Dahlia se acostó junto a él sobre la cama mientras estaba ensimismado en su relato, y él se le aproximó desde el patio de juegos, con el asombro y la luz de ese lejano día reflejados aún en su rostro.
Después perdió totalmente la vergüenza. Ella había escuchado su terrible deseo y lo había aceptado como propio. Lo había recibido en su cuerpo. No con marchitas esperanzas, sino con gracia abundante. No advertía fealdad alguna en él. Sintió entonces que ahora podría contarle cualquier cosa, y comenzó a brotar impetuosamente todo lo que hasta entonces no podía mencionar, ni siquiera a Margaret, especialmente a Margaret.
Dahlia lo escuchó con compasión e interesada preocupación. Jamás demostró un dejo de disgusto o recelo, si bien aprendió a tener cuidado cuando hablaba de ciertas cosas porque podía enfurecerse súbitamente con ella por daños que le habían hecho otras personas. Dahlia tenía que conocer bien a Lander, y consiguió conocerlo perfectamente, mejor de lo que jamás lo conocería cualquier otro, inclusive las comisiones especiales que investigaron su última actuación. Los investigadores tuvieron que basarse en pilas de documentos y fotografías, mientras sus testigos estaban sentados rígidos en sus lugares. Dahlia lo obtuvo directamente de labios del monstruo.
Es verdad que estudió a Lander para poder utilizarlo, ¿pero quién está dispuesto a escuchar algo porque sí? Podría haber hecho mucho por él de no haber tenido el crimen como objetivo.
Su franqueza total y sus propias deducciones le abrieron muchas ventanas de su pasado. Y a través de ellas podía observar cómo se forjaba su arma…
Willet-Lorance Consolidated School, escuela rural entre Willet y Lorance, California del Sur, 2 de febrero de 1941:
– Michael, Michael Lander, ven aquí y lee tu trabajo.
Quiero que prestes mucha atención, Buddy Ives. Y tú también, Junior Atkins. Ustedes dos han estado perdiendo el tiempo mientras las patatas queman. Cuando se tomen las pruebas bimestrales esta clase va a estar dividida en ovejas y carneros.
Michael tuvo que ser llamado al frente dos veces más. Parecía increíblemente pequeño mientras caminaba por el pasillo entre los bancos. Willet-Lorance no tenía ningún programa acelerado para niños excepcionales. En cambio Michael fue adelantado un grado. Tenía ocho años y estaba en cuarto grado.
Buddy Ives y Junior Atkins tienen doce años y durante el recreo anterior se entretuvieron metiéndole la cabeza a un alumno de segundo grado dentro del inodoro. Ahora prestan mucha atención. A Michael. No a su trabajo.
Michael sabe que va a tener que sufrir las consecuencias. Parado al frente de la clase, vestido con sus holgados pantalones cortos (los únicos de toda la clase), lee el deber en voz apenas audible y sabe que tendrá que pagar el precio de su sabiduría. Espera que se produzca en el patio. Prefiere que lo aporreen a que le metan la cabeza dentro del inodoro.
Su padre es pastor y su madre ocupa un cargo importante dentro de la Liga de Padres de Familia. No es un chico rico, atractivo. Está convencido de que tiene una falla enorme. Y hasta donde alcanza su memoria, ha tenido siempre terribles sensaciones que no consigue comprender. No puede todavía identificar la ira y el desprecio por uno mismo. No consigue pensar en él sino como en un niño remilgado vestido con pantalones cortos y detesta esa imagen de su persona. A veces observa a los otros niños de su edad jugando a los cowboys entre los arbustos. Trató de jugar algunas veces, gritando «bang-bang» y apuntando con su dedo. Pero se siente muy tonto. Los demás saben perfectamente bien que no es realmente un cowboy y que no cree en el juego.
Se dirige entonces a sus compañeros de clase, cuyas edades oscilan entre los once y doce años. Están eligiendo compañeros para jugar al fútbol. Se para en el grupo y espera. No es tan malo ser el último elegido, siempre y cuando lo elijan a uno. Ha quedado solo entre los dos bandos. Pero no lo eligen. Se fija en cuál equipo fue el último en elegir y se dirige al otro. Puede verse caminar hacia ellos. Le parece estar viendo sus rodillas huesudas bajo sus pantalones cortos y se da cuenta que están hablando de él en el grupo. Le dan la espalda. No puede suplicar que lo dejen jugar. Se aleja de ellos sintiendo un fuego en su cara. No existe ningún lugar dentro del campo de juegos donde pueda perderse de vista.
Como buen sureño, Michael tiene bien grabado el Código. Un hombre lucha cuando lo llaman. Un hombre debe ser duro, derecho, honrado y fuerte. Debe saber jugar al fútbol y le debe gustar cazar, y se guardará muy bien de hablar en términos vulgares frente a las damas, si bien hablará de ellas en términos lascivos con sus amigos.
Cuando se es niño, el Código sin los correspondientes avíos puede llegar a ser mortal.
Michael aprendió a no pelear contra los niños de doce años siempre que pueda evitarlo. Lo acusan entonces de ser un cobarde. Y lo cree. Es distinto y no ha aprendido a disimularlo. Le dicen que es una mujercita. Piensa que quizás eso sea verdad.
Terminó de leer su trabajo frente a la clase. Sabe cómo será el aliento de Junior Atkins contra su cara. La maestra le dice a Michael que es un gran «ciudadano estudiante». Pero no comprende por qué vuelve la cara.
10 de septiembre de 1947, la cancha de fútbol detrás del Willet Lorance Consolidated:
Michael Lander ha decidido jugar al fútbol. Está en décimo grado y sus padres ignoran la decisión que ha tomado. Pero siente que tiene que hacerlo. Quiere tener la misma deliciosa sensación que sienten sus compañeros por el deporte. Siente curiosidad por su persona. El uniforme lo vuelve maravillosamente anónimo. No consigue pensar que es él, cuando se lo pone. El décimo grado es un poco tarde para empezar a jugar al fútbol, y tiene mucho que aprender. Ante su gran sorpresa los otros son tolerantes con él. Después de unos cuantos días de práctica, los otros descubren que si bien es un novato en el juego, es capaz de pegar y quiere aprender de ellos. Es un momento feliz para él. Dura una semana. Sus padres descubren que está jugando al fútbol. Odian al entrenador, un hombre sin fe que, según se rumorea, guarda bebidas alcohólicas en su casa. El reverendo Lander forma parte actualmente de la junta de directores del colegio. Los Lander llegan al campo de juego en su Kaiser. Michael no los ve hasta que oye que lo llaman. Su madre se acerca por uno de los flancos, caminando con paso firme por el césped. El reverendo espera dentro del coche.
– Quítate ese disfraz.
Michael simula no oír. Está jugando como zaguero de línea y los demás están juntos en el serum. Asume su puesto. Cada mata de césped se destaca nítidamente ante sus ojos. El tackle frente a él tiene una marca roja en la pantorrilla.
Su madre se aproxima por el costado. Cruza la línea demarcatoria. Se acerca. Setenta kilos de furia contenida.
– Te dije que te quitaras ese disfraz y subieras al coche.
Michael pudo haberse salvado en ese momento. Pudo haberle gritado a su madre frente a todos. El entrenador podía haberlo salvado, de haber sido más rápido y temer menos por su puesto. Michael no puede permitir que los otros sigan presenciando ese espectáculo. No puede seguir más con ellos después de esto. Están intercambiando miradas entre ellos con expresiones que no puede tolerar. Se dirige corriendo hacia la casa prefabricada que utilizan como vestuario. Se oyen risas a sus espaldas.