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Si no lo apresaban en el lugar del despegue, la mejor posibilidad de escapar era secuestrar un avión y dirigirse a un país vecino. Pero en el aeropuerto de Lakefront, una propiedad privada en las márgenes del lago Pontchartrain, no había vuelos de pasajeros a larga distancia. Podría apoderarse de un avión privado con suficiente autonomía de vuelo como para llegar a Cuba, pero eso tampoco resultaría. Cuba no era un refugio en el que podía confiarse. Fidel Castro era duro con los piratas aéreos y si los norteamericanos se enfurecían, entregarían a Fasil sin más trámite. Además no contaba con la ventaja de un avión repleto de rehenes, y ninguna máquina particular era lo suficientemente veloz como para escapar de los cazas norteamericanos que se presentarían rugiendo desde numerosas bases costeras.

No, no tenía ninguna intención de caer en el golfo de México metido dentro de una cabina llena de humo, sabiendo que todo habría terminado en cuanto el agua lo rodeara y lo tragara. Eso sería una estupidez. Fasil era lo suficientemente fanático como para morir contento si ello era necesario para satisfacer su ego, pero no estaba dispuesto a morir estúpidamente.

Aun si conseguía escapar de la ciudad y llegar al aeropuerto internacional de Nueva Orleans, no había vuelos comerciales con suficiente autonomía como para llegar a Libia sin cargar combustible, y las probabilidades de llenar los tanques y escapar otra vez con éxito eran remotas.

El Templo de la Guerra se enfurecería como no lo había hecho desde Pearl Harbor. Fasil recordó las palabras del almirante japonés después del bombardeo de Pearclass="underline" «Temo que hemos despertado a un gigante dormido y le hemos infundido una terrible resolución».

Lo detendrían cuando se detuvieran a cargar combustible -si es que conseguía despegar en primer lugar. Posiblemente el tráfico aéreo sería paralizado minutos después de la explosión.

A Fasil le resultaba evidente que su lugar estaba en Beirut, dirigiendo un nuevo ejército de guerrilleros que acudirían en masa hacía él después de su triunfo. Si moría en Nueva Orleans fallaría en su deber para con la causa.

Resumiendo. Lander tenía evidentemente las condiciones para cumplir con el papel de técnico del golpe. Después de haberlo visto, Fasil quedó convencido de que estaba dispuesto a hacerlo. Dahlia parecía ejercer control sobre él. Quedaba solamente el problema del empleo de la fuerza física en el aeropuerto en el último momento. Si Fasil lograba encontrar una solución para ese problema, su presencia no sería necesaria. Podía estar esperando tranquilamente en Beirut con un micrófono en la mano. Una comunicación con Nueva York vía satélite pondría su imagen y su voz en las pantallas de televisión de todo el mundo en cuestión de minutos. Ofrecería una conferencia de prensa. Y se convertiría en un abrir y cerrar de ojos en el árabe más importante del mundo entero.

Lo único que se necesitaría sería un par de buenos pistoleros en el aeropuerto de Nueva Orleans, contratados en el último momento, bajo las órdenes de Dahlia e ignorando su misión hasta entrar en acción. Eso podría conseguirse. Fasil había tomado una decisión. Se quedaría hasta ver terminada la barquilla, se encargaría de que llegara a Nueva Orleans. Y entonces se iría.

A Fasil le parecía que Lander no progresaba lo suficientemente rápido en la fabricación de la inmensa bomba. Lander había solicitado la mayor cantidad de explosivos que podía transportar el dirigible, incluida la metralla, bajo condiciones ideales. No había esperado en realidad conseguir todo lo que había pedido. Y ahora que estaba en su poder pensaba utilizarlo en su totalidad. El problema residía en el peso y en las condiciones meteorológicas. ¿Qué tiempo haría en Nueva Orleans el 12 de enero? El dirigible podía volar bajo las mismas condiciones atmosféricas en que podía jugarse un partido de fútbol, pero la lluvia significaba un peso extra y en Nueva Orleans había llovido el año anterior mil setecientos cincuenta milímetros, muchísimo más que el promedio nacional. Un simple rocío que cubriera la gran superficie del dirigible pesaría más de doscientos kilos, cantidad que debería deducirse de su fuerza ascensional. Lander había calculado cuidadosamente la fuerza ascensional y estaría exigiendo el máximo a la aeronave cuando se elevara hacia el cielo transportando su carga mortífera. Si llegaba a ser un día claro con sol, podía contar con la ayuda del efecto de «recalentamiento», peso extra ganado al ser superior la temperatura del helio dentro de la nave, que la del aire externo. Pero si no tomaba medidas, la lluvia podía arruinar toda la operación. Cuando estuviera listo para ascender, parte del personal de tierra habría sido asesinado y no podía demorarse ni un segundo en despegar. El dirigible debía elevarse lo más rápidamente posible. Había partido en dos la barquilla calculando la eventualidad de una lluvia, de modo que parte de ella podría dejarse atrás si el tiempo no era bueno. Era una pena que Aldrich no utilizara uno de los dirigibles del surplus de la marina en lugar de este más pequeño, pensó Lander. Había pilotado aeronaves de la marina cargadas con seis toneladas de hielo, gruesas capas que descendían por los costados y caían formando una cascada cuando el dirigible llegaba a zonas de aire más caliente. Pero esos ejemplares desaparecidos hacía ya mucho tiempo, eran ocho veces más grandes que el dirigible de Aldrich.

El equilibrio debía ser prácticamente perfecto en la totalidad o tres cuartas partes de la barquilla. Lo que significaba tener lugares opcionales para el montaje del marco. Esos cambios habían tomado tiempo, pero no tanto como Lander había temido. Le quedaba un poco más de un mes antes de la fecha del partido. De ese mes perdería la mayor parte de las últimas dos semanas volando sobre otros partidos de fútbol. Lo que le dejaba diecisiete días de trabajo. Podía realizar todavía su último perfeccionamiento.

Puso sobre su mesa de trabajo una gruesa capa de fibra de vidrio de cinco por siete pulgadas y una pulgada y media de espesor. La plancha estaba reforzada con malla de alambre y combada en dos partes, como una tajada de melón. Calentó un pedazo del explosivo plástico y le dio la misma forma de la capa de fibra de vidrio, aumentando cuidadosamente el espesor del plástico desde el centro hacia los extremos.

Lander sujetó el plástico a la parte convexa de la lámina de fibra de vidrio. El artefacto parecía ahora un libro combado forrado de un solo lado. Encima del explosivo plástico colocó tres capas de una tela engomada, de las que se utilizan para los colchones de enfermos. Encima de todo eso puso un pedazo de una lona liviana erizada de dardos para rifle calibre 177. Los dardos estaban apoyados sobre sus bases chatas, pegados a la lona y más juntos entre sí que los clavos de la cama de un fakir. Al estirarse la tela sobre la superficie convexa del artefacto, las agudas puntas de los dardos se separaban ligeramente entre sí. Esta divergencia era el objeto de la comba del aparato, era necesaria para que los dardos recorrieran una trayectoria determinada al ser disparados. Lander había estudiado cuidadosamente la balística. La forma de los dardos contribuiría a estabilizarlos durante su vuelo, tal como las flechitas de acero utilizadas en Vietnam.

Agregó enseguida otras tres cubiertas de lona tapizadas de dardos. Las cuatro capas contenían en total, novecientos cuarenta y cuatro dardos. Lander había calculado que a una distancia de cincuenta y cinco metros cubrirían un área de noventa metros cuadrados, cayendo un dardo cada nueve centímetros cuadrados con la velocidad de una poderosa bala de rifle. Nada podría quedar con vida en la zona del impacto. Y éste era solamente el pequeño modelo de prueba. El verdadero, que colgaría debajo del dirigible, tenía una superficie y un peso trescientos diecisiete veces mayor y alcanzaba un promedio de 3,5 dardos por cada una de las ochenta mil novecientas ochenta y cinco personas que podía albergar sentadas el estadio de Tulane.