Hasta cierto punto, se consideraba una voyerista morbosa, algo así como Diane Arbus, sobre todo cuando fotografiaba a los niños con sus madres. Las mujeres siempre parecían idas, drogadas muchas veces lo estaban de verdad- y bastante psicópatas -también lo eran en la mayoría de las ocasiones-. Laurel guardaba un grueso cuaderno lleno de hojas de contacto de su primo Martin, que tenía síndrome de Down, y se preguntaba si siempre se sentiría un poco como Arbus cuando le sacaba una foto a alguien, porque desde su época del instituto había pasado mucho tiempo practicando con él. Su primo tenía un año más que ella y le encantaban los musicales. Su madre, la tía de Laurel, le había cosido tantos trajes a lo largo de los años como para llenar un armario entero. Martin se pasaba horas posando para Laurel con su vestuario. El resultado eran páginas y páginas de hojas de contacto de un adolescente con síndrome de Down imitando a su manera a un montón de actores, desde Yul Brynner en El rey y yo hasta Harvey Fierstein en Hairspray. Laurel pasó con Martin gran parte de su período de recuperación tras sufrir la agresión. Sus amigos del instituto estaban todos estudiando fuera así que se alegró de tener a su primo cerca. Su madre, cuando hablaba de aquella época, todavía se refería a ella como el «terrible otoño», pero en opinión de Laurel no había sido tan malo desde que regresó a Long Island. Dormía, escribía en su diario, se curaba… Se vio con Martin media docena de musicales de Broadway en aquellos meses de días oscuros. Siempre iban a la primera sesión, lo que significa que cuando entraban al teatro todavía era de día y cuando salían ya era de noche y Times Square era un estimulante y fantasmagórico espectáculo de luces. Luego, al día siguiente, con cuidado de no forzar su clavícula que se recuperaba poco a poco, representaban una y otra vez sus escenas favoritas. Laurel estaba muy feliz en su peculiar burbuja. En cuanto pudo utilizar ambas manos de nuevo, sacó más fotos todavía a ese jovencito engalanado con capas, bombines y pelucas de La pimpinela escarlata.
Con bastante frecuencia, cuando Laurel todavía estudiaba en la universidad, llegaban al albergue mujeres solteras apenas uno o dos años mayores que ella. Estas chicas estaban en una edad en la que eran demasiado mayores para el centro de menores que llevaba otra asociación en un barrio diferente de la ciudad, un pequeño mundo en el que se habrían sentido más seguras, pero también eran demasiado jóvenes para encontrarse cómodas en el sector del albergue reservado a los adultos. Por eso, si había sitio y estaban limpias -no necesariamente de roña y piojos, sino de drogas-, se les permitía quedarse en la sección para familias.
Laurel también las fotografiaba, aunque en la mayoría de las ocasiones ellas intentaban darle un toque erótico a la experiencia. El sexo era su única moneda de cambio, y lo utilizaban con resolución aunque de manera poco apropiada. Empezaban a desabrocharse la blusa, se bajaban la cremallera de los vaqueros o se ponían a tocarse mirando con lascivia al objetivo como si estuvieran posando para una revista de adultos. Como decía la canción, intentaban enseñarle sus tatuajes. Para ellas constituía un acto reflejo y deseaban instintivamente su complicidad, pues conocían bien el frío y el hambre.
Sólo cuando ya llevaba un año en el albergue y se había acostumbrado al mundo de los indigentes, empezó a sacar fotos a los hombres. Al principio había evitado ese sector por su experiencia de Underhill. Por supuesto, había visto a muchos sin techo en las calles de Nueva York cuando era pequeña: desaliñados, sucios, malolientes, pirados. Gritando o gruñendo obscenidades a los paseantes o a veces a nadie, lo que resultaba más desconcertante.
Pero pronto se dio cuenta de que se preocupaba en vano. Los indigentes que pasaban por BEDS eran, por lo general, la gente más amable del planeta. Normalmente era la mala suerte y, cómo no, elecciones equivocadas, lo que los había hundido, no enfermedades mentales. Incluso cuando tenían trastornos bipolares o esquizofrenia, como en el caso de Bobbie Crocker, su enfermedad se volvía manejable y daban menos miedo si tomaban la medicación apropiada. Cuando Laurel miraba las hojas de contacto que había hecho de estos hombres, le sorprendían sus amplias sonrisas y lo melancólicos e inofensivos que resultaban sus ojos.
En otoño de su último año de carrera una mujer de veintidós años llamada Serena llegó al sector para familias del albergue. Le contó que cuando tenía quince años las cosas empezaron a torcerse en su vida. ¿La gota que colmó el vaso? Su padre, que la había criado a bofetadas desde que su madre desapareció cuando ella tenía sólo cinco años. Un día, el muy salvaje le reventó un bote de medio kilo de mayonesa en la cara, dejándole el ojo morado y un bulto del tamaño de una pelota de béisbol en la mejilla. Por primera vez en su vida, no intentó ocultar las marcas con maquillaje, en parte porque no podía -habría necesitado la máscara de un portero de hockey sobre hielo en vez de un pequeño tocador y un cepillo- y en parte porque no soportaba que su padre la siguiera pegando y quería ver qué sucedía si la gente se enteraba. Pensaba que las cosas no podrían ir peor.
Y tenía razón, pero tampoco fueron a mejor, por lo menos durante un largo período. A fin de cuentas, ¿qué es peor, tener un techo pero un padre que te da una paliza por semana o ir de casa en casa, una noche aquí, otra allá, a veces con desconocidos, hasta que finalmente terminas en la calle?
Aquel día del bote de mayonesa no había transcurrido ni un minuto de clase cuando el profesor llamó a Serena. Una hora más tarde arrestaron a su padre y ella pasó a un centro de acogida. Por desgracia, no había plazas de adopción de emergencia, así que estuvo las tres semanas siguientes durmiendo en colchones en casas de las familias de distintos amigos. Nunca había sido muy estudiosa, así que no tardó en abandonar por completo sus estudios. Dejó de ir a clase. Al cabo de unos meses, no es que el centro de acogida le hubiese perdido la pista, es que se había convertido en una más de las cinco o seis docenas de menores buscados por los servicios sociales y nadie estaba seguro de si todavía se encontraba en el estado.
Una semana después de la llegada de Serena al albergue, cuando ya se sentían a gusto la una con la otra, Laurel le pidió si podía sacarle una foto y la muchacha aceptó. Mientras Serena hablaba -subiéndose continuamente la camiseta negra por encima del estómago, intentando que los vaqueros le cayeran un poco por debajo de la cintura, apartándose el largo pelo color ámbar de los ojos- Laurel le sacó unas cuantas fotos. Pretendía utilizarlas como trabajo para sus clases de fotografía, como había hecho ya con otras fotos que había tomado a indigentes. Además, pensaba darle a Serena una copia completa del carrete. La chica no era lo que se dice guapa: llevaba demasiado tiempo en la calle para serlo. Su rostro resultaba duro, con las mejillas hundidas y los afilados huesos muy marcados. Estaba muy delgada, casi demacrada. Pero tenía los ojos del azul de la porcelana de Delft, la nariz delicada y pequeñita y una sonrisa encantadora. Había algo seductor y licencioso, sin lugar a dudas atractivo, en el conjunto.
En aquella época, Laurel ya sabía lo suficiente como para no hacer de ninguna mujer o niño de los que pasaban por el albergue un proyecto caritativo personal. En primer lugar porque todavía era una estudiante, y en segundo lugar porque, como voluntaria, no tenía mucha idea de lo que estaba haciendo. Poseía experiencia, pero no una formación como trabajadora social. Sin embargo, era demasiado tentador querer jugar a ser Dios con una chávala -que es lo que era en realidad, pues sería una ilusión feminista llamar mujer a esa famélica alma en pena -como Serena. Se dijo que podría comprarle algo de ropa con la que no pareciera una puta. Podría ayudarla a buscar un trabajo y un sitio para vivir. ¿No es eso lo que hacían los profesionales de BEDS?