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Toda esta larga arenga -que se pudiera muy bien escusar- dijo nuestro caballero porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada y antojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron escuchando. Sancho, asimesmo, callaba y comía bellotas, y visitaba muy a menudo el segundo zaque, que, porque se enfriase el vino, le tenían colgado de un alcornoque.

Más tardó en hablar don Quijote que en acabarse la cena; al fin de la cual, uno de los cabreros dijo:

– Para que con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero andante, que le agasajamos con prompta y buena voluntad, queremos darle solaz y contento con hacer que cante un compañero nuestro que no tardará mucho en estar aquí; el cual es un zagal muy entendido y muy enamorado, y que, sobre todo, sabe leer y escrebir y es músico de un rabel, que no hay más que desear.

Apenas había el cabrero acabado de decir esto, cuando llegó a sus oídos el son del rabel, y de allí a poco llegó el que le tañía, que era un mozo de hasta veinte y dos años, de muy buena gracia. Preguntáronle sus compañeros si había cenado, y, respondiendo que sí, el que había hecho los ofrecimientos le dijo:

– De esa manera, Antonio, bien podrás hacernos placer de cantar un poco, porque vea este señor huésped que tenemos quien; también por los montes y selvas hay quien sepa de música. Hémosle dicho tus buenas habilidades, y deseamos que las muestres y nos saques verdaderos; y así, te ruego por tu vida que te sientes y cantes el romance de tus amores que te compuso el beneficiado tu tío, que en el pueblo ha parecido muy bien.

– Que me place -respondió el mozo.

Y, sin hacerse más de rogar, se sentó en el tronco de una desmochada encina, y, templando su rabel, de allí a poco, con muy buena gracia, comenzó a cantar, diciendo desta manera:

Antonio

– Yo sé, Olalla, que me adoras, puesto que no me lo has dicho ni aun con los ojos siquiera, mudas lenguas de amoríos. Porque sé que eres sabida, en que me quieres me afirmo; que nunca fue desdichado amor que fue conocido. Bien es verdad que tal vez, Olalla, me has dado indicio que tienes de bronce el alma y el blanco pecho de risco. Mas allá entre tus reproches y honestísimos desvíos, tal vez la esperanza muestra la orilla de su vestido. Abalánzase al señuelo mi fe, que nunca ha podido, ni menguar por no llamado, ni crecer por escogido. Si el amor es cortesía, de la que tienes colijo que el fin de mis esperanzas ha de ser cual imagino. Y si son servicios parte de hacer un pecho benigno, algunos de los que he hecho fortalecen mi partido. Porque si has mirado en ello, más de una vez habrás visto que me he vestido en los lunes lo que me honraba el domingo. Como el amor y la gala andan un mesmo camino, en todo tiempo a tus ojos quise mostrarme polido. Dejo el bailar por tu causa, ni las músicas te pinto que has escuchado a deshoras y al canto del gallo primo. No cuento las alabanzas que de tu belleza he dicho; que, aunque verdaderas, hacen ser yo de algunas malquisto. Teresa del Berrocal, yo alabándote, me dijo: ''Tal piensa que adora a un ángel, y viene a adorar a un jimio; merced a los muchos dijes y a los cabellos postizos, y a hipócritas hermosuras, que engañan al Amor mismo''. Desmentíla y enojóse; volvió por ella su primo: desafióme, y ya sabes lo que yo hice y él hizo. No te quiero yo a montón, ni te pretendo y te sirvo por lo de barraganía; que más bueno es mi designio. Coyundas tiene la Iglesia que son lazadas de sirgo; pon tú el cuello en la gamella; verás como pongo el mío. Donde no, desde aquí juro, por el santo más bendito, de no salir destas sierras sino para capuchino.

Con esto dio el cabrero fin a su canto; y, aunque don Quijote le rogó que algo más cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para dormir que para oír canciones. Y ansí, dijo a su amo: -Bien puede vuestra merced acomodarse desde luego adonde ha de posar esta noche, que el trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día no permite que pasen las noches cantando. -Ya te entiendo, Sancho -le respondió don Quijote-; que bien se me trasluce que las visitas del zaque piden más recompensa de sueño que de música. -A todos nos sabe bien, bendito sea Dios -respondió Sancho. -No lo niego -replicó don Quijote-, pero acomódate tú donde quisieres, que los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo. Pero, con todo esto, sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que me va doliendo más de lo que es menester. Hizo Sancho lo que se le mandaba; y, viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no tuviese pena, que él pondría remedio con que fácilmente se sanase. Y, tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allí había, las mascó y las mezcló con un poco de sal, y, aplicándoselas a la oreja, se la vendó muy bien, asegurándole que no había menester otra medicina; y así fue la verdad.

Capítulo XII. De lo que contó un cabrero a los que estaban con don Quijote

Estando en esto, llegó otro mozo de los que les traían del aldea el bastimento, y dijo: -¿Sabéis lo que pasa en el lugar, compañeros? -¿Cómo lo podemos saber? -respondió uno dellos. -Pues sabed -prosiguió el mozo- que murió esta mañana aquel famoso pastor estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto de amores de aquella endiablada moza de Marcela, la hija de Guillermo el rico, aquélla que se anda en hábito de pastora por esos andurriales. -Por Marcela dirás -dijo uno. -Por ésa digo -respondió el cabrero-. Y es lo bueno, que mandó en su testamento que le enterrasen en el campo, como si fuera moro, y que sea al pie de la peña donde está la fuente del alcornoque; porque, según es fama, y él dicen que lo dijo, aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y también mandó otras cosas, tales, que los abades del pueblo dicen que no se han de cumplir, ni es bien que se cumplan, porque parecen de gentiles. A todo lo cual responde aquel gran su amigo Ambrosio, el estudiante, que también se vistió de pastor con él, que se ha de cumplir todo, sin faltar nada, como lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo alborotado; mas, a lo que se dice, en fin se hará lo que Ambrosio y todos los pastores sus amigos quieren; y mañana le vienen a enterrar con gran pompa adonde tengo dicho. Y tengo para mí que ha de ser cosa muy de ver; a lo menos, yo no dejaré de ir a verla, si supiese no volver mañana al lugar. -Todos haremos lo mesmo -respondieron los cabreros-; y echaremos suertes a quién ha de quedar a guardar las cabras de todos. -Bien dices, Pedro -dijo uno-; aunque no será menester usar de esa diligencia, que yo me quedaré por todos. Y no lo atribuyas a virtud y a poca curiosidad mía, sino a que no me deja andar el garrancho que el otro día me pasó este pie. -Con todo eso, te lo agradecemos -respondió Pedro. Y don Quijote rogó a Pedro le dijese qué muerto era aquél y qué pastora aquélla; a lo cual Pedro respondió que lo que sabía era que el muerto era un hijodalgo rico, vecino de un lugar que estaba en aquellas sierras, el cual había sido estudiante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales había vuelto a su lugar, con opinión de muy sabio y muy leído. -«Principalmente, decían que sabía la ciencia de las estrellas, y de lo que pasan, allá en el cielo, el sol y la luna; porque puntualmente nos decía el cris del sol y de la luna.» -Eclipse se llama, amigo, que no cris, el escurecerse esos dos luminares mayores -dijo don Quijote. Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosiguió su cuento diciendo: