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– ¿Qué dijeron los del Servicio Secreto?

– Biggs no hace promesas estúpidas. Está esperando a ver qué pasa con este piloto. No piensa invitar a nadie a ver el partido y yo tampoco. Prométeme que no pisarás el estadio.

– De acuerdo, David.

– Háblame ahora sobre Nueva Orleans -agregó sonriendo.

La comida fue magnífica. Se instalaron junto a la ventana y Kabakov se tranquilizó por primera vez en el día. Nueva Orleans resplandecía afuera, junto a la curva del río, y dentro estaba Rachel, sus rasgos suavizados por la luz de las velas contándole que su padre la había traído una vez allí cuando era una niña y cómo se había sentido de importante cuando la llevó a comer a Antoine's, donde un mozo colocó con gran tacto un almohadón sobre su asiento al verla entrar.

Ambos planearon una gran comida en Antoine's para la noche del 12 de enero, o para el día en que él terminara su misión. Se acostaron en la gran cama saturados de Beaujolais y llenos de maravillosos planes. Rachel se durmió sonriendo.

Se despertó a medianoche y vio a Kabakov apoyado contra la cabecera. Cuando se movió la acarició distraídamente y comprendió que estaba pensando en otra cosa.

El camión que transportaba la bomba entró a Nueva Orleans el 31 de diciembre exactamente a las once de la noche. El conductor avanzó por la carretera nacional 10 hasta pasar el Superdome y llegar al cruce con la 90, dobló entonces en dirección al Sur y se detuvo cerca del muelle situado en la calle Thalia, debajo del puente del Missisipi, zona totalmente desierta a esa hora de la noche.

– Este es el lugar -le dijo el chofer a su acompañante-. Te juro que no veo ni un alma. El muelle está todo cerrado.

Una voz junto a su oreja sorprendió al chofer.

– En efecto, este es el lugar -dijo Fasil subiéndose al estribo-. Aquí están los papeles. Ya firmé el recibo -Fasil inspeccionó los precintos de la parte posterior del camión mientras el chofer revisaba los documentos con su linterna. Estaban intactos.

– Amigo, ¿no nos podría acercar al aeropuerto? Quisiéramos alcanzar el último vuelo a Newark.

– Lo siento pero no puedo -respondió Fasil-. Los acercaré a un taxi.

– Cielo santo, el viaje hasta el aeropuerto nos va a costar diez dólares.

Fasil no quería una discusión. Le dio los diez dólares al hombre y los dejó a una manzana de la parada de taxis más próxima. Sonrió y silbó desatinadamente entre sus dientes mientras volvía al garaje. No había dejado de sonreír durante todo el día, desde que la voz que habló por el teléfono público del hotel Monteleone le comunicó que el piloto estaba en camino. Su mente era un hervidero de planes y tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en el volante.

Lo primero que debía hacer era establecer un dominio absoluto sobre el tal Awad. Debía temerlo y respetarlo. Eso era fácil de conseguir. Debería luego ponerlo al tanto de todos los detalles, e inventar una explicación convincente de la forma en que escaparían después del atentado.

El plan de Fasil estaba basado en su mayor parte en lo que había aprendido en el Superdome. El helicóptero Sikorsky S-58 que le había llamado la atención era una máquina veterana, vendida como sobrante por el ejército de Alemania Occidental. No podía compararse con. los modernos Skycranes, ya que su capacidad de carga era de dos mil kilos, pero era más adaptable a los fines de Fasil.

Para poder levantar una carga son necesarias tres personas: el piloto, el que se tira sobre el suelo y el jefe de cargas, según había aprendido Fasil al observar los trabajos en el Superdome. El piloto mantiene la máquina sobre la carga. Es guiado por el que está tirado sobre el suelo en la parte posterior del fuselaje, mirando directamente a la carga y comunicándose con el piloto por medio de auriculares sujetos a su cabeza.

El jefe de cargas está en tierra. Es el que sujeta la carga al gancho. Los hombres que están en el helicóptero no pueden cerrar el gancho por control remoto. Debe hacerse desde tierra. En un caso de emergencia, el piloto puede dejar caer instantáneamente la carga apretando un botón colorado en la palanca de controles. Fasil se enteró de esto conversando con el piloto durante un breve descanso en su trabajo. Este resultó ser bastante simpático, un negro con ojos claros y separados, ocultos tras unas gafas oscuras. Era posible que si le presentaba otro colega, accediera a que Awad lo acompañara durante un vuelo. Sería una magnífica oportunidad para que Awad se familiarizara con la cabina y los controles.

Fasil esperaba que Awad resultara ser un tipo simpático.

El domingo del Super Bowl, mataría inmediatamente al piloto de un tiro y a cualquier otro que se le cruzara en el camino. Awad y Dahlia se encargarían de trabajar dentro del helicóptero mientras él cumplía en tierra con el trabajo de jefe de carga. Dahlia se encargaría de que la máquina estuviera situada correctamente sobre el estadio y mientras Awad esperaba la orden de echar la barquilla, ella soltaría el gancho de debajo del helicóptero. Fasil no dudaba de que Dahlia sería capaz de cumplir con esa tarea.

Lo que le preocupaba era el botón colorado. Debería hacerlo inoperante. Si Awad se ponía nervioso y dejaba caer el artefacto, se perdería el efecto. No había sido diseñado para dejarse caer. Una atadura en el gancho que sujetaba la carga sería suficiente. Debería atarse fuertemente la carga al gancho en el último momento, justo antes del despegue, para que Awad no pudiera ver lo que transportaba debajo de la máquina. Fasil no podía confiar en un guerrillero importado para cuidar de ese detalle. Por ese motivo él debía ser el supervisor de la carga.

El riesgo era aceptable. Tendría mucha más protección que la que hubiera tenido en el aeropuerto de Lakefront con el dirigible. Tendría que enfrentarse con obreros indefensos en lugar de tener que vérselas con la policía del aeropuerto. Cuando ocurriera la explosión, él estaría próximo a los límites de la ciudad, rumbo a Houston y un avión hacia la ciudad de Méjico.

Awad pensaría hasta el último momento que Fasil lo esperaba con un coche en Audubon Park, más allá del estadio.

Aquí estaba el garaje, ligeramente apartado de la calle tal como lo había descrito Dahlia. Una vez adentro y habiendo asegurado la puerta, Fasil abrió la parte de atrás del camión. Todo estaba en orden. Probó el motor del elevador a horquilla. Arrancó inmediatamente. Perfecto. Tan pronto llegara Awad y pudiera terminar los preparativos, sería el momento de llamar a Dahlia, ordenarle matar al norteamericano y venir a Nueva Orleans.

23

Lander lanzó un quejido y se movió en su cama del hospital. Dahlia Iyad dejó el plano de Nueva Orleans que estudiaba concienzudamente y se puso de pie. Se le había dormido una pierna. Renqueó hasta llegar junto a la cama y colocó su mano sobre la frente de Lander. Su piel quemaba. Le pasó un lienzo frío por las sienes y las mejillas y cuando su respiración tomó un ritmo constante, regresó nuevamente a su asiento junto a la luz.

Un cambio curioso se registraba en Dahlia cada vez que se aproximaba a la cama. Sentada en su silla con el mapa, pensando en Nueva Orleans, podía mirar a Lander con la mirada fría y firme de un gato, una mirada llena de posibilidades, determinadas todas y cada una solamente por su voluntad. Su cara denotaba ternura y preocupación cuando se acercaba al lecho del enfermo. Ambas expresiones eran auténticas. Nadie tuvo jamás una enfermera más solícita y peligrosa que Dahlia Iyad.

Durmió durante cuatro días en un catre del hospital de Nueva Jersey. No se atrevía a dejarlo por miedo a que delirara y hablara sobre la misión. Deliró varias veces, pero sobre Vietnam y personas que no conocía. Y sobre Margaret. Se pasó una tarde entera repitiendo:

– Tenías razón, Jergens.

No sabía si había perdido la razón. Sabía que faltaban doce días para la fecha del atentado. Estaba dispuesta a hacerlo si lograba salvarlo. Si no, bueno, moriría de todas formas. Una alternativa no era peor que la otra.