– David Kabov, sin dirección conocida, quedó internado en el Long Island College Hospital en estado muy delicado.
– ¡Kabakov! -exclamó Fasil. Sus labios se encogieron dejando los dientes a la vista y acto seguido prorrumpió en una serie de improperios en idioma árabe. Dahlia comenzó a hablar también en árabe. Estaba pálida y recordaba el cuarto de Beirut, el cañón negro de la ametralladora apuntándola, Najeer proyectado contra la pared salpicada de sangre.
– Hablen en inglés -repitió Lander dos veces antes de que lo oyeran-. ¿Quién es ese hombre?
– No puedo estar completamente segura -dijo Dahlia inspirando profundamente.
– Pero yo sí -Fasil se agarró el puente de la nariz con el pulgar y el índice-. Es un judío asqueroso y cobarde que se presenta durante las noches para matar y matar y matar, mujeres, niños… lo mismo le da. Ese judío degenerado mató a nuestro jefe, a muchos otros y casi mata también a Dahlia. -La mano de Fasil se había movido inconscientemente hacia la cicatriz que le había dejado la bala en la mejilla durante la incursión israelí a Beirut.
El principal móvil de Lander era el odio, pero era un odio originado por heridas y locura. Este era un odio condicionado y a pesar de que Lander no podía precisar la diferencia, ni tenía plena conciencia de ella, lo hacía sentirse incómodo.
– Quizás se muera -dijo.
– Oh, sí -afirmó Fasil-. Morirá.
10
Kabakov permaneció despierto durante varias horas después de la medianoche, cuando el ruido del hospital se reduce al crujir de los uniformes almidonados, el chirrido de los zapatos con suela de goma sobre los suelos encerados, el grito de un anciano enfermo y sin dientes, que se oye desde el fondo del pasillo, llamando a Jesús en su ayuda. Estaba controlándose, como lo había hecho antes, manteniéndose despierto escuchando el movimiento en los pasillos del hospital. Estos nos amenazan con los viejos dramas de la niñez, la vejiga incontrolable y las ganas de llorar.
Kabakov no pensaba en términos de valor y cobardía. Cuando pensaba en todo ello lo hacía siguiendo ese sistema que sostiene que la psicología debe fundarse exclusivamente en el análisis de los actos objetivamente observables. Sus referencias le acreditaban la posesión de varias virtudes, algunas de las cuales suponía inexistentes. El hecho de que sus hombres lo miraran con temor le resultaba muy útil para dirigirlos, pero no era para él motivo de orgullo. Eran muchos los que habían muerto junto a él.
Había visto el coraje. Lo definiría como el hacer lo necesario, sin miramientos. Pero la palabra eficaz era necesario, no sin miramientos. Conoció dos o tres hombres que no tenían lo que se dice ni un poquito de miedo. Eran todos psicóticos. El miedo podía controlarse y guiarse. Era el secreto de un soldado con éxito.
Kabakov era capaz de reírse ante la sugestión de que era un idealista, pero tenía en su interior una dicotomía más cercana al centro de lo que se llama judaísmo. Podía ser totalmente pragmático en su punto de vista del comportamiento humano y sentir no obstante la candente mano de Dios en el mismo centro de su corazón.
Kabakov no era un hombre religioso de acuerdo a lo que se considera universalmente un hombre religioso. No había recibido instrucción para cumplir con los ritos del judaísmo. Pero desde el primer momento tuvo conciencia de ser un judío. Creía en Israel. Haría todo lo que fuera capaz de hacer y dejaría que los rabinos se ocuparan del resto.
Sentía una picazón debajo de la tela adhesiva que le sujetaba las costillas. Descubrió que torciéndose un poco conseguía que la tela adhesiva tirara en la parte que le picaba. No era tan satisfactorio como rascarse, pero era con todo un alivio. El médico, ese joven cuyo nombre no recordaba, le había preguntado varias veces sobre sus viejas cicatrices. Kabakov se rió para sus adentros al recordar cómo había molestado a Moshevsky la curiosidad del galeno. Le dijo que Kabakov era un motociclista profesional. No le contó la lucha por el paso de Mitla en 1956 ni lo ocurrido en los fortines sirios en Rafid durante el año 1967 y los otros campos de batalla menos convencionales en los que Kabakov había sido herido -como la azotea del hotel de Trípoli, los muelles de Creta donde las balas se incrustaban en las maderas- y en todos esos lugares donde se habían refugiado los terroristas árabes.
El interrogatorio del médico sobre sus viejas heridas fue lo que lo hizo pensar a Kabakov en Rachel. Ahora mientras estaba acostado en la oscuridad de su cuarto, comenzó a recordar cómo había empezado todo.
9 de junio de 1967: El y Moshevsky tirados sobre unas camillas afuera de un hospital de campaña en Galilea, mientras el viento silbaba y hacía volar la arena contra los costados de la lona, y los gritos de los heridos ahogados por el ruido del generador. Un médico cuya alta figura junto a las camillas en el suelo le hacía pensar en un ibis, cumpliendo con la ingrata tarea de decretar prioridades entre los heridos. Kabakov y Moshevsky, ambos heridos por armas cortas durante una escaramuza en las montañas sirias en la oscuridad, fueron transportados al interior del hospital de campaña, a la luz provista por lámparas de emergencia que se balanceaban junto a las lámparas de la sala de operaciones. La insensibilidad brindada por el líquido de la jeringa, el médico con la cara oculta inclinándose sobre él. Kabakov, observándolo como si fuera otra persona, sin atreverse a mirarse, sorprendido al descubrir que las manos que el médico estiró para que le colocaran los guantes esterilizados eran las de una mujer. La doctora Rachel Bauman, residente psiquiatra en el hospital Mt. Sinaí de Nueva York, convertida en cirujano de hospitales de campaña, le extrajo la bala que tenía incrustada en una vértebra del cuello.
Estaba recuperándose en un hospital de Tel Aviv cuando entró a la sala donde él estaba internado realizando una ronda de control postoperatorio. Era una mujer atractiva de alrededor de veintiséis años con pelo colorado oscuro peinado en un moño. Kabakov mantuvo los ojos fijos en ella desde que comenzó a revisar alternativamente a sus pacientes, acompañada por un médico de mayor edad, y una enfermera.
Esta levantó la sábana. La doctora Bauman no le dirigió la palabra a Kabakov. Estaba absorta en la herida, apretando la piel contigua a ella con sus dedos. El médico lo examinó también a su vez.
– Un magnifico trabajo, doctora Bauman -dijo.
– Gracias, doctor. Me dieron los más fáciles.
– ¿Usted hizo esto? -preguntó Kabakov.
Lo miró como si acabara de darse cuenta de que estaba allí.
– Así es.
– Tiene acento norteamericano.
– Soy norteamericana.
– Gracias por venir.
Una pausa, un pestañeo, y la joven se sonrojó.
– Gracias por respirar -dijo abandonando la sala. La sorpresa se reflejó en el rostro de Kabakov.
– Tonto -le dijo el otro médico-. ¿Qué le parecería si un judío le dijera «Gracias por haberse comportado durante todo el día como un judío»? -Y palmeó el brazo de Kabakov antes de alejarse también del lugar.
Una semana después volvió a verla abandonar el hospital vestido con su uniforme.
– Doctora Bauman.
– Mayor Kabakov. Me alegro de verlo salir de aquí. -Respondió sin sonreír. El viento empujó un mechón de pelo contra su cara.
– Comamos juntos.
– Gracias, pero no tengo tiempo. Debo irme. -Y acto seguido desapareció en el interior del hospital.
Kabakov estuvo ausente de Tel Aviv durante las dos semanas siguientes, restableciendo contactos con fuentes de la inteligencia a lo largo del frente sirio. Realizó una incursión exploratoria del otro lado de la línea de alto el fuego, adentrándose en una noche sin luna hasta una base siria de lanzamiento de cohetes que persistía en violar la orden de alto el fuego a pesar de la vigilancia de las Naciones Unidas. Los cohetes de fabricación rusa detonaron simultáneamente en las rampas de almacenaje, dejando un cráter en la ladera.