Te podrá parecer extraño o excesivo que un niño pueda intuir cosas de este tipo. Lamentablemente, estamos acostumbrados a considerar la infancia como un período de ceguera, de carencia, no como una etapa en la que hay más riqueza. Sin embargo, sería suficiente mirar con atención los ojos de un recién nacido para darse cuenta de que verdaderamente es así. ¿Lo has hecho alguna vez? Pruébalo cuando te llegue la ocasión. Despeja de prejuicios tu mente y obsérvalo. ¿Cómo es su mirada? ¿Vacía, inconsciente? ¿O acaso antigua, lejanísima, sabia? Los niños llevan en sí naturalmente un aliento más grande, somos los adultos los que lo hemos perdido y no sabemos aceptarlo. A los cuatro o cinco años yo nada sabía de religión, de Dios, de todos los jaleos que los hombres han montado hablando de esas cosas.
¿Sabes? Cuando hubo que decidir si cursabas o no las horas de religión en la escuela, estuve largo tiempo indecisa sobre lo que correspondía hacer. Por un lado, recordaba qué catastrófico había sido mi encuentro con los dogmas; por el otro, estaba absolutamente segura de que en la educación, además de ocuparse de la mente, era necesario ocuparse también del espíritu. La solución llegó por su cuenta, el mismísimo día en que murió tu primer hámster. Lo sostenías en la mano y me mirabas perpleja. «¿Dónde está ahora?», me preguntaste. Te contesté repitiendo tu pregunta: «En tu opinión, ¿dónde está ahora?» ¿Recuerdas lo que me contestaste? «Está en dos sitios: un poco está aquí, otro poco entre las nubes.» Esa misma tarde lo enterramos con un pequeño funeral. Arrodillada ante el diminuto túmulo rezaste tu oración: «Que seas feliz, Tony. Algún día volveremos a vernos.»
Tal vez nunca te lo había dicho, pero mis primeros cinco años de colegio los hice con las monjas, en el Instituto del Sagrado Corazón. Eso, puedes creerme, no fue un daño desdeñable para mi mente ya tan bailarina. A la entrada del colegio, las monjas tenían puesto durante todo el año un gran pesebre. Estaba Jesús en el establo con el padre, la madre, el buey, el asno, y alrededor montañas y barrancos de cartón piedra poblados tan sólo por un rebaño de ovejitas. Cada ovejita era una alumna y, según su conducta durante la jornada, la alejaban o la acercaban al establo de Jesús. Todas las mañanas, antes de ir a clase, pasábamos por delante y al pasar nos veíamos obligadas a considerar nuestra posición. En el lado más alejado del establo había un barranco profundísimo y allí era donde estaban las más malas, con dos patitas ya suspendidas sobre el vacío. Entre los seis y los diez años viví condicionada por los pasos que daba mi corderito. Inútil que te diga que casi nunca se movió del borde del precipicio.
En mi fuero interno, con toda mi voluntad, trataba de respetar los mandamientos que me habían enseñado. Lo hacía por ese natural sentido de conformismo propio de los niños, pero no solamente por eso: realmente estaba convencida de que era necesario ser buena, no mentir, no ser vanidosa. Pese a ello, siempre estaba a punto de caer. ¿Por qué? Por pequeñeces. Cuando llorando me dirigía a la madre superiora para preguntarle el motivo del enésimo desplazamiento, me contestaba: «Porque ayer llevabas en el pelo un lazo demasiado grande… Porque una compañera te oyó canturrear cuando salías del colegio… Porque no te lavaste las manos antes de sentarte a la mesa.» ¿Te das cuenta? Una vez más, mis culpas eran exteriores: idénticas, iguales a las que me imputaba mi madre. No se enseñaba la coherencia, sino el conformismo. Cierto día, al llegar al borde del barranco, estallé en llanto diciendo: «¡Pero yo amo a Jesús!» Entonces, la monja más próxima, ¿sabes qué dijo? «¡Ah! Además de desordenada eres también embustera. Si verdaderamente amases a Jesús mantendrías más ordenadas tus libretas.» Y ¡paf!, empujando con el índice, hizo caer mi ovejita al precipicio.
Creo que después de aquel episodio no dormí durante dos meses enteros. En cuanto cerraba los ojos, sentía que bajo mi espalda la tela del colchón se convertía en llamas y que unas voces horribles gruñían detrás de mí diciendo: «Aguarda, que ahora venimos a buscarte.» Naturalmente, nunca conté nada de todo esto a mis padres. Al verme pálida y nerviosa, mi madre decía: «La niña está agotada», y yo, sin rechistar, tragaba una tras otra las cucharadas de jarabe reconstituyente.
A saber cuántas personas sensibles e inteligentes se han alejado para siempre de los asuntos del espíritu gracias a episodios como ése. Cada vez que escucho que alguien dice que han sido hermosos los años de colegio, y que los añora, me quedo cortada. Para mí, aquel período fue uno de los más feos de mi existencia; más aún, acaso absolutamente el peor, por la sensación de impotencia que lo dominaba. A lo largo de toda la escuela primaria me debatí ferozmente entre la voluntad de conservarme fiel a lo que sentía dentro de mí y el deseo de adherirme, pese a que lo intuía como falso, a lo que los demás creían.
Es extraño, pero al evocar ahora las emociones de aquel periodo tengo la sensación de que mi gran crisis de crecimiento no se produjo, como siempre ocurre, en la adolescencia, sino justamente en aquellos años de infancia. A los doce, a los trece, a los catorce años, ya estaba en posesión de una triste estabilidad muy mía. Poco a poco las grandes preguntas metafísicas se habían alejado de mí para dejar espacio a fantasías nuevas e inocuas. Los domingos y fiestas de rigor iba a misa con mi madre y me arrodillaba con aire compungido, para recibir la hostia, pero mientras lo hacía estaba pensando en otras cosas. Ésa era tan sólo una de las pequeñas representaciones que había de interpretar para vivir tranquila. Por eso no te inscribí en la hora de educación religiosa, ni me arrepentí jamás de no haberlo hecho. Cuando, con tu curiosidad infantil, me planteabas preguntas sobre el tema, trataba de contestarte de una manera directa y serena, respetando el misterio que hay en cada uno de nosotros. Y cuando dejaste de hacerme preguntas, discretamente dejé de hablarte de ello. En estos asuntos no es posible empujar o tironear, de lo contrario ocurre lo mismo que pasa con los vendedores ambulantes: cuanto más proclaman las bondades de su producto, más se tiene 1a sospecha de que se trata de una estafa. Contigo sólo he tratado de no apagar lo que ya había. Por lo demás, he aguardado.
No creas, sin embargo, que mi camino fue tan simple; aunque a los cuatro años había intuido el aliento que envuelve las cosas, a los siete ya lo había olvidado. Durante los primeros tiempos, es cierto, todavía oía la música: hundida en lo más hondo, pero estaba. Parecía un torrente en la garganta de una montaña: si me quedaba quieta y prestaba atención, desde el borde del despeñadero lograba percibir su rumor. Más tarde el torrente se convirtió en un viejo aparato de radio, un aparato que está a punto de romperse. Por un instante la melodía estallaba con demasiada fuerza; al instante siguiente había desaparecido por completo.