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– ¿La «suela»? -le preguntó-. ¿Es otra herramienta de búsqueda?

David rio y ella pudo sentir cómo su pecho se alzaba.

– No. Si estás realmente interesada en tu nuevo pasatiempo, consiste en ir a Rosehill a examinar sus archivos, al registro civil de tu distrito de Long Island para ver qué papeles existen, a la biblioteca municipal… Piensa que podría haber algún artículo de periódico si su hermano realmente murió en un accidente de coche.

En la cómoda de enfrente de la cama había una foto de sus dos hijas en lo alto de Snake Mountain, una colina al sur de la ciudad con una pradera en la cima. El cabello de las pequeñas ondeaba salvaje con el viento y sus caritas redondas estaban manchadas de barro por la ascensión. Daban la impresión de ser una pareja de hermosas niñas asilvestradas. David había sacado la foto ese verano, y Laurel se lo imaginó arrodillado a uno o dos metros de ellas, sin el menor signo de fatiga. Era esbelto, atlético y fuerte: viviría bastante. Pensó que podría durar unas cuantas décadas más que su padre, y se sintió contenta por las pequeñas. Tenían un padre entregado a ellas y que sabía cuidarse. Puede que, en el futuro, este hombre no formase parte de su vida, pero casi seguro que sí que lo haría de la de sus hijas.

Era una apuesta arriesgada y Laurel no esperaba nada. La Ley de Protección y Transferencia de Seguros Médicos prohibía a los proveedores sanitarios revelar información sobre sus pacientes a personas no relacionadas con el tratamiento del enfermo. Su objetivo era proteger la privacidad de los residentes y asegurarse de que los informes médicos no podrían ser usados en su contra o hechos públicos sin su consentimiento.

A pesar de todo, al día siguiente, jueves, Laurel telefoneó al Hospital Público de Waterbury para ver si alguien podía contarle cualquier cosa sobre un paciente llamado Bobbie Crocker. Nadie fue capaz, o, para ser precisos, nadie quiso. Habló con un amable joven que tendría su edad y trabajaba en atención al paciente, y después con un amable pero reservado asistente de la oficina del director. Les explicó a ambos que trabajaba en BEDS y les contó con todo detalle por qué estaba interesada en cualquier tipo de información que pudieran ofrecerle.

No le ofrecieron nada.

Ni tan siquiera estaban autorizados a reconocer que un anciano llamado Bobbie Crocker había sido atendido en su hospital.

Laurel tenía pensado ir al laboratorio fotográfico esa tarde, pero, en el camino, se pasó por su apartamento y encontró una nota que Talia le había dejado en la mesita de café del salón.

¿Qué pasa, desconocida? ¡No se te ve el pelo! ¿Es porque me huele mal el aliento? Volveré a eso de las 6 o 6:30. ¿Por qué no cenamos juntas y me cuentas? Quiero saber qué tal te fue el viaje a casa.

Besos, T

No había visto a Talia desde antes de marcharse a Long Island. Su compañera había salido con unas amigas el martes y ella pasó la noche del miércoles en casa de David. Podrían haber desayunado juntas el día anterior, después de que Laurel regresara de la piscina, pero, como llevaba un par de días sin acudir al trabajo, al terminar de nadar se fue directamente al albergue sin pasar por casa. A ambas les resultaba muy extraño pasar tanto tiempo sin coincidir estando las dos en la ciudad. Laurel barajó la posibilidad de cambiar de planes e ir al laboratorio después de cenar pero, finalmente, decidió que no podía esperar tanto. Además, se imaginó que vería a Talia el viernes, aunque sólo fuera para que le contara los detalles de su excursión del día siguiente para jugar al paintball. Por eso, garabateó una nota de disculpa y cogió los negativos, las fotos e incluso las instantáneas de Bobbie Crocker. Decidió guardarlo todo junto en su consigna del laboratorio fotográfico de la universidad, por si acaso quería comparar un par de imágenes. Después, bajó despacio las escaleras y salió de nuevo al fresco aire otoñal. Había pensado comer algo mientras estaba en casa, pero prefirió no arriesgarse. Cuanto más permaneciera en el apartamento más posibilidades tenía que Talia regresase, y entonces pasarían horas antes de que pudiera ponerse manos a la obra.

Con las hojas de contacto, pudo comprobar lo dañados que estaban los negativos, pero se entregó a limpiarlos y revelarlos con mimo, intentando conseguir lo mejor de cada imagen. Algunas de las fotos presentaban arañazos y rajas en el centro, o partes enteras sucias, y necesitaría encontrar a alguien dispuesto a retocarlas digitalmente. En un momento dado, un estudiante unos cinco o seis años menor que ella, que también se encontraba esa tarde trabajando en la sala de revelado de la universidad, echó un vistazo a una de sus bandejas. El muchacho era un rechoncho personaje que llevaba una camiseta holgada y una fila de tachuelas en el cartílago de la oreja. Tenía unos rizos enmarañados del color de la cresta de un gallo. A la luz rojiza del cuarto de revelado, parecía salido de las páginas de un cómic.

– ¡Ese es Eisenhower! -dijo triunfante, señalando la imagen de la bandeja.

– Ya lo sé -murmuró Laurel, recordando que le habían contado la historia de que Bobbie afirmaba que aquel presidente le debía dinero.

– Supongo que no habrás sacado tú estas fotos. Parecen antiquísimas.

– Bueno, antiquísimas no, sólo viejas.

– Mucho. -El muchacho observó por unos instantes el baño químico y añadió-: y eso es la Exposición Universal de 1964 en el barrio de Queens. Esa enorme bola del mundo todavía existe, está junto al Shea Stadium.

– Cierto. -Laurel procuraba que su voz sonase lo más seca posible sin llegar a ser grosera. Sólo quería que sonara ocupada, centrada, absorta.

– ¿Quién las sacó?

– Un viejo amigo. Acaba de fallecer.

– Parece que no se preocupó mucho de cuidar este material.

– No -coincidió con él Laurel.

– ¡Una lástima! -añadió el joven-. Se nota que el tío era bueno.

– Sí.

– Yo me dedico sobre todo al metal, ¿sabías?

Laurel no lo sabía, pero hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Se preguntó si el chaval seguiría hablando si ella permanecía en silencio. Se temía que le propusiera echar un vistazo a sus obras.

– Pues sí. Coches, bicicletas y primeros planos de cadenas. Ese tipo de cosas.

Laurel meneó de nuevo la cabeza con un pequeño gesto casi imperceptible.

– A veces, cuando le digo a la gente que me dedico al metal, se piensan que me refiero al rock. Ya sabes, como si tocara en un grupo de heavy metal.

Laurel suspiró, pero fue un reflejo, no por conmiseración. Iba a tener que ser grosera, o por lo menos fría. Se quedó un buen rato contemplando una tira de negativos que colgaban de una cuerda detrás de ella, actuando como si el muchacho fuese completamente invisible. Al ver que ella no decía nada, el chaval masculló, haciéndose el ocupado:

– Bueno, tía, tengo un montón de cosas que hacer. ¡Ciao!

– ¡Ánimo! -le soltó, una formalidad conversacional que le salió de dentro, y, para su alivio, el muchacho volvió a sus propios revelados.

Laurel se quedó un par de horas más trabajando, mucho después de que el joven se marchara, hasta que la sala de revelado cerró por la hora. Comprobó que no eran uno, sino dos, los presidentes que aparecieron en las pequeñas bañeras: el otro era Lyndon Johnson con un gran sombrero y un cordón de cowboy al cuello. También había una actriz que no supo identificar, de un musical cuyo nombre no recordaba; un llamativo batería de jazz fumando un cigarrillo; una fila de secadores de peluquería, esos orinales con forma de casco unidos a un grueso tubo de acordeón; un jovencísimo Jesse Jackson al lado de una mujer que, pensó, podría ser Coretta Scott King; un personaje que apostaría a que era Muddy Waters (pero que podría haber sido cualquier otro); coches con alerones; una lámpara de lava; Bob Dylan; una anciana que creyó reconocer como una escritora; tres saxofones; un puesto de verduras en algún punto cerca de la catorce, en Manhattan; el arco de Washington Square; la punta del edificio Chrysler; otra media docena de fotos de la Exposición Universal de 1964 y, en una tira de negativos más nueva procedente de otra cámara, la pista forestal de Vermont que tanto odiaba. En una foto, aparecía en la distancia esa joven montada en bicicleta de montaña. De nuevo, como le sucedió con la imagen difuminada que poseía Bobbie y que había visto en la caja que Katherine le trajo a su despacho, la chica quedaba muy lejos para poder distinguir sus rasgos. Sin embargo, era alta y larguirucha, y el cuadro de la bicicleta se parecía al de su machacada Trek.