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Aquellos episodios ocasionales de violencia, como el del ajedrez… ¿acaso Tom no los tenía también? La propia Daisy poseía un temperamento bastante voluble. Había lanzado su buena porción de platos y copas de vino, dirigidos normalmente, aunque no siempre, a su marido.

Por desgracia, Pamela sólo tenía una vaga idea de lo que había estado haciendo su hermano todos esos años que pasó desaparecido. Le faltaban los detalles. Durante una gran parte de su vida, ni tan siquiera supo dónde estaba, a qué se dedicaba o dónde vivía. Era una muestra de hasta qué punto su hermano sentía repugnancia por sus padres y por ella. No sólo los evitaba y los rehuía, sino que durante muchos años había rechazado sus esporádicos intentos por proporcionarle ayuda.

Bueno, eso no era del todo cierto. Una vez, sólo una, Pamela consiguió convencerle para que se hiciera un chequeo en el asilo de Oakland.

Sin embargo, todas y cada una de las imágenes de su álbum de fotos estaban llenas de recuerdos. Se detuvo en una que su padre les había sacado a Daisy, a Robert y a ella cuando tenía dieciséis años. En esa época su hermano tendría doce. Su madre y ella estaban sentadas en la borda del velero que su padre había comprado durante uno de sus breves y, como de costumbre, no muy sinceros períodos en los que intentaba encontrar cosas que pudieran hacer los cuatro juntos. Creía que fue la última vez que realizó tal esfuerzo. El barco estaba anclado en la arena de la playa de detrás de su casa, la que su padre había creado poco después de que el pusilánime de George Wilson hubiera asesinado a James Gatz. Pasados unos días, como para mostrar al mundo que no le importaba un carajo que la gente se pasase por la mansión que quedaba al otro lado de la bahía y se quedasen embobados contemplando la luz al final del muelle de su propiedad, su padre enterró el césped que descendía suavemente hacia las aguas bajo un pequeño montículo de fina arena blanca. Una mañana, llegaron tres camiones cargados con los ingredientes de su nueva costa, junto con media docena de hombres con palas y rastrillos. Al final de la jornada, el embarcadero penetraba en las aguas de la ensenada desde una playa en lugar de desde un césped.

Normalmente, no se preocupaban por amarrar el bote al muelle, porque era más sencillo dejarlo varado en la arena. Era una embarcación demasiado pequeña para llegar más allá de las protegidas aguas de la bahía y, en realidad, sólo admitía a tres pasajeros a la vez, una muestra más para Pamela del escaso interés que puso su padre cuando lo compró para la familia Buchanan.

En la foto, su madre y ella vestían bañadores convenientemente recatados. Le sorprendió, como siempre que miraba retratos de su madre, lo guapa que era Daisy, mucho más que ella. En aquel entonces, tendría treinta y seis años, apenas veinte más que su hija.

Pamela se fijó en que su hermano estaba descalzo y llevaba unos pantalones color caqui y una camisa con rayas horizontales de marinero. Estaba claro que su madre le había comprado el conjunto como parte de su esfuerzo codependiente por apoyar el intento poco entusiasta de su esposo por convencer al mundo -o a ellos mismos- de que ese barco era una muestra de lo bien que se lo pasaban como una familia unida.

Poco después de que sacaran esa foto, su hermano y su padre se pelearon, una vez más. Cuando Robert tenía doce años, discutían muy a menudo. Pero, en esta ocasión, resultó particularmente desagradable, porque fue la primera vez que su hermano intentó físicamente intervenir en una de las ponzoñosas disputas entre sus padres. Incluso después de tantos años, Pamela podía recordar con detalle la causa de la pelea. Sin darse cuenta, Tom les había hecho posar para la foto en un lugar desde el que se podía ver de fondo la casa que una vez perteneció a James Gatz. Aparentemente, el hombre no lo hizo a propósito, o al menos eso es lo que él decía. Sólo quería que detrás de ellos no aparecieran más que el cielo azul y el agua. Por eso, cuando se dio cuenta de lo que había hecho, les hizo posar de nuevo en el otro lado del velero. Pero, entonces, se encontró con el problema de que el sol le daba de frente en el objetivo. Por eso, Robert y él empujaron el barco unos metros sobre la arena para que sólo salieran en la foto las olas rompientes y el despejado cielo de verano. Finalmente, se tomó la foto para el álbum familiar.

Pero, cómo no, su madre tenía que burlarse de la insistencia con la que Tom les había pedido que movieran la embarcación, para que ese retrato de armonía familiar no se viera ensombrecido por una casa que aparecía al fondo, una mansión con una torre de estilo normando que una vez perteneció a un contrabandista de licores.

– La verdad, Tom -dijo Daisy, señalando a su espalda con el pulgar y un dedo más y haciendo un ademán con la muñeca-, te comportas como si allí hubiese fantasmas. Si no te gusta ver ese viejo armatoste de casa deberíamos mudarnos. Igual tendríamos que haberlo hecho hace años.

Al momento, el ambiente se enrareció.

– Quiero que veas esa casa -le dijo-, no me importa.

– No veo por qué -protestó ella-. Deberíamos…

– No, no deberíamos habernos mudado -dijo Tom bruscamente, con decisión-. Me niego a que me intimiden y tampoco dejaré que lo hagan contigo.

– A mí nunca me ha intimidado nadie. Excepto los aquí presentes.

Su madre estaba sentada y su padre de pie. Sus miradas se cruzaron y ninguno de los dos la apartó durante ese largo momento de tensión. Su padre fue el primero en pestañear, y al girarse dijo:

– No era esa casa en particular lo que no quería que saliese en la foto. Simplemente, no quería que apareciera ningún edificio de fondo.

– ¡Vamos, Tom, por favor! ¿Desde cuándo eres fotógrafo profesional? ¿Ahora te preocupas por cosas como la composición de la imagen?

– Tienes que ver esa casa -dijo él de nuevo.

– Acabo de decirte que no lo necesito.

– Considéralo una penitencia.

– ¿Penitencia? ¿Acaso sabes lo que significa esa palabra?

Daisy puso los ojos en blanco, estiro el cuello como un cisne y meneó ligeramente la cabeza. Se permitió una pequeña risita burlona a costa de su marido, lo cual fue demasiado para él.

– ¡Muy bien! ¿Quieres que la casa salga en la foto? ¡Pues la tendrás! -gruñó Tom.

La agarró por las muñecas, con los bíceps en tensión bajo las mangas cortas de su camisa, y la arrastró una docena de pasos por la playa hasta que el agua le llegó a los tobillos. Allí, la tiró de un empujón contra las pequeñas olas, sobre las que cayó de espaldas, salpicando agua a su alrededor. Antes de que pudiera levantarse, Tom se agachó, se llevó la cámara al ojo y le sacó una foto. Luego otra. Ella le miraba con los ojos entornados, desafiante, pero no pronunció una palabra ni hizo ningún gesto para detenerle.

– Siempre verás esa casa -le decía Tom-. ¡Siempre!

Pamela y Robert habían visto a su padre levantarle la mano a su madre antes, pero nunca fuera de casa, ni cuando no se encontraban bebidos o sufriendo las migrañas de una seria resaca. Por eso, antes de que Pamela o su madre pudieran detenerlo, Robert corrió hacia Tom y le dio un puñetazo en el estómago tan fuerte y con una furia tan inesperada que lo dejó sin aire. De no ser porque Tom llevaba la cámara colgando del cuello con una cinta, se le habría caído al agua cuando se dobló y el carrete se habría estropeado.

– ¡Basta! -gritaba Robert-. ¡No la pegues! ¡Déjala en paz!

A veces Pamela intentaba sofocar las discusiones de sus padres cambiando de tema antes de que recurrieran a la violencia. Mencionar a algún chico por el que sentía cierto interés era un método infalible para distraer la atención de sus progenitores. Algunas tardes, incluso tenía la previsión de aguarles la ginebra. Sin embargo, en esta ocasión se quedó paralizada mientras aumentaban los comentarios groseros en explosión pública veraniega, y fue su hermano, por primera -y ¡ay!, no última- vez, quien se metió por medio atacando al orgulloso, arrogante y físicamente intimidatorio Tom Buchanan.