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– Es cierto, suena como si le hubieran asesinado, o se hubiera suicidado, ¿no es verdad? O que hubiera fallecido por un error médico…

David se apoyó en el borde del archivador que había detrás de su escritorio.

– Supongo que se referirá a un ataque al corazón. No creo que se trate de nada misterioso.

Laurel compartía esta opinión, pero permaneció en silencio, en gran medida debido a que, tras su encuentro con Pamela Marshfield y la llamada del abogado a BEDS, tenía tendencia a ver misterios en todas partes.

– Creo que ya sabemos de dónde sacó tu amigo Crocker las fotografías -añadió David, mesándose la barba.

– ¿Qué quieres decir?

– Que seguramente se las quitó a este tal Reese. Por lo que me has contado, Bobbie no era un dechado de salud mental.

– ¿Crees que se las robó? -le preguntó Laurel, sorprendida ante la mera idea de que pudiera ser cierto.

– En primer lugar, no he dicho «robar». Eso implicaría demasiada competencia mental. Todo lo que digo es que puede que… se apoderara de ellas. Igual después de la muerte de Reese.

– Pues creo que eso es robar.

– Vale, entonces las robó. O quizá este Marcus Gregory Reese se las regaló.

– Pero ¿por qué piensas eso?

– Porque todavía no hemos visto el nombre de Bobbie entre los fotógrafos de Life.

– Pero eso no quiere decir que no fuera él quien sacara las fotos.

– Laurel, la esquela dice que Reese era fotógrafo -insistió David, cortándola, y después se acercó a la pantalla del ordenador y le mostró las páginas web que había encontrado con el nombre de Reese-. Mira esto: esta página está dedicada a las fotos de Reese. Y esta otra, y esta… No me sorprendería que encontrases la imagen de los hula-hoops o la de Muddy Waters con el nombre de Reese en los créditos.

Laurel pensó que era posible, pero había algo que fallaba en su razonamiento. Intentó permanecer serena, no ponerse a la defensiva. Al final, le vino la inspiración:

– Estamos presumiendo que Bobbie vivió con Reese -dijo con calma.

– Sí.

– Y que esto se debía a que el hospital psiquiátrico le dio el alta y lo dejó a su cargo.

– De acuerdo.

– Y que se conocían porque habían trabajado juntos en la revista. Eso es lo que me dijo Serena, ¿recuerdas? Me parece que Bobbie vino a Vermont porque sabía que Reese vivía aquí. Sólo he repasado los números de la revista Life del año 1960. Puede que Bobbie trabajara para ellos a mediados de los cincuenta, o de los sesenta. Cuando tenga más tiempo para ir a la biblioteca, quizá encuentre años enteros de la revista con el nombre de Bobbie en la lista de colaboradores.

– Así que supones que Bobbie conocía a Reese porque era su editor.

– ¿Algo que objetar?

– No. Aunque creo que es dar un gran salto. Puede ser que se conocieran en la revista, pero esto no implica que Reese fuera su editor. Teniendo en cuenta lo poco que sabemos, Bobbie podría haber sido el botones, el guarda de seguridad o el ascensorista. En aquellos tiempos tenían ascensoristas, ¿lo sabías?

– Tengo que revisar 1964, los números de Life desde 1964. El otro día revelé unas fotos de la Exposición Universal de ese año. Igual encuentro en esas fechas el nombre de Bobbie.

David asintió lentamente, como un padre que está a punto de perder los nervios ante su hijo. Después se incorporó, agarró el ratón y comenzó a pinchar sobre los cuadraditos con una X que aparecían en la esquina superior derecha del monitor, dispuesto a apagar el ordenador. Ya había cerrado el navegador antes de que Laurel lo detuviera, pero todavía no había cerrado el equipo.

– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó.

– Pues estoy sacándonos de aquí para que lleguemos a la película. Tenemos que irnos ya si queremos tener alguna posibilidad de llegar antes de que empiece. Por cierto, tengo algo muy divertido que contarte de Marissa: mi hija quiere que le saques unos primeros planos. ¿Qué te parece?

David siguió hablando, pero Laurel no estaba concentrada. Con el navegador cerrado, ya no podía ver el listado de páginas y más páginas dedicadas a Marcus Gregory Reese y, como si fuera una adicta, sentía que tenía que consultarlas. Era algo físico. No quería verlas, necesitaba verlas. Por eso, aunque comprendía que él estaba intentando conducirla hasta la puerta y que le estaba contando algo sobre su hija, volvió a hacer clic sobre el icono del explorador de Internet.

– Lo siento -dijo Laurel-, ¿podemos ir a la próxima sesión? Es a las nueve.

– ¡Laurel!

– Si tienes muchas ganas de ir, puedes ir tú. De verdad, no me importa. Luego te voy a buscar y podemos cenar juntos.

– No quiero ir solo al cine el viernes por la noche, lo que quiero es salir con mi pareja. Hay una gran diferencia.

Ella fue al historial de páginas visitadas y recuperó los resultados de Google para Reese.

– No puedo dejarlo ahora -dijo, con la voz tan vacilante y suave que no era capaz de reconocerse-. Sé que estoy cerca.

– Déjame ver si entiendo esto. Quieres pasarte la noche del viernes en mi despacho viendo páginas de un editor de imagen de la revista Life ya fallecido. ¿Es así, Laurel?

– No toda la noche. Dame sólo media hora, ¿vale? Después podemos ir a cenar o a tu apartamento. Lo que tú prefieras. Es que no quiero dejarlo ahora. No… no puedo. Además…

– ¿Qué?

– Esos servicios de búsqueda para periodistas. ¿Podrías enseñarme a usar uno? Por favor. Sólo para ver qué podemos sacar del número de la seguridad social de Bobbie.

David se frotó los ojos y, finalmente, alzó los brazos en un gesto de derrota. De nuevo, se acercó al teclado por encima de su hombro, pero esta vez pinchó en los favoritos de su navegador y le señaló los distintos sitios.

– Prueba con éste -le dijo, haciendo clic sobre un icono-. Introduce su número de la seguridad social en este cuadro.

Luego, se dejó caer agotado en una de las sillas junto a su escritorio y comenzó a ojear la pila de periódicos que se amontonaba en el suelo.

– Te doy media hora. Después, apagaré las luces y nos vamos.

Laurel descubrió que Reese era un fotógrafo del montón: capaz pero no muy dotado, como pudo deducir de las imágenes que encontró en Internet. Probablemente fuera un mejor editor, lo que explicaba por qué ocupó durante tanto tiempo ese puesto en la revista Life. Las páginas web que visitó sugerían que, hacia el final de su vida, tuvo tendencia a exponer sus obras en lugares sencillos, como el salón de actos de su iglesia, en el que hizo una exposición un año y medio antes de morir. Laurel se apuntó en la mente hacer una visita a su congregación y charlar con los feligreses y el pastor. Pensó que podría ir a misa el próximo domingo en Bartlett y entablar contacto con gente que hubiera conocido a Reese y, quién sabe, puede que también a su excéntrico amigo Bobbie Crocker.

Una esquela más amplia que encontró en una revista de fotografía decía que Reese se había dedicado a la fotografía deportiva cuando trabajaba para periódicos. Sin embargo, a excepción de la imagen de los hula-hoops, no había fotos de deportes en la caja que había dejado Bobbie Crocker. Además, considerar la foto de los hula-hoops como una imagen deportiva era un poco forzado. No había nada en las biografías de Reese que sugiriese un mínimo interés por la música, el jazz o el mundo del espectáculo, aspectos que marcaban la obra de Crocker. Por eso, al contrario de David, Laurel seguía convencida de que Bobbie era el autor de las imágenes que se habían encontrado en su apartamento.

Lo último que hizo antes de consultar el número de la seguridad social de Crocker fue probar a buscar en Google los nombres de Bobbie Crocker y Marcus Gregory Reese juntos, sin obtener resultados.