Era la hora del almuerzo y, después del abrazo, me metí en la cocina para preparar algo. La temperatura era benigna. Pusimos la mesa al aire libre, bajo las glicinas. Extendí el mantel a cuadros verdes y blancos y, en medio de la mesa, en un pequeño florero, el ramito de nomeolvides. ¿Lo ves? Lo recuerdo todo con una precisión increíble para tratarse de mi memoria bailarina. ¿Acaso intuía que sería la última vez que la vería con vida? ¿O bien, después de la tragedia, traté de dilatar artificialmente el tiempo que pasamos juntas? ¡Quién sabe! ¿Quién podría decirlo?
Como no tenía nada preparado, hice una salsa de tomates. Mientras se terminaba de hacer, le pregunté a Ilaria qué pasta prefería, si penne o fusilli. Desde fuera contestó: «Me da lo mismo», y entonces puse a hervir los fusilli. Cuando nos sentamos le pregunté cosas sobre ti, preguntas a las que contestó con evasivas. Sobre nuestras cabezas había un constante ajetreo de insectos. Entraban y salían de las flores, su zumbido casi tapaba nuestras voces. De pronto algo oscuro cayó en el plato de tu madre. «¡Es una avispa! ¡Mátala, mátala!», chilló, saltando de la silla y derribándolo todo. Entonces me incliné para ver qué era, me di cuenta de que era un abejorro y se lo dije: «No es una avispa, es un abejorro, es inofensivo.» Tras haberlo apartado de la mesa volví a servirle la pasta en su plato. Con expresión todavía agitada volvió a sentarse en su sitio, cogió el tenedor, jugueteó un poco con él pasándolo de una mano a la otra, después apoyó los codos sobre la mesa y dijo: «Necesito dinero.» Sobre el mantel, donde habían caído los fusilli, había una gran mancha de color rojo.
El asunto del dinero se venía arrastrando desde hacía muchos meses. Ya antes de la Navidad pasada, Ilaria me había confesado que había firmado unos papeles en favor de su psicoanalista. Al pedirle yo más explicaciones, como siempre se había escabullido. «Garantías -había dicho-, una simple formalidad.» Ésta era su actitud terrorista: cuando no quería decir algo, lo decía a medias. De esa manera descargaba sobre mí su ansiedad y, tras haberlo hecho, se negaba a darme la información necesaria para que pudiera ayudarla. En todo ello había un sadismo sutil y, además de sadismo, una frenética necesidad de estar siempre en el centro de alguna preocupación. Pero la mayor parte de las veces, esas expresiones extemporáneas no eran otra cosa que meros caprichos.
Decía, por ejemplo: «Tengo cáncer de ovarios», y yo, tras una breve y afanosa averiguación, descubría que simplemente había ido a someterse a un examen de control, el mismo que todas las mujeres hacen. ¿Comprendes? Era más o menos como la historia de «¡el lobo, el lobo!». En los últimos años había anunciado tantas tragedias, que al final yo había dejado de creerla, o la creía un poco menos. Por lo tanto, cuando me dijo que había firmado unos papeles no le presté demasiada atención, ni insistí para que me diera más información. Más que nada, estaba cansada de ese juego agotador. E incluso aunque hubiera insistido, aunque me hubiera enterado del asunto antes, de todas maneras habría sido inútil porque esos papeles ya los había firmado tiempo atrás, sin advertirme de nada.
La quiebra propiamente dicha se produjo a finales de febrero. Sólo entonces me enteré de que, con aquellos papeles, Ilaria había garantizado los negocios de su médico por una suma de trescientos millones de liras. En esos dos meses la sociedad para la cual había firmado la garantía se había declarado en quiebra, había un «agujero» de casi dos mil millones y los bancos habían empezado a exigir la devolución del dinero prestado. Fue entonces cuando tu madre acudió a casa a llorar, a preguntarme qué podía hacer. Efectivamente, la garantía se basaba en la casa donde vivía contigo, y los bancos pretendían cobrar lo suyo con ella. Puedes imaginarte mi enfado. Con más de treinta años, tu madre no sólo era incapaz de mantenerse a sí misma, sino que incluso había puesto en juego el único bien que poseía, el apartamento que yo había puesto a su nombre en el momento de nacer tú. Yo estaba furiosa pero no se lo dejé notar. A fin de no perturbarla más, simulé serenidad y le dije: «Veamos qué es lo que se puede hacer.»
En vista de que ella se había hundido en una completa apatía, yo busqué un buen abogado. Hice de detective improvisado, reuní todas las informaciones que pudieran sernos útiles para ganar el pleito con los bancos. De esa forma me enteré de que desde hacía varios años él le suministraba unos psicofármacos fuertes. Durante las sesiones, si ella estaba algo abatida le ofrecía whisky. No dejaba de repetirle que ella era su discípula predilecta, la mejor dotada, que pronto podría instalarse por cuenta propia y abrir un despacho donde podría a su vez curar pacientes. Sólo de repetir estas frases me dan escalofríos. ¿Te das cuenta? Ilaria, con su fragilidad, con su confusión, con su absoluta falta de un centro, de un día para otro podría dedicarse a curar personas. Si no se hubiese producido aquella quiebra, casi con toda seguridad así habría sido: sin decirme nada, se habría puesto a ejercer el mismo arte que su gurú.
Naturalmente, nunca se había atrevido a hablarme de ese proyecto suyo de una manera explícita. Cuando le preguntaba por qué no utilizaba de alguna manera su título de letras, con una sonrisita astuta contestaba: «Ya verás como sí que lo utilizo…»
Hay cosas que es muy doloroso pensarlas. Decirlas, además, provoca una pena aún más grande. Durante esos meses imposibles entendí una cosa acerca de ella, una cosa que hasta aquel momento no me había siquiera rozado y que no sé si hago bien en decírtela; de todas maneras, ya que he decidido no ocultarte nada, desembucho. Pues mira, de repente, entendí lo siguiente: que tu madre no era inteligente en lo más mínimo. Me costó mucho trabajo entenderlo, aceptarlo, en parte porque con los hijos siempre nos engañamos, y en parte porque con su falso saber, con toda su dialéctica, había conseguido enturbiar las aguas muy bien. Si hubiera tenido la valentía de darme cuenta a tiempo, la habría protegido más, la habría amado de una manera más firme. Protegiéndola, tal vez hubiera logrado salvarla.
Eso era lo más importante, y me di cuenta cuando ya no se podía hacer nada. Vista la situación en su conjunto, a esas alturas lo único que se podía hacer era declararla incapacitada, intentar una demanda por abuso de sugestión y dominio. El día que le comuniqué que habíamos decidido -junto con el abogado- emprender ese camino, tu madre estalló en una crisis de histeria. «Lo haces a propósito -gritaba-, todo es un plan para arrebatarme la niña.» Pero estoy segura de que para sus adentros solamente pensaba una cosa, que si la consideraban incapacitada, su carrera quedaría arruinada para siempre. Caminaba con los ojos vendados por el borde de un abismo y todavía creía estar en medio de un prado preparándose para una merienda. Tras aquella crisis me ordenó despachar al abogado y dejar de lado el asunto. Por iniciativa de ella consulté a otro y hasta aquel día de las nomeolvides no me dijo nada.
¿Comprendes mi estado de ánimo cuando, apoyando los codos sobre la mesa, me pidió dinero? Claro, ya sé: estoy hablando de tu madre y ahora, tal vez, en mis palabras sólo adviertes una vacía crueldad, piensas que me odiaba con toda razón. Pero recuerda lo que te dije al principio: tu madre era mi hija, yo he perdido mucho más de lo que has perdido tú. En tanto que tú eres inocente de su pérdida, yo no lo soy, no lo soy en absoluto. Si de vez en cuando te parece que hablo tomando distancia, intenta imaginar cómo ha de ser de grande mi dolor, hasta qué punto este dolor carece de palabras. De tal suerte, la distancia es sólo aparente, es el vacío artificial gracias al cual puedo seguir hablando.