– David -comenzó a decir mirándolo a los ojos, quería decirte…
– Que te hace falta un trago -respondió Kabakov entregándole un vaso.
– Vuelvo a casa mañana… me dijeron que estabas aquí y no podía irme sin…
– ¿Sin bailar conmigo? Por supuesto que no.
Rachel había bailado durante los años que pasó en el kibbutz, y no le costó trabajo recordar los pasos. Kabakov tenía una extraordinaria facilidad para bailar con un vaso en la mano, consiguiendo llenarlo en medio de los giros y bebieron de él por turnos. Acercó su otra mano a la espalda de la joven y le quitó las horquillas con que sujetaba el moño. El pelo cayó como un manto colorado oscuro cubriéndole parte de la espalda y enmarcando sus mejillas, una enorme cantidad de pelo mucho mayor de lo que Kabakov había imaginado. El vino estimuló a Rachel y su risa se mezcló con el baile. Lo demás, el dolor y la mutilación en la que había estado sumergida, parecían muy lejanos.
De repente se hizo muy tarde. El ruido había disminuido y muchos de los comensales habían partido sin que Kabakov o Rachel se dieran cuenta. Quedaban solamente unas pocas parejas bailando debajo de la parra. Los músicos estaban dormidos, sus cabezas apoyadas sobre una mesa junto a la tarima de la orquesta. Los bailarines bailaban muy juntos al compás de una vieja canción de Edith Piaf tocada por el tocadiscos tragamonedas situado junto al bar. La terraza estaba cubierta de flores marchitas y de colillas de cigarrillos y llena de charquitos de vino. Un soldado muy joven que tenía una pierna enyesada apoyada sobre una silla cantaba acompañando al disco, sujetando una botella bajo el brazo. Era tarde, muy tarde, era esa hora en que la luna palidece y los objetos parecen endurecerse con esa media luz para recibir el peso del día. Kabakov y Rachel se movían apenas al compás de la música. Se detuvieron por completo, sintiendo el calor de sus cuerpos. Kabakov besó una gota de sudor que caía por el cuello de la muchacha y que sabía a agua de mar. El aire entibiado y perfumado por ella ascendió hasta rozar sus ojos y su cuello. Ella trastabilló, dio un paso para recuperar el equilibrio, rozando su muslo contra el de su compañero, rodeándolo, apretándolo, recordando absurdamente la primera vez que había apoyado su mejilla contra el tibio cuello de un caballo.
Se separaron lentamente, formando una profunda V que dejaba pasar la luz entre ellos, y se alejaron caminando en ese tranquilo amanecer, agarrando Kabakov una botella de coñac al pasar junto a una mesa. El césped húmedo mojó los tobillos de Rachel al subir por el camino de la ladera y vieron detalles de las piedras y de la maleza con esa extraña y clara visión resultante de una noche de vigilia.
Contemplaron la salida del sol, sentados de espaldas contra una roca. Kabakov pudo apreciar a la clara luz del día las pequeñas imperfecciones de su tez, las pecas, las líneas de fatiga debajo de sus ojos, los pómulos salientes. La deseaba mucho y el tiempo se le iba de las manos.
La besó durante varios minutos, abrigada su mano por el espeso manto de pelo. Una pareja bajó por el sendero desde el matorral de arriba, intimidados por la luz, sacudiéndose las hojas de sus ropas. Tropezaron con los pies de Kabakov y Rachel sentados junto a la senda y pasaron de largo, inadvertidos.
– David, estoy patitiesa -dijo Rachel finalmente arrancando una brizna de hierba-. Sabes que no tenía intenciones de dar cuerda a todo esto, supongo.
– ¿Patitiesa? ¿Dar cuerda?
– Inquieta, alarmada. Es argot.
– Bueno, yo… -Kabakov trató de decir una frase bonita pero refunfuñó para sus adentros. La muchacha le gustaba. La charla no servía de nada. Al demonio con tanta charla. Siguió hablando-: Calzoncillos manchados y vagos remordimientos son tonterías de quinceañeros. Ven conmigo a Haifa. Puedo conseguir una semana de licencia. Quiero que me acompañes. Hablaremos sobre tus responsabilidades durante la próxima semana.
– La próxima semana. Entonces quizás no tenga ya ningún sentido de responsabilidad. Tengo obligaciones que cumplir en Nueva York. ¿Qué podría cambiar tanto en una semana?
– Romper los elásticos de una cama y tirarse al sol mirándonos el uno al otro podría ser todo un cambio.
Se volvió rápidamente.
– No te hagas la estrecha, tampoco.
– No me hago la estrecha -respondió la joven.
– Deja de decir cosas como hacerse la estrecha entonces. Da la impresión de que realmente lo fueras -sonreía ampliamente. Ella retribuyó su sonrisa y luego se hizo un incómodo silencio.
– ¿Volverás? -preguntó Kabakov.
– No pronto. Tengo que terminar mi residencia. A menos que haya guerra otra vez. Pero para ti no ha cesado ni un segundo, ¿verdad David? Nunca termina para ti.
No le respondió.
– Es gracioso, David. Se supone que las mujeres tienen vidas simples y sencillas, pero los hombres deben cumplir con el Deber. Lo que yo hago es valioso e importante. Y si digo que es mi deber es porque quiero que así lo sea, pues entonces es tan real como un uniforme. No «hablaremos de eso la semana que viene.»
– Muy bien -dijo Kabakov-, ve a cumplir con tu deber.
– No te hagas el estrecho, tampoco.
– No me hago el estrecho.
– David, gracias por tu proposición. Te propondría lo mismo si me fuera posible. Ir a Haifa. O a cualquier otro lugar y romper los elásticos de la cama. -Una pausa y luego agregó-: Adiós, mayor David Kabakov. No me olvidaré de ti.
Y echó a correr por el sendero. No se dio cuenta de que lloraba hasta que su jeep tomó velocidad y el viento desparramó las lágrimas mojando sus mejillas. Lágrimas secada por el viento siete años atrás en Israel.
Una enfermera entró al cuarto de Kabakov interrumpiendo el hilo de sus pensamientos y las paredes del hospital se cerraron nuevamente sobre él. Llevaba una píldora en un vasito de papel.
– Ahora me retiro, señor Kabakov -dijo la enfermera-. Lo veré mañana por la tarde.
Kabakov miró su reloj. Moshevsky debería haber llamado desde el albergue a estas horas, era ya cerca de medianoche.
Dahlia Iyad observaba desde el coche aparcado al otro lado de la calle el grupo de enfermeras del último turno que entraban por la puerta del frente del hospital. Ella también consultó en su reloj. Y luego se marchó.
11
En el preciso momento en que Kabakov tomaba la píldora, Moshevsky estaba parado en la puerta del Boom-Boom Room, el club nocturno del Mt. Murray Lodge, mirando a la concurrencia con el ceño fruncido. El viaje de tres horas por el estrecho camino nevado que conducía a las montañas Pocono había resultado agotador y lo había puesto de mal humor. Tal como lo había supuesto, en el registro de pasajeros no figuraba nadie que se llamara Rachel Bauman. No la había visto entre los que estaban comiendo en el piso de abajo a pesar de que su vigilancia había llamado la atención del maître que se le acercó tres veces para ofrecerle una mesa. La orquesta del Boom-Boom Room era muy ruidosa pero bastante buena y el animador del hotel actuaba como maestro de ceremonias. Un reflector móvil iluminaba por turno las mesas y sus ocupantes saludaban frecuentemente al ser enfocados por el haz de luz.
Rachel Bauman, que estaba sentada en compañía de su novio y de otra pareja que conocieron en el hotel, no agitó su mano al ser blanco de luz. Encontraba que ese hotel era feo y que no tenía ni siquiera buena vista. Le parecía que las Poconos eran unas montañas pequeñas e insípidas. La concurrencia tampoco era de su agrado. Numerosos anillos de compromiso y de boda de rebuscados diseños centelleaban en el cuarto como una opaca constelación. Eso la deprimía porque le hacía recordar que había consentido, en cierto modo, en casarse con el buen mozo y joven abogado sentado junto a ella. No era el tipo de hombre que iba a interferir con su vida.