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– No nos creerán.

– Claro que no, pero no podrán demostrar que mentimos. -Sonrió. Su entusiasmo era contagioso y Annabel acabó vistiéndose casi a toda prisa. Antes incluso de que pudiera ponerse un abrigo, Sebastian la tomó de la mano y cruzaron la casa corriendo y sofocando carcajadas. Algunas doncellas ya estaban despiertas y se encargaban de llevar jarras de agua a todas las habitaciones, pero Annabel y Sebastian las evitaron y avanzaron hasta que llegaron a la puerta principal y salieron al aire fresco de la mañana.

Annabel respiró hondo. Aquella sensación era magnífica, con el aire fresco y limpio, y con la humedad justa para que se sintiera rociada y nueva.

– ¿Quieres que vayamos al estanque? -preguntó Sebastian. Se inclinó y le dio un beso en la oreja-. Tengo unos recuerdos maravillosos de ese estanque.

Annabel se sonrojó, a pesar de que le parecía que ya no debería hacerlo.

– Te enseñaré a lanzar piedras -le dijo.

– No creo que lo consigas. Lo intenté durante años. Mis hermanos se dieron por vencidos.

Sebastian le lanzó una perspicaz mirada.

– ¿Estás segura de que no sabotearon el aprendizaje?

Annabel lo miró boquiabierta.

– Si fuera tu hermano -dijo-, y creo que los dos estamos agradecidos de que no lo sea, me divertiría bastante darte instrucciones falsas.

– Ellos no lo harían.

Sebastian se encogió de hombros.

– No puedo estar seguro, porque no los conozco, pero te conozco a ti y te digo que yo lo haría.

Ella le dio un empujón en el hombro.

– Seguro -continuó él-. La Winslow con más probabilidades de ganar a los dardos y la Winslow con más probabilidades de correr más que un pavo…

– En esa competición quedé tercera.

– Eres irritantemente competente.

– ¿Irritantemente?

– A un hombre le gusta sentir que está al mando -murmuró él.

– ¿Irritantemente?

Le dio un beso en la nariz.

– Irritantemente adorable.

Habían llegado a la orilla del estanque, así que Annabel se soltó la mano y se acercó a la arena.

– Voy a buscar una piedra -anunció-, y si al final del día no me has enseñado a tirar, te… -Se detuvo-. Bueno, no sé qué te haré, pero no te gustará.

Él se rió y se acercó, sin prisas, a la orilla.

– Primero tienes que encontrar una piedra adecuada.

– Ya lo sé -respondió ella, enseguida.

– Tiene que ser plana, y no demasiado pesada…

– Eso también lo sé.

– Empiezo a entender por qué tus hermanos no querían enseñarte.

Ella le lanzó una mirada letal.

Y él se rió.

– Toma -dijo, mientras se agachaba para recoger una piedra pequeña-. Esta está bien. Tienes que sujetarla así. -Se lo demostró y luego le colocó la piedra en la palma de la mano y la rodeó con los dedos-. Deberías doblar la muñeca un poco y…

Ella levantó la cabeza.

– ¿Y qué?

Sebastian había dejado la frase inacabada y estaba mirando el estanque.

– Nada -respondió él, meneando la cabeza-. Sólo cómo se refleja el sol en el agua.

Annabel se volvió hacia el estanque y luego, otra vez hacia él. El reflejo del sol en el agua era precioso, pero prefería mirar a Sebastian. Estaba observando el estanque con tanta intensidad, con tanta concentración, como si estuviera memorizando cada rayo de sol. Sabía que tenía fama de ser un encanto desenfadado. Todo el mundo decía que era gracioso y divertido, pero ahora, cuando estaba tan pensativo…

Se preguntó si había alguien, incluso de su familia, que lo conociera de verdad.

– La luz oblicua de la mañana -dijo ella.

Él se volvió al instante.

– ¿Qué?

– Bueno, supongo que ya ha pasado ese momento, pero no hace mucho.

– ¿Por qué has dicho eso?

Ella parpadeó. El comportamiento de Sebastian era muy extraño.

– No lo sé. -Se volvió hacia el agua. La luz del sol todavía era bastante plana, y casi de color melocotón, y el estanque parecía mágico, entre colinas y árboles-. Supongo que me gustó la imagen. Me pareció una muy buena descripción. Es de La señorita Sainsbury.

– Ya lo sé.

Ella se encogió de hombros.

– Todavía no lo he terminado.

– ¿Te gusta?

Ella se volvió hacia él. Parecía muy intenso. Poco habitual en él.

– Supongo -respondió ella, de forma diplomática.

Él la miró unos instantes más. Y entonces abrió los ojos con impaciencia.

– Las cosas te gustan o no te gustan.

– Eso no es verdad. Hay cosas que me gustan bastante y otras que no tanto. Pero creo que necesito terminarlo antes de emitir cualquier veredicto.

– ¿Cuánto te falta?

– ¿Por qué te importa tanto?

– No me importa -protestó él. Pero su actitud fue igual que la de su hermano Frederick cuando ella lo acusó de estar enamorado de Jenny Pitt, que vivía en su pueblo. Frederick había colocado los brazos en jarra y había dicho: «No es verdad», pero estaba claro que sí-. Sólo es que me gustan mucho sus libros.

– Y a mí me gusta el pudín Yorkshire, pero no me ofendo si a los demás no les gusta.

Sebastian no tenía respuesta a eso, así que ella se encogió de hombros y se volvió hacia la piedra que tenía en la mano, intentando imitar la forma en que él la había cogido.

– ¿Qué no te gusta? -preguntó él.

Ella levantó la mirada y parpadeó. Creía que ya habían terminado esa conversación.

– ¿Es el argumento?

– No -respondió ella mientras lo miraba con curiosidad-. El argumento me gusta. Es un poco inverosímil, pero ahí está la gracia.

– Y entonces, ¿qué es?

– No lo sé. -Frunció el ceño y suspiró, intentando encontrar una respuesta a su pregunta-. A veces, la prosa resulta un poco pesada.

– Pesada -repitió él.

– Hay muchos adjetivos, pero -añadió, con una sonrisa- es muy buena en las descripciones. Al fin y al cabo, me gusta la luz oblicua de la mañana.

– Escribir una descripción sin adjetivos sería complicado.

– Cierto -cedió ella.

– Podría intentarlo, pero…

Cerró la boca. De repente.

– ¿Qué acabas de decir? -preguntó ella.

– Nada.

Pero estaba claro que había dicho algo importante.

– Has dicho… -Y entonces, contuvo el aliento-. ¡Eres tú!

Él no dijo nada; se limitó a cruzarse de brazos y a mirarla con una expresión como si no supiera de qué le estaba hablando.

La mente de Annabel se aceleró. ¿Cómo no se había dado cuenta? Había muchas pistas. Cuando su tío le puso el ojo morado y dijo que uno nunca sabía cuándo necesitaría describir algo. Los libros autografiados. Y en la ópera, había dicho que un héroe nunca se desmaya en la primera página. ¡No en la primera escena, sino en la primera página!

– ¡Eres Sarah Gorely! -exclamó-. Eres tú. Incluso tenéis las mismas iniciales.

– Annabel, por favor…

– No me mientas. Voy a ser tu mujer. No puedes mentirme. Sé que eres tú. Incluso pensé que el libro me recordaba a ti mientras lo leía. -Sonrió con vergüenza-. De hecho, eso es lo que más me gusta.

– ¿De veras? -Se le iluminó la mirada y ella se preguntó si se daba cuenta de que acababa de admitirlo.

Ella asintió.

– ¿Cómo lo has mantenido en secreto tanto tiempo? Imagino que nadie lo sabe. Estoy segura de que lady Olivia no habría dicho que esos libros son horribles si hubiera sabido que… -Hizo una mueca de dolor-. Vaya, es terrible.

– Y por eso no lo sabe -respondió él-. Se sentiría muy mal.

– Tienes muy buen corazón. -Y, de repente, contuvo el aliento-. ¿Y sir Harry?

– Tampoco lo sabe -confirmó él.

– ¡Pero si te está traduciendo! -Hizo una pausa-. Bueno, tus libros.

Sebastian se encogió de hombros.