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– Busca entonces a Sofía Yusuf.

– Adelante.

Fasil habló rápidamente. Sabía que el libio no permanecería mucho tiempo en el teléfono.

– Necesito un piloto capaz de manejar un helicóptero de carga modelo Sikorsky S-58. Prioridad absoluta. Debe presentarse en Nueva Orleans dentro de seis días. Debe ser sacrificable -Sabía que estaba pidiendo algo extremadamente difícil. Sabía también que Al Fatah disponía de grandes recursos en Benghazi y Trípoli. Prosiguió rápidamente antes de que el oficial pusiera objeciones-. Es similar a las máquinas rusas utilizadas en la represa de Assuan. Lleve la petición al más alto nivel. El más alto. Estoy investido de la autoridad de Once -Once era Hafez Najeer.

La voz del otro extremo era suave, como si el hombre tratara de susurrar en el teléfono.

– Quizá no encuentre semejante hombre. Me parece muy difícil. Seis días es muy poco tiempo.

– Si no lo consigo para entonces no me servirá de nada. Se perderá mucho. Me es absolutamente necesario. Llámeme dentro de veinticuatro horas al otro número. Prioridad absoluta.

– Comprendo -dijo la voz a diez mil kilómetros de distancia. La línea enmudeció.

Fasil se alejó del teléfono y salió de la terminal con paso rápido. Era muy peligroso comunicarse directamente con el Oriente Medio, pero el escaso tiempo de que disponía justificaba correr el riesgo. La petición de un piloto era difícil de satisfacer. No había ninguno entre los fedayines. Manejar un helicóptero de carga con un objeto pesado suspendido debajo de él requiere una gran habilidad. No abundan los pilotos capaces de hacerlo. Pero los libios habían ayudado anteriormente a Septiembre Negro. ¿Acaso el coronel Khadafy no había cooperado con el ataque de Khartoum? Las armas utilizadas para asesinar a los diplomáticos norteamericanos habían sido metidas en el país por un diplomático libio. El tesoro de Libia facilita anualmente treinta millones de dólares a Al Fatah. ¿Cuánto podía valer un piloto? Fasil tenía razón en no perder las esperanzas. ¡Si consiguieran encontrarlo pronto!

El límite de seis días impuesto por Fasil no era estrictamente exacto, ya que faltaban dos semanas hasta el Super Bowl. Pero iba a ser necesario modificar la bomba para poder transportarla en otra máquina diferente a la original, y necesitaba tiempo y la experimentada ayuda del piloto.

Fasil comparó las posibilidades de encontrar un piloto y el riesgo inherente a pedir uno, contra el magnífico resultado que podía obtenerse de encontrarlo. Consideró que valía la pena correr el riesgo.

¿Y si su telegrama, aparentemente inocente, llegaba a ser examinado por las autoridades de los Estados Unidos? ¿Qué pasaría si el judío Kabakov conocía el número de código utilizado para los teléfonos? Fasil pensó que eso no era muy probable, pero no le impidió sentirse incómodo. Era indudable que las autoridades estaban buscando el plástico, pero no conocían la naturaleza de la misión. No había nada que los hiciera pensar en Nueva Orleans.

Se preguntó para sus adentros si Lander seguiría delirando. Tonterías. La gente no delira ya por fiebre alta. Pero los locos desvarían a veces, con o sin fiebre. Dahlia lo mataría a la primera indiscreción.

En ese momento ocurrían en Israel una serie de cosas que harían sentir mucho más su peso en la petición de Fasil que cualquier influencia del fallecido Hafez Najeer. Catorce pilotos israelíes subían a bordo de siete Phantom caza-bombarderos F-4 en una base aérea de Haifa. Corrieron por la pista, distorsionando el calor el aire detrás de ellos, como un vidrio resquebrajado. Avanzaron de a dos por el asfalto y ascendieron al cielo dando un largo giro que los condujo sobre el Mediterráneo, hacia el Oeste, rumbo a Tobruk, Libia, al doble de la velocidad del sonido.

Era una incursión en represalia. Humeaban todavía los escombros de la casa de apartamentos de Rosh Pina destruida por cohetes rusos Katyusha, suministrados a los fedayines por Libia. Está vez la represalia no sería contra las bases de los fedayines en el Líbano y Siria. Esta vez sufrirían las consecuencias los proveedores.

El jefe de la escuadrilla divisó a los treinta y nueve minutos de despegar un carguero libio. Estaba exactamente en el lugar que les había indicado el Mossad, a dieciocho millas de Tobruk rumbo al Este, cargado con armas para los guerrilleros. Pero tenían que tener la absoluta certeza. Cuatro Phantoms permanecieron en lo alto para cubrir a los otros del fuego antiaéreo árabe. Los otros tres se lanzaron en picada. El guía aceleró a doscientos nudos, y pasó sobre el barco a dieciocho metros de altura. No estaban equivocados. Los otros tres se lanzaron entonces hacia el barco, descargaron sus bombas y ascendieron velozmente otra vez. No resonaron gritos de victoria en las cabinas cuando el barco se incendió. Los israelitas escudriñaron esperanzadamente el cielo durante el viaje de regreso. Se sentirían mucho mejor si vieran aparecer los MIG.

El Comando revolucionario de Libia fue presa de una terrible ira de resultas del ataque israelí. Nunca se sabrá quién de entre ellos estaba enterado del golpe programado por Al Fatah en los Estados Unidos. Pero un engranaje se puso en marcha en los iracundos pasillos de Benghazi.

Los israelitas habían atacado con aviones que les habían dado los norteamericanos.

Ellos eran los que habían dicho: «Los proveedores sentirán las consecuencias».

Así sería.

20

– Le dije que podía irse a la cama pero respondió que tenía órdenes de entregarle personalmente la caja -le explicó a Kabakov el coronel Weisman, agregado militar, mientras se dirigían al salón de reuniones de la embajada israelí.

El joven capitán cabeceaba en su silla cuando Kabakov abrió la puerta. Se puso en pie de un salto.

– Mayor Kabakov. Soy el capitán Reik. El paquete de Beirut, señor.

Kabakov hizo un esfuerzo por sofocar la urgente necesidad de abrir la caja y revisar su contenido. Reik había realizado un largo viaje.

– Lo recuerdo muy bien, capitán. Usted estaba a cargo del mortero en Qanaabe. -Se estrecharon la mano demostrando gran entusiasmo el más joven de los dos.

Kabakov se dirigió a la mesa donde había depositado la caja de cartón. Medía sesenta centímetros de largo por treinta de profundidad y estaba atada con un cordel. Sobre la tapa podía leerse escrito en idioma árabe: «Pertenencias personales de Abu Ali, calle Verdun 18, fallecido. Expediente 186047. Debe conservarse hasta el 23 de febrero». En uno de los ángulos de la caja podía apreciarse un gran agujero. El agujero de una bala.

– El Servicio de Inteligencia la revisó en Tel Aviv -dijo Reik-. Había polvo en los nudos. Dedujeron que no había sido abierta desde bastante tiempo atrás.

Kabakov quitó la tapa y desparramó el contenido sobre la mesa. Un reloj despertador con el cristal roto. Dos frascos de pastillas. Una chequera. Un cargador para una pistola automática Llama -Kabakov estaba seguro de que la pistola había sido robada-, un estuche para gemelos, unos anteojos torcidos, y unos cuantos periódicos. Indudablemente la policía se había incautado de todos los artículos valiosos y lo que quedaba había sido cuidadosamente revisado por Al Fatah.

Kabakov se sintió muy desilusionado. Esperaba que por una vez el obsesivo secreto de Septiembre Negro se volvería en contra de dicha organización terrorista, que la persona designada para revisar las pertenencias de Abu Ali no supiera distinguir lo peligroso de lo inofensivo, y pasar por alto entonces una clave fundamental. Miró a Reik y le dijo:

– ¿Cuál fue el precio de esto?

– Yoffee fue herido superficialmente en el muslo. Le envió un mensaje, señor, dijo…-El capitán tartamudeó.

– Prosiga.

– Dijo que le debía una botella de Remy Martin y… que no se le ocurriera mandarle ese pis de cabra con que los convidó en Kuneitra, señor.

– Comprendo- respondió Kabakov sonriendo a pesar de todo. Por lo menos esa colección de porquerías no había costado ninguna vida.