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– Se mantenía lejos de ti, ¿no? -dijo lord Vickers.

– Como he dicho, fue una unión espléndida.

Annabel miró a Louisa, que estaba sentada con mucho decoro en la silla que había a su lado. Su prima era muy delgada, con los hombros finos, el pelo castaño claro y los ojos de color verde pálido. Annabel siempre pensaba que, a su lado, ella parecía una especie de monstruo. Ella tenía el pelo oscuro y ondulado, a la mínima que se exponía al sol acababa bronceada, y su silueta había atraído una atención no deseada desde su decimosegundo verano.

Sin embargo, nunca jamás las atenciones habían sido menos deseadas como ahora, mientras lord Newbury la miraba como si fuera un caramelo.

Annabel se quedó inmóvil, intentando imitar a Louisa, mientras procuraba que sus pensamientos no se le reflejaran en la cara. Su abuela siempre la reñía por ser demasiado expresiva. «Por el amor de Dios -decía, habitualmente-. Deja de sonreír como si supieras algo. Los caballeros no quieren una mujer que sepa cosas. Al menos, no es lo que buscan en una esposa.»

Entonces, lady Vickers solía tomarse una copa y añadía: «Puedes aprender muchas cosas cuando te hayas casado. Preferiblemente, con otro caballero que no sea tu marido.»

Si Annabel no sabía nada antes, ahora ya sí. Como el hecho de que al menos tres de los vástagos de los Vickers no eran hijos de lord Vickers. Annabel estaba empezando a descubrir que su abuela tenía, aparte de un vocabulario notablemente blasfemo, una visión de la moralidad algo diluida.

Gloucestershire empezaba a parecer un sueño. En Londres, todo era tan… reluciente. Aunque no literalmente, claro. En realidad, en Londres todo era más bien gris, cubierto por una fina capa de hollín y suciedad. No estaba segura de por qué le había venido a la cabeza la palabra «reluciente». Quizá porque nada parecía sencillo. Nada parecía franco. E incluso todo era un tanto resbaladizo.

Descubrió que tenía ganas de beberse un vaso grande de leche, como si algo tan fresco y puro pudiera devolverle el equilibrio. Nunca se había considerado particularmente remilgada, y Dios sabía que era La Winslow con más probabilidades de dormirse en la iglesia, pero parecía que cada día que pasaba en la capital traía una sorpresa nueva, otro momento que la dejaba boquiabierta y confundida.

Ya llevaba aquí un mes. ¡Un mes! Y todavía tenía la sensación de ir de puntillas, de no estar segura de si hacía o decía lo correcto en cada momento.

Y lo odiaba.

En casa estaba segura. No siempre tenía razón, pero casi siempre estaba segura. En Londres, las reglas eran distintas. Y lo peor era que todo el mundo se conocía. Y si no se conocían personalmente, habían oído hablar de los demás. Era como si toda la alta sociedad compartiera una historia secreta de la que Annabel no estaba enterada. Cada conversación escondía un significado más profundo y sutil. Y ella, que además de ser la Winslow con más probabilidades de dormirse en la iglesia, era la Winslow con más probabilidades de decir lo que pensaba, tenía la sensación de que no podía decir nada por miedo a ofender a alguien.

O a hacer el ridículo.

O a dejar en ridículo a otra persona.

No podía soportarlo. No podía soportar la idea de demostrar a su abuelo que su madre realmente había sido una tonta, que su padre había sido un maldito tonto, y que ella era la mayor tonta de todos.

Había mil maneras de hacer el ridículo, y cada día se presentaban nuevas oportunidades. Era agotador intentar evitarlas todas.

Annabel se levantó e hizo una reverencia cuando lord Newbury se marchó, e intentó no darse cuenta de que la mirada del anciano se clavaba en su escote. Su abuelo salió del salón con él y ella se quedó con Louisa, su abuela y la botella de jerez.

– Tu madre estará encantada -anunció lady Vickers.

– ¿Con qué, señora? -preguntó Annabel.

Su abuela la miró con hastío, con una pizca de incredulidad y una nota de enfurecimiento.

– Con el conde. Cuando acepté traerte a Londres jamás imaginé que pudiéramos aspirar a algo más que un barón. Has tenido suerte de que esté desesperado.

Annabel sonrió con ironía. Era encantador ser el objeto de la desesperación.

– ¿Jerez? -le ofreció su abuela.

Annabel meneó la cabeza.

– ¿Louisa? -Lady Vickers ladeó la cabeza hacia su otra nieta, que enseguida negó con la cabeza-. No es gran cosa, eso es cierto -dijo Lady Vickers-, pero cuando era joven era bastante apuesto, así que vuestros hijos no serán feos.

– Qué bien -respondió Annabel, con un hilo de voz.

– Varias de mis amigas estaban enamoradas de él, pero él sólo tenía ojos para Margaret Kitson.

– Tus amigas -murmuró Annabel. Las amigas de su abuela habían querido casarse con lord Newbury. Las amigas de… ¡su abuela! Habían querido casarse con el hombre que, seguramente, quería casarse con ella.

Santo Dios.

– Y morirá pronto -continuó su abuela-. No podrías pedir más.

– Creo que ahora sí que me tomaré esa copita de jerez -anunció Annabel.

– Annabel -dijo Louisa, incrédula, lanzándole una mirada de «¿Qué estás haciendo?».

Lady Vickers asintió y le sirvió una copa.

– No se lo digas a tu abuelo -dijo la mujer, mientras le daba la copa-. Cree que las chicas de menos de treinta años no deberían beber alcohol.

Annabel bebió un buen trago. Le resbaló por la garganta ardiendo, aunque no tosió. En casa nunca le habían ofrecido jerez, al menos no antes de la cena. Pero ahora necesitaba fuerzas.

– Lady Vickers -dijo el mayordomo-, me ha pedido que le recuerde cuándo había llegado la hora de marcharse a la reunión en casa de la señora Marston.

– Ah sí, es verdad -respondió esta, gruñendo mientras se levantaba-. Es una vieja muy pesada, pero siempre sirve la mesa de forma estupenda.

Annabel y Louisa se levantaron mientras su abuela salía del salón y, en cuanto lo hizo, volvieron a sentarse y Louisa dijo:

– ¿Qué ha pasado mientras he estado fuera?

Annabel suspiró.

– Imagino que te refieres a lord Newbury.

– Sólo he estado en Brighton cuatro días. -Louisa lanzó una mirada rápida hacia la puerta para verificar que no hubiera nadie y luego suspiró con urgencia-. ¿Y ahora quiere casarse contigo?

– No ha dicho nada de matrimonio -respondió Annabel, aunque hablaba más desde la esperanza que desde la realidad. A juzgar por las atenciones que le había prestado durante esos últimos cuatro días, seguro que iría a Canterbury a obtener una licencia especial antes de finales de semana.

– ¿Sabes su historia? -le preguntó Louisa.

– Creo que sí -respondió Annabel-. En parte. -En cualquier caso, no tan bien como Louisa. Ya era la segunda temporada en Londres de su prima y, lo más importante, ella había nacido en ese ambiente. Puede que el pedigrí de Annabel incluyera un abuelo vizconde, pero, a fin de cuentas, era hija de un hombre de campo. Louisa, en cambio, había pasado todas las primaveras y los veranos de su vida en Londres. Su madre, su tía Joan, había muerto hacía varios años, pero el duque de Fenniwick tenía varias hermanas, todas muy bien situadas socialmente. Puede que Louisa fuera tímida, y puede que fuera la última persona que uno esperaría que difundiera chismorreos y rumores, pero lo sabía todo.

– Está desesperado por encontrar esposa -le dijo su prima.

Annabel le ofreció lo que ella esperaba que fuera un gesto de desprecio hacia sí misma y dijo:

– Yo también estoy desesperada por encontrar marido.

– No tan desesperada.

Annabel no la contradijo, pero la verdad era que si no concertaba un buen matrimonio pronto, sólo Dios sabía qué sería de su familia. Nunca habían tenido mucho, pero, mientras su padre estuvo vivo, siempre habían conseguido salir adelante. No sabía de dónde habían sacado sus padres el dinero suficiente para enviar a sus cuatro hermanos a la escuela, pero estaban donde tenían que estar: en Eton, recibiendo una educación de caballeros. Annabel no sería la responsable de que tuvieran que marcharse.