– Es cierto -dijo Laurel-. Debió de haber algún lugar en el período que pasó entre el hospital y BEDS. Está claro que, antes de nosotros, le debieron de dejar a cargo de alguien.
– Yo le preguntaba todo el rato dónde vivía -dijo Serena, encogiéndose de hombros-. Al final, él siempre terminaba restregándose los ojos con fuerza, como un niño, ¿sabes?, con los puños, y me contestaba que estaba seguro de que iba a pasar la noche en el mismo sitio en el que lo hizo el día anterior.
– Y eso, ¿dónde era?
– El cuarto de calderas de ese hotel que queda en lo alto de la colina. Un triste lugar para acabar tus días. No sé cuánto tiempo durmió allí, pero me negué a que pasara una noche más en ese sitio.
La camarera les trajo las bebidas y durante un momento permanecieron en silencio. Laurel contempló cómo Serena desenvolvía su pajita del papel.
– Así que nos lo trajiste -dijo Laurel.
– Eso es. Y no pareció importarle. Ya sabes, siempre dicen que los indigentes se resisten a abandonar las calles. Yo misma soy un ejemplo de ello, pero él estaba más feliz que unas castañuelas.
– ¿Era consciente de adonde le estabas llevando?
– ¡Pues claro! Sólo quería que le asegurasen que nadie iba a quitarle su petate. Le pregunté qué llevaba dentro que fuese tan importante y me contestó que sus fotos.
– ¿Cuándo lo volviste a ver?
– ¡Buf! Mucho antes de que muriera. Una vez, su asistente social, una mujer llamada Emily, creo que la conoces, me lo trajo al restaurante para que pudiera darme las gracias. Fue muy amable por su parte. Y otra vez lo vi en la vigilia que organizáis en Church Street antes de Navidad. Ya sabes, la marcha en la que decís los nombres de los vagabundos.
– ¿Estuviste allí? -Laurel sonrió-. ¡Qué pena que no te vi!
– Pues sí, estaba entre la gente. Me dio mucha vergüenza decir un nombre en la iglesia, pero participé en la marcha con mi velita. ¡Joder! Mira lo que hicisteis por mí, os lo debo.
– Bueno, si recuerdo bien, sólo estuviste una semana y media en el albergue. No fue para tanto lo que hicimos.
– Pero durante esa semana y media yo necesitaba un sitio como fuese -dijo Serena con firmeza, mirando a los ojos a Laurel con una intensidad que la sorprendió.
– ¿Alguna vez te habló Bobbie de su hermana?
– ¿Su hermana? No sabía que tuviera una.
Laurel hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– No la vi en su funeral. ¿Está viva?
– Sí.
– ¿La conoces?
– Un poco. La conocí la semana pasada.
– ¿También está un poco chirlada?
Laurel se lo pensó un instante antes de contestar:
– No, no lo está. Por lo menos, no como Bobbie. En realidad, es bastante desagradable.
– Supongo que Bobbie y ella no estaban muy unidos.
– No, para nada. ¿Alguna vez mencionó él que tuviera familia?
– Nunca -dijo Serena con tono serio, como intentando evocar en su mente alguna familia para Bobbie Crocker-. Ni una palabra.
– Háblame de la primera noche que apareció en el restaurante. Intenta recordar… Cuando le preguntaste si tenía algún sitio adonde ir, ¿te dijo algo más?
Les trajeron la comida, y Laurel pudo ver cómo Serena hacía memoria para repasar aquella noche de agosto en la que Bobbie apareció en la barra con su hatillo y un puñado de monedas.
– Déjame pensar -murmuró. Su ensalada de huevo tenía el color anaranjado del curry y estaba servida como una bola de helado sobre una hoja de lechuga-. ¿Sabes? Puede que dijera una cosa importante.
– ¿Qué?
– Dijo algo de una persona con la que había trabajado alguna vez en una revista. Se llamaba… Reese.
– ¿De nombre o de apellido?
– Pues no lo sé, pero tengo algo en la punta de la lengua.
– Dime.
– Esto fue hace, más o menos, un año.
– Ya lo sé -dijo Laurel, esperando no resultar impaciente.
– Podría jurar que Reese era su nombre, y que…
– ¿Qué?
– ¿Sabes qué? Creo que estuvo viviendo con ese tal Reese después del hospital. Sí, eso debe de ser.
– ¿Y por qué le abandonó?
– No le echan apio -comentó Serena masticando lentamente su ensalada-. Nosotros sí. Toda ensalada de huevo que se precie tiene que llevar apio.
– Estoy de acuerdo -dijo con cortesía Laurel-. ¿Por qué crees que Bobbie se marchó de casa de ese amigo?
– Igual lo echaron.
– ¿Echar a Bobbie? ¿Tú crees?
– Puede que no lo echaran por ser un mal compañero de piso, sino por no pagar su parte del alquiler.
– ¡Pero si tenía más de ochenta años! ¿Qué podía esperar de él ese Reese, sobre todo a sabiendas de que acababa de salir de un hospital psiquiátrico?
– La gente es cruel -dijo Serena con tono cortante-. Deberías saberlo, Laurel.
– Pero Bobbie era… muy mayor.
Serena se inclinó sobre la mesa, acercando la barbilla al plato. Sus ojos se abrieron mientras sus palabras sonaban suaves pero enfadadas:
– La edad no importa. Si mi padre se presenta con ochenta años a mi puerta y tengo que decidir entre ofrecerle una habitación o dejar que se congele en la calle, no me lo pienso. Le daría con la puerta en las narices, y no me considero una mala persona. El que a hierro mata a hierro muere, o como se diga.
Laurel reflexionó sobre esto.
– Estoy segura de que Bobbie nunca hizo daño a Reese, por lo menos no se portó como tu padre contigo.
– Yo también. Sólo digo que no sabemos. Creo que si quieres conocer la respuesta, deberías buscar a ese tal Reese.
– ¿Bobbie dio alguna pista sobre dónde vivía ese tipo?
– O esa tipa. Supongo que sería un hombre pero, ahora que lo pienso, Reese también podría ser un nombre de mujer.
– Sea como fuere, ¿dijo algo?
– Yo empezaría a buscar por Burlington o alrededores. Puede que Bobbie llegara de Waterbury a Burlington antes de acabar en las calles. Puede que saliera del hospital a cargo de una persona que vivía por aquí.
– Eso sí que sería una ironía.
– Mira -dijo Serena, estudiando a un par de hermosas mujeres en minifalda, seguramente dos jóvenes relaciones públicas de alguna empresa, pensó Laurel-, la vida entera es una ironía. Ironía, un poco de suerte y… diferencias. ¿Por qué tuve yo una madre que se dio el piro a las primeras de cambio y un padre que utilizaba mi cabeza como saco de boxeo, mientras esas dos de ahí tenían unos padres que las ayudaban a hacer los deberes y luego las enviaron a la universidad? No soy una amargada, en serio, pero sé que la vida no siempre es justa, y tengo la sensación, amiga, de que tú lo sabes tan bien como yo.
Laurel dejó el trabajo a las cinco, a pesar de lo poco que había hecho ese día, pero quería llegar a la biblioteca antes de que fueran las seis y cerrara el mostrador de consultas. Estaba impaciente por hincarle el diente a los microfilmes o las copias en papel que tuvieran de los números antiguos de la revista Life.
La biblioteca sólo conservaba números de la revista posteriores a 1975, pero disponía de microfilmes de las ediciones que se remontaban hasta 1936. Laurel estaba llena de entusiasmo, y con la ayuda de un aplicado bibliotecario seleccionó al azar un carrete de los años sesenta. Después, se sentó en uno de los puestos de la sala de lectura y empezó a estudiar las imágenes, que iban desde la cafetería de una tienda de Woolworth en Greensboro, Carolina del Norte, hasta un orgulloso Charles de Gaulle alardeando de la primera detonación de una bomba atómica de su país. Vio a David Ben-Gurion, Nikita Jrushchov y un avión espía U2.También descubrió la historia de Caryl Chessman, un tipo cuyo nombre no había escuchado antes, pero cuyo rostro le dio escalofríos, pues fue ejecutado por secuestrar y violar a dos mujeres una década antes. Parecía posible, basándose en el artículo, que hubiera sido inocente.