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Cuando me pidió que pagase sus deudas, por primera vez en mi vida le dije que no, rotundamente no. «No soy un banco suizo -le dije-, no tengo esa cifra. Y aunque la tuviera no te la daría, eres suficientemente mayor como para hacerte cargo de tus actos. Tenía sólo una casa y la puse a tu nombre: si la has perdido, el asunto ya no me concierne.» Al llegar a estas palabras se puso a lloriquear. Empezaba una frase, la interrumpía a la mitad para empezar otra; ni en el contenido, ni en la sucesión, lograba yo percibir sentido alguno, ninguna lógica. Después de unos quince minutos de lamentaciones llegó al punto central de sus obsesiones: el padre y sus presuntas culpas, primera entre todas la escasa atención hacia ella. «Es necesario resarcirme, ¿lo entiendes o no?», me gritaba con un brillo terrible en la mirada. Entonces, no sé cómo, estallé. El secreto que me había jurado a mí misma llevarme a la tumba subió hasta mis labios. Apenas salió ya estaba arrepentida, quería volver a tragármelo, hubiera hecho cualquier cosa por no haber dicho esas palabras, pero era demasiado tarde. Ese «tu padre no era tu verdadero padre» ya había llegado a sus oídos. Su rostro se volvió aún más pétreo. Lentamente se puso en pie, mirándome fijamente. «¿Qué has dicho?» Su voz apenas si se escuchaba. Yo, extrañamente, estaba de nuevo calmada. «Has oído bien -contesté-. He dicho que mi marido no era tu padre.»

¿Que cómo reaccionó Ilaria? Sencillamente yéndose. Se volvió, con un andar que parecía más el de un robot que el de un ser humano y se encaminó hacia la cancela del jardín. «¡Aguarda, hablemos!», grité con una voz odiosamente estridente.

¿Por qué no me puse de pie, por qué no corrí tras ella, por qué no hice nada, en el fondo, para detenerla? Porque yo también me había quedado petrificada ante mis propias palabras. Trata de comprenderme, aquello que tantos años había custodiado, y con tanta firmeza, de repente había salido fuera. En menos de un segundo, como un pajarillo que de pronto encuentra la puerta de la jaula abierta, había volado y había llegado a oídos de la única persona que yo no quería que oyese tal cosa.

Esa misma tarde, a las seis, mientras todavía aturdida estaba regando las hortensias, una patrulla de guardias de tráfico vino a comunicarme el accidente.

Ahora es de noche, ya tarde, he tenido que hacer una pausa. Di de comer a Buck y a la mirla, comí yo también, he mirado un rato la televisión. Mi coraza hecha jirones no me permite soportar largo tiempo las emociones fuertes. Para poder proseguir necesito distraerme, recobrar el aliento.

Como sabes, tu madre no murió inmediatamente, pasó diez días suspendida entre la vida y la muerte. Durante esos días estuve siempre a su lado; confiaba en que abriese los ojos, por lo menos un instante, que se me diera una última posibilidad de pedirle perdón. Estábamos solas en una salita repleta de aparatos, una pequeña pantalla decía que su corazón todavía seguía latiendo, otra que su cerebro estaba casi inactivo. El médico encargado de su cuidado me había dicho que, a veces, los pacientes que se encontraban en ese estado hallaban algún alivio oyendo algún sonido que habían amado. Entonces conseguí su canción preferida de cuando era niña. Mediante un pequeño magnetofón portátil se la hacía escuchar durante horas. De hecho, algo debió llegarle, porque, ya desde los primeros compases, la expresión de su rostro había cambiado, la cara se le había relajado y los labios habían empezado a realizar el movimiento que hacen los lactantes después de haber comido. Parecía una sonrisa de satisfacción. Quién sabe, tal vez en la pequeña parte aún activa de su cerebro estaba guardada la memoria de una época serena y allí era donde se había refugiado en ese momento. Aquel pequeño cambio me llenó de júbilo. En esos casos uno se aferra a cualquier nimiedad; no me cansaba de acariciarle la cabeza, de repetirle: «Tesoro, tienes que lograrlo, tenemos toda una vida por delante para vivirla juntas, volveremos a empezar nuevamente, de otra manera.» Mientras le hablaba, se me presentaba una imagen delante: tenía cuatro o cinco años, yo la veía merodear por el jardín llevando en brazos su muñeca preferida, le hablaba constantemente. Yo estaba en la cocina, no oía su voz. De vez en cuando, desde algún lugar del prado llegaba a mí su risa, una risa fuerte, alegre. «Si alguna vez ha sido feliz -decía entonces para mis adentros-, podrá volver a serlo. Para que renazca hay que arrancar desde allí, desde aquella niña.»

Naturalmente, lo primero que los médicos me habían comunicado después del percance era que, en caso de sobrevivir, sus funciones no volverían a ser las de antes, podía quedar paralizada o sólo parcialmente consciente. Y, ¿sabes una cosa? En mi egoísmo materno lo único que me preocupaba era que siguiese viviendo. De qué manera, no tenía la menor importancia. Es más: llevarla en coche, lavarla, meterle la comida en la boca, ocuparme de ella como única finalidad de mi vida, habría sido la mejor manera de expiar enteramente mi culpa. Si mi amor hubiera sido auténtico, si hubiera sido verdaderamente grande, habría rezado por su muerte. Pero por fin alguien la amó más que yo: al caer la tarde del noveno día, de su rostro desapareció aquella hermosa sonrisa y murió. Me di cuenta en seguida, estaba allí junto a ella; sin embargo, no se lo dije a la enfermera de guardia porque quería quedarme un poco más con ella. Le acaricié el rostro, le estreché las manos entre las mías como cuando era niña, repitiéndole constantemente: «Tesoro, tesoro.» Después, sin soltar su mano, me arrodillé junto a la cama y empecé a rezar. Rezando empecé a llorar.

Cuando la enfermera me tocó un hombro, todavía estaba llorando. «Vamos, venga conmigo -me dijo-, le voy a dar un sedante.» No quise el sedante, no quise tomar nada que atenuase mi dolor. Allí me quedé hasta que se la llevaron a la cámara mortuoria. Después cogí un taxi y fui a la casa de la amiga que te hospedaba para recogerte. Esa misma noche estabas ya en mi casa. «¿Dónde está mamá?», preguntaste durante la cena. «Mamá se ha ido de viaje -te contesté entonces-, ha emprendido un largo viaje hasta el cielo.» Con tu cabezota rubia seguiste comiendo en silencio. Apenas terminaste, con voz seria me preguntaste: «Abuela, ¿podemos saludarla?» «Claro que sí, mi amor», te contesté, y, cogiéndote en brazos, te llevé al jardín. Nos quedamos largo tiempo en el prado mientras tú con tu manita saludabas a las estrellas.

1 de diciembre

Estos días me embarga un gran malhumor. No lo ha desencadenado ninguna cosa en particular: el cuerpo es así, tiene sus equilibrios internos y una minucia es suficiente para alterarlos. Ayer por la mañana, cuando la señora Razman vino a traerme la compra y vio mi cara sombría, dijo que en su opinión la culpa la tiene la luna. Efectivamente, la noche anterior habíamos tenido luna llena. Y si la luna puede levantar los mares y lograr que crezca más deprisa la achicoria del huerto, ¿por qué no habría de tener también el poder de influir sobre nuestros humores? Agua, gases, minerales, ¿de qué otra cosa estamos hechos? De todas maneras, antes de marcharse me obsequió con un conspicuo paquete de periódicos y por lo tanto he pasado una jornada completa idiotizándome entre sus páginas. ¡Siempre tropiezo con la misma piedra! Apenas los veo me digo, está bien, los hojearé un poco, no más de media hora y después me dedicaré a algo más serio y más importante. Pero nunca consigo despegarme hasta haber leído la última palabra. Me entristezco por la vida desdichada de la princesa de Mónaco, me indigno por los amores proletarios de su hermana, palpito ante cualquier noticia rompecorazones que me cuenten con abundancia de detalles. ¡Y no digamos las cartas! No dejo de asombrarme ante las cosas que la gente se atreve a escribir. No soy una vieja beata, por lo menos no creo serlo, pero no te niego que ciertas libertades me dejan más bien perpleja.