a unir y por eso la recordaban siempre con emoción. Desde entonces, cada vez que escuchaban la palabra judío, pensaban en Karl, y cada nuevo edicto que se promulgaba en Alemania contra las personas pertenecientes a esta raza les parecía una afrenta a su recuerdo. Casi no podían creer que hubieran transcurrido dos años desde la muerte de Karl. El tiempo pasaba volando y el mundo se hallaba sumido en una vorágine de acontecimientos, cuyo significado nadie conocía. En diciembre, los italianos y los alemanes se retiraron de la Liga de las Naciones, lo cual se interpretó como un mal presagio.
Audrey y Charles se alarmaron enormemente cuando, en marzo de 1938, Hitler se apoderó de Austria, alegando que los alemanes que allí vivían eran partidarios de la anexión. Volvieron a pensar en Ushi y Audrey temió que pudiera ocurrirle algo en el convento. Sabía cuan despiadados eran los alemanes y recordaba las monjas asesinadas en Harbin. Todo andaba revuelto en aquellos tiempos y Charles y Audrey sólo se sentían seguros cuando estaban uno al lado del otro.
A finales de año se cumplió el tercer aniversario de su convivencia. Vi y James ofrecieron una fiesta en su honor en el transcurso de la cual todo el mundo bailó la samba y la conga y escuchó los discos de Benny Goodman. Aquella noche, cuando regresaron a casa a las cuatro de la madrugada, Audrey dijo que no hubiera podido esperar nada mejor de la vida. Tenía treinta y un años y estaba locamente enamorada de Charlie.
Lo único que les faltaba era un hijo, pero eso era imposible por culpa de Charlotte. La pequeña Molly era la destinataria de todos los desvelos de la pareja.
El año siguiente fue más aterrador si cabe. Tras el Acuerdo de Munich, todo el mundo se dijo que no podía ocurrir nada y Europa fingió no tener miedo. De repente, todos los que se hallaban en condiciones de hacerlo, empezaron a comprarse caprichos y automóviles de lujo, a ofrecer bailes de gala y a lucir joyas y abrigos de pieles impresionantes como si, con su forzada alegría, pudieran asegurar la paz y la tranquilidad. Pero los temores seguían latentes y sucedían cosas horribles que nadie podía impedir. Hitler avanzaba implacablemente y la guerra civil de España acababa de cobrarse más de un millón de muertos, dejando el país irremediablemente destrozado. A poca atención que uno hubiera prestado, hubiera podido oír los tambores de la guerra, tocando a rebato en la lejanía.
Alemania ocupó Bohemia y Moravia y firmó un pacto de no agresión con Rusia, lo cual convirtió a ambos países en unas fuerzas doblemente temibles. El i de septiembre, el ejército de Hitler atacó Polonia, causando el asombro de todo el mundo.
Dos días más tarde, el 3 de septiembre, Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania y Churchill se convirtió en primer lord del Almirantazgo. Él sería el máximo responsable de todas las operaciones. El principio fue espantoso. En dos semanas, los submarinos alemanes hundieron el Athenia y el Courageous. Charlie y Audrey escuchaban las noticias, sentados en la cocina de su casa. Era como si el mundo hubiera enloquecido a su alrededor. Charlie se preguntaba si no sería conveniente que Audrey regresara a casa. Europa ya no era un lugar seguro y casi todos los norteamericanos huían de allí despavoridos. El embajador norteamericano intentaba encontrar pasaje para sus conciudadanos y Charlie le preguntó a Audrey si quería unirse a ellos.
La joven sonrió y le ofreció otra taza de té, mientras le miraba con aquella serena fuerza que él conocía tan bien.
– Ya estoy en casa, Charlie.
– Lo digo en serio. Puedo enviarte allí, si quieres. A Molly y a ti. Están reservando pasaje para todos los norteamericanos y sería un buen momento para marcharse. Sólo Dios sabe lo que puede ocurrir con este loco que anda suelto por ahí.
Se refería a Hitler, por supuesto.
– Yo me quedo aquí contigo -contestó Audrey mientras Charlie le tomaba una mano.
Llevaban seis años queriéndose y hacía casi exactamente seis que habían cruzado Asia en tren. Habían recorrido un largo camino juntos. Ya ni siquiera le importaba casarse con Charlie y tener hijos con él. Le bastaba con tener a Molly y al hombre al que amaba. La sociedad de Londres les aceptaba y todo el mundo les llamaba «señora Driscoll» y «señor Parker-Scott». No querían pasar por lo que no eran y, después de seis años, ella no pensaba dejar a Charles por culpa de una guerra. En el caso de que Londres se derrumbara en llamas a manos de Hitler, ella permanecería al lado de Charlie hasta el final. Así se lo dijo con unas apasionadas palabras que le pillaron a él completamente desprevenido. A veces, Charlie olvidaba el fuego que se ocultaba en el interior de aquella mujer de apariencia tan sosegada.
– O sea que todo está resuelto, ¿no? -dijo, alegrándose de que Audrey quisiera permanecer a su lado aunque, en secreto, ya había incluido su nombre en una lista de voluntarios, lo mismo que James. Éste deseaba ardientemente pilotar un avión, mientras que a Charles le interesaba más el servicio de espionaje y así se lo manifestó a los funcionarios del Home Office, el Ministerio del Interior; su profesión de periodista era una tapadera perfecta. Ellos le dijeron que ya le avisarían. Charles imaginaba que, primero, querían investigar a fondo sus antecedentes y actividades. Por fin cayó Varsovia y esa tragedia conmovió a todo el mundo.