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Como si hubiera sabido que nos encontraría a bordo, el sargento Doakes estaba contemplando sin parpadear el punto exacto donde nos encontrábamos, y la sorpresa fue considerable. Nunca le había caído bien. Siempre había albergado la sospecha irracional de que yo era una especie de monstruo, cosa que era cierta, desde luego, y estaba decidido a demostrarlo. Pero un cirujano aficionado había capturado a Doakes y amputado sus manos, pies y lengua, y si bien yo había padecido considerables inconvenientes cuando intenté salvarle (y la verdad es que le salvé la mayor parte de su humanidad), había decidido que sus amputaciones eran culpa mía, y todavía le caía peor.

Incluso el hecho de que no fuera capaz de decir algo mínimamente coherente sin su lengua no servía de nada. Lo decía de todos modos, y los demás nos veíamos obligados a soportar lo que sonaba como un extraño idioma nuevo compuesto por completo de ges y enes, pronunciado de una manera imperativa y amenazadora que te impulsaba a buscar una salida de emergencia, al tiempo que te esforzabas por comprender.

De modo que me preparé para un furioso galimatías, y Doakes se me quedó mirando con una expresión que suele reservarse a los violadores de abuelas, y yo empecé a preguntarme cómo podría librarme de él, pero no pasó nada hasta que las puertas del ascensor empezaron a cerrarse automáticamente. Sin embargo, antes de que pudiera escapar, Doakes extendió su mano derecha (una garra metálica reluciente, de hecho) e impidió que éstas lo hicieran.

—Gracias —dije, y avancé vacilante un paso. Pero él no se movió, ni siquiera parpadeó, y no se me ocurría otra forma de pasar que derribarle.

Doakes siguió clavando en mí su mirada impertérrita, rezumante de odio, y extrajo una cosita plateada del tamaño de un libro de tapa dura. La abrió y reveló que era un pequeño ordenador portátil o PDA, y sin dejar de mirarme lo tocó con su garra.

—Déjalo en mi escritorio —ordenó una voz masculina deslavazada desde el PDA, y Doakes rugió un poco más y tecleó de nuevo—. Solo, con dos terrones —anunció la voz, y Doakes tocó otra tecla—. Que tengas un buen día —dijo, con una agradable voz de barítono que habría podido pertenecer a un hombre blanco norteamericano, gordo y feliz, en lugar de a este reluciente cyborg siniestro empeñado en vengarse.

Cuando por fin tuvo que desviar la vista para mirar el teclado del objeto que sostenía en la garra, y después de contemplar un momento lo que debía ser un montón de frases pregrabadas, encontró el botón correcto.

—Te sigo vigilando —insistió la risueña voz de barítono, y el tono alegre y positivo tendría que haberme regocijado, pero el hecho de que fuera Doakes quien lo estuviera diciendo por poderes estropeaba en parte el efecto.

—Eso es muy tranquilizador —contesté— ¿Le importaría vigilarme mientras salgo del ascensor?

Por un momento dio la impresión de que sí le importaba, y movió la garra de nuevo hacia el tablero. Pero entonces, recordó que no había funcionado demasiado bien cuando había tecleado sin mirar, de modo que bajó la vista, oprimió un botón y me miró mientras la alegre voz decía, «Cabronazo», en un tono que conseguía que sonara como «donut de mermelada». Al menos, se movió un poco para dejarme pasar.

—Gracias —dije, y como a veces no soy una persona muy agradable, añadí—: Y lo dejaré sobre su escritorio. Solo, con dos terrones. Que tenga un buen día.

Pasé de largo y me alejé por el pasillo, pero sentí sus ojos clavados en mí hasta que llegué a mi cubículo.

5

La odisea de la jornada laboral había sido como una pesadilla, desde quedarme sin donuts por la mañana hasta el terrorífico encuentro con los restos del sargento Doakes, en su versión realzada vocalmente. Aun así, nada me había preparado para la sorpresa que me esperaba en casa.

Había soñado con el resplandor cálido y difuso de una buena cena, y un rato de esparcimiento con Cody y Astor, tal vez jugar al escondite en el patio antes de la cena. Pero cuando aparqué delante de casa de Rita (ahora también Mi Casa, aunque aún no me había acostumbrado), me sorprendió ver las dos pequeñas y desgreñadas cabezas sentadas en el patio delantero, al parecer esperándome. Como yo sabía muy bien que estaban echando Bob Esponja en la tele en aquel mismo momento, no se me ocurrió qué estaban haciendo allí, en lugar de estar apalancados delante de la pantalla. Por lo tanto, bajé del coche con una creciente sensación de alarma y me acerqué a ellos.

—Saludos, ciudadanos —dije. Me miraron con expresión contrita, pero sin decir nada. Eso era lo que cabía esperar de Cody, quien nunca pronunciaba más de cuatro palabras seguidas. Pero en el caso de Astor era alarmante, puesto que había heredado el talento de su madre para la respiración circular, lo cual les permitía a ambas hablar sin parar para tomar aire, y verla sentada allí enmudecida era algo casi sin precedentes. De modo que cambié de idioma y probé de nuevo.

—¿Qué hay de nuevo, eh? —les pregunté.

—Que te vayas a hacer caca —dijo Cody, o al menos eso creí escuchar. Pero como mi entrenamiento no me había preparado para responder a algo ni remotamente similar a eso, miré a Astor, con la esperanza de que me procurara una pista sobre cómo reaccionar.

—Mamá dijo que podíamos ir a buscar una pizza, pero tú te puedes ir a hacer caca, y no queremos que te vayas, de modo que salimos a avisarte. No te vas a marchar, ¿verdad, Dexter?

Me alivió un poco saber que había entendido bien a Cody, aunque eso significaba que ahora debería dilucidar el significado de «irme a hacer caca». ¿Había dicho Rita eso? ¿Significaba que yo había hecho algo muy malo y no me había enterado? No me parecía justo: me gusta recordar y refocilarme en mis maldades. Y un día después de la luna de miel… ¿No era un poco repentino?

—Por lo que yo sé, no pensaba salir —dije—. ¿Estáis seguros de que esas fueron las palabras de mamá?

Asintieron al unísono.

—Ajá. Dijo que te llevarías una sorpresa.

—Estaba en lo cierto —repliqué, y no me pareció justo. Estaba perdido por completo—. Vamos, le diremos que no me voy.

Me cogieron cada uno de una mano y entramos.

La atmósfera de la casa estaba impregnada de un aroma tentador, extrañamente familiar y al mismo tiempo exótico, como si olfatearas una rosa y oliera a tarta de calabaza. Procedía de la cocina, de modo que guié a mi pequeña tropa en aquella dirección.

—¿Rita? —llamé, y el estrépito de una sartén me contestó.

—No está preparado todavía —contestó ella—. Es una sorpresa.

Como todos sabemos, las sorpresas suelen ser ominosas, a menos que sea tu cumpleaños, e incluso entonces no existen garantías. Pese a ello, entré con valentía en la cocina y descubrí a Rita con un delantal, muy ocupada ante los fogones, con un mechón de pelo rubio que había resbalado sobre su frente sin que se diera cuenta.

—¿Me he metido en algún lío? —inquirí.

—¿Qué? No, por supuesto que no. ¿Por qué…? ¡Maldita sea! —exclamó, al tiempo que se metía el dedo que se había quemado en la boca, para luego revolver furiosamente el contenido de la sartén.

—Cody y Astor me han dicho que quieres enviarme a no sé dónde.

Rita dejó caer el cucharón y me miró con expresión alarmada.

—¿Enviarte? Qué tontería, yo… ¿Por qué iba a…?

Se inclinó para recoger el cucharón y volvió a remover.