Sabía que Fasil tenía prisa. Pero la prisa puede resultar peligrosa. Si Lander no estaba en condiciones de volar y el nuevo arreglo de Fasil no le gustaba, lo eliminaría. La bomba era demasiado valiosa para desperdiciarla en una operación organizaba a toda prisa en el último minuto. Valía mucho más que Fasil. No le perdonaría jamás el haber tratado de esquivar el bulto en Nueva Orleans. Sus rodeos no fueron la consecuencia de una falta de valor como el caso del japonés que mató antes del atentado en el aeropuerto de Lod. Fueron el resultado de una ambición personal, y eso era mucho peor.
– Esfuérzate, Michael -susurró-. Trata con todas tus fuerzas.
Durante las primeras horas de la mañana del primero de enero, agentes federales y la policía local registraron los aeropuertos que circundaban Nueva Orleans: Houma, Thibodaux, Slidell, Hammond, Greater St. Tammany, Gulfport, Stennis International y Bogalusa. Sus informes no cesaron de llegar durante toda la mañana. Nadie había visto a Fasil ni a la mujer.
Corley, Kabakov y Moshevsky se dedicaron al aeropuerto internacional de Nueva Orleans y al de Lakefront, pero sin éxito. El viaje de regreso a la ciudad fue bastante tétrico. Corley, encargado de verificar por la radio, fue informado de que todas las comunicaciones de la aduana en los lugares de acceso al país y todos los datos suministrados por Interpol eran negativos. No había rastros del piloto libio.
– Ese desgraciado puede estar rumbo a cualquier parte -dijo Corley al apretar a fondo el acelerador en la autopista.
Kabakov miraba por la ventanilla en un silencio lleno de amargura. El único despreocupado era Moshevsky. La noche anterior había presenciado la última función del Hotsy-Totsy Club de Bourbon Street en lugar de irse a la cama, y en esos momentos dormía plácidamente en el asiento de atrás.
Giraron en Poydras rumbo al edificio federal cuando apareció el helicóptero sobre los edificios circundantes, como un gran pájaro ahuyentado de su nido, planeando sobre el Superdome con un objeto pesado y cuadrado colgando debajo del fuselaje.
– Epa, epa, epa, David -dijo Corley. Se inclinó sobre el volante para observar por el parabrisas y clavó los frenos. El coche que venía detrás hizo sonar la bocina indignado y lo pasó por la derecha, profiriendo su conductor toda clase de insultos del otro lado de la ventanilla.
El corazón de Kabakov dio un salto al ver la máquina y siguió latiendo aceleradamente. Sabía que era demasiado temprano todavía para tratarse del atentado, y pudo advertir que el objeto que estaba suspendido debajo del helicóptero era una pieza de maquinaria, pero la visión coincidía perfectamente con la imagen fabricada en su mente.
El lugar de aterrizaje quedaba hacia el Este del Superdome. Corley estacionó el coche a cien metros de distancia, junto a un montón de vigas.
– Si Fasil está vigilando el lugar será mejor que no lo reconozca -dijo Corley-, buscaré unos cascos.- Desapareció en la construcción y volvió con tres cascos de plástico amarillo y unas antiparras.
– Coge unos prismáticos y sube a la cúpula, allí donde puede verse el lugar de aterrizaje desde esa abertura -le dijo Kabakov a Moshevsky-. Ocúltate del sol y vigila las ventanas del otro lado de la calle, a cualquier altura y en el perímetro de la zona de carga.
Moshevsky se puso en marcha al escuchar la última palabra.
El personal terrestre arrastró otra carga hacia el helipuerto y la máquina comenzó el descenso para recogerla, balanceándose suavemente. Kabakov entró a la casilla situada al borde de la pista y miró por la ventana. Cuando Corley se acercó el director de cargas estaba protegiéndose los ojos con su mano del reflejo del sol y daba órdenes por una radio.
– Pídale al helicóptero que baje, por favor -dijo Corley disimulando su chapa de identificación entre las manos de modo que solamente el jefe de cargas pudiera verla. Este miró la chapa y levantó luego la vista hacia Corley.
– ¿Qué pasa?
– ¿Le dirá que baje?
El jefe de cargas habló por su radio e impartió una orden a gritos al personal terrestre. Arrastraron la gran bomba refrigerante de la pista y volvieron sus caras para evitar el polvo que volaba mientras la máquina se posaba torpemente en tierra. El jefe hizo una señal con su mano como si estuviera serruchando la muñeca y luego lo llamó. El gran rotor disminuyó la velocidad de sus giros hasta detenerse por completo.
El piloto dio media vuelta en su asiento y se dejó caer a tierra. Estaba vestido con un traje azul de la aviación de la marina, tan gastado que sus rodillas y codos parecían blancos.
– ¿Qué pasa, Maginty?
– Este sujeto quiere hablar contigo -dijo el jefe de cargas.
El piloto examinó la credencial de Corley. Kabakov no advirtió reacción alguna en su cara morena.
– ¿Le importa si entramos a la casilla? ¿Podría acompañarnos, señor Maginty?
– Bueno -respondió el jefe de cargas-. Pero no olvide que esta batidora le cuesta quinientos dólares por hora a la compañía de modo que le agradecería que fuera lo más breve posible.
Corley sacó la fotografía de Fasil una vez que estuvieron dentro de la desordenada casilla.
– Han visto…
– ¿Por qué no se presentan primero? -dijo el piloto-. Es lo correcto, y total, a Maginty sólo le costará doce dólares por el tiempo perdido.
– Sam Corley.
– David Kabakov.
– Me llamo Lamar Jackson -respondió estrechándoles las manos con solemnidad.
– Es un asunto relativo a la seguridad de la nación -dijo Corley. Kabakov creyó advertir un dejo de diversión en los ojos del piloto ante el tono de Corley-. ¿Han visto a este hombre?
Jackson arqueó las cejas al ver la fotografía.
– Sí, hace tres o cuatro días. Mientras ustedes sujetaban una viga al guinche para cabriadas, Maginty. ¿Quién es, de todos modos?
– Un fugitivo. Lo estamos buscando.
– Bueno, pues entonces quédense por aquí. Dijo que pensaba volver.
– ¿Eso dijo?
– Así es. ¿Cómo se les ocurrió buscarlo aquí?
– Porque ustedes tienen lo que él necesita -respondió Corley-. Un helicóptero.
– ¿Para qué lo quiere?
– Para lastimar a muchas personas. ¿Cuándo dijo que volvería?
– No lo dijo. Para decirle la verdad no le presté mucha atención. Era un tipo siniestro tratando de hacerse simpático, ¿comprende? ¿Qué fue lo que hizo? En fin, como ustedes dijeron que era peligroso…
– Es un psicópata y un criminal, un fanático político -acotó Kabakov-. Ha cometido muchos crímenes. Pensaba matarlo a usted y robar el helicóptero en el momento oportuno. Cuéntenos qué pasó.
– Dios mío -exclamo Maginty secándose la cara con un pañuelo-. Esto no me gusta nada -Miró rápidamente hacia el exterior por la puerta de la casilla como si esperara ver aparecer al loco.
Jackson sacudió la cabeza como si estuviera tratando de convencerse de que estaba realmente despierto, pero cuando habló lo hizo con voz tranquila.
– Estaba parado junto al lugar de descenso cuando vine aquí a tomar un café. No le presté mayor atención ya que muchas personas se acercan a observar el trabajo, sabe. Pero luego comenzó a hacerme preguntas, cómo se cargaba y demás, cómo se llamaba el modelo. Me preguntó si podía mirar el interior. Le respondí que podría mirar por la puerta lateral del fuselaje, pero que no tocara nada.
– ¿Y miró?
– En efecto y esperé, creo que me preguntó cómo se hacía para ir de la cabina de mando al compartimiento de carga. Recuerdo que me llamó la atención la pregunta, ya que lo que casi todos quieren saber es qué peso puede levantar y si no me da miedo de que se caiga. Me contó después que tenía un hermano que era piloto de helicóptero y que le interesaría mucho ver esta máquina.
– ¿Le preguntó si trabajaban los domingos?
– A eso iba. Este tipo me preguntó tres veces si pensábamos trabajar durante el resto de las fiestas y yo le respondí tres veces que sí. Tenía que volver a mi tarea y él se empeñó en estrecharme la mano y todo.