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Moshevsky permanecía impasible. Sus ojos no abandonaron las lanchas de la policía. Sobre el muelle y junto a él estaba su maleta de lona, porque dentro de tres horas tenía que acompañar a Muhammad Fasil de regreso a Israel para someterlo ajuicio por la masacre de Munich. En el jet de El Al que venía a buscarlos viajaban además catorce comandos israelitas. Se tenía la impresión de que podrían ser un efectivo paragolpes entre Moshevsky y su prisionero durante el largo viaje de regreso.

Rachel tenía la cara hinchada y sus ojos estaban colorados y secos. Había llorado desconsoladamente sobre la cama de su suite del Royal Orleans, abrazada a una camisa de Kabakov impregnada por el aroma de sus cigarros.

El viento que soplaba en el río era bastante fresco. Moshevsky cubrió a Rachel con su chaqueta, que le llegó hasta las rodillas.

Finalmente la lancha capitana hizo sonar prolongadamente su silbato. La flota de la policía recogió sus rastras vacías y emprendió el regreso río abajo. Ahora sólo quedaba el río, desplazándose en una sólida masa hacia el mar. Rachel oyó un extraño y ahogado sonido que provenía de Moshevsky y lo vio volver la cara. Apoyó la mejilla contra su pecho y lo rodeó con sus brazos, hasta donde podía, palmeándolo y sintiendo sus lágrimas que caían sobre su pelo. Lo cogió luego de la mano y lo acompañó por la orilla tal como lo habría hecho con un niño.

Thomas Harris

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