Hoy la temperatura ha vuelto a bajar. Renuncié a mi paseo por el jardín, tenía miedo de que el aire me resultara demasiado riguroso, junto con el frío que llevo en mi interior habría podido quebrarme como una vieja rama helada. Quién sabe si todavía me estarás leyendo, o si, conociéndome mejor, te ha asaltado tal repulsión que no has podido proseguir la lectura. La urgencia que me posee en este momento no me permite postergaciones, no puedo detenerme justamente ahora, escabullirme. Aunque he conservado durante tantos años aquel secreto, ahora ya no me es posible hacerlo. Ya te dije al principio que ante tu desconcierto por el hecho de no tener un centro yo experimentaba un desconcierto similar, tal vez incluso mayor. Sé que tu alusión al centro -o, mejor dicho, a su carencia- está estrechamente relacionada con el hecho de que jamás has sabido quién era tu padre. Tan tristemente natural me había resultado decirte adónde había ido tu madre, como, ante tus preguntas acerca de tu padre, nunca me sentí en condiciones de darte respuesta. ¿Cómo hubiera podido hacerlo? No tenía la menor idea de quién era. Un verano Ilaria se había tomado unas largas vacaciones en Turquía, sola, y había vuelto de esas vacaciones en estado interesante. Tenía ya más de treinta años y, si todavía no tienen hijos, a esa edad a las mujeres las asalta un extraño frenesí, quieren tener uno a toda costa, de qué manera y con quién no tiene la menor importancia.
En aquel entonces, además, casi todas eran feministas; junto con unas amigas tu madre había fundado un círculo. Había muchas cosas justas en lo que decían, cosas que yo compartía, pero entre esas cosas justas también había muchos argumentos forzados, ideas insanas y desviadas. Una de éstas era que las mujeres eran completamente dueñas de la administración de su propio cuerpo, y que, por lo tanto, tener o no tener un hijo dependía solamente de ellas. El hombre no era sino una necesidad biológica, y había que utilizarlo como simple necesidad. Tu madre no fue la única que se comportó de esa manera, otras dos o tres amigas suyas tuvieron hijos de la misma forma. ¿Sabes? No es cosa del todo incomprensible. La capacidad de poder dar vida otorga una sensación de omnipotencia. La muerte, la tiniebla y la precariedad se alejan, introduces en el mundo otra parte de ti misma; ante este milagro todo el resto desaparece.
Como argumento para sostener su tesis, tu madre y sus amigas aludían al mundo animaclass="underline" «Las hembras -decían-, se encuentran con los machos sólo en el momento de acoplarse, después cada uno prosigue su camino y los cachorros se quedan con la madre.» Que esto sea o no verdad es cosa que no estoy en condiciones de comprobar. Pero sé que nosotros somos seres humanos, cada uno de nosotros nace con una cara diferente a todas las demás y esa cara la llevamos a cuestas durante la existencia entera. Un antílope, nace con morro de antílope, un león con morro de león, todos ellos son iguales, idénticos a los demás animales de su especie. En la naturaleza el aspecto es siempre el mismo, en tanto que el hombre y nadie más tiene un rostro. Un rostro, ¿entiendes? En el rostro está todo. Está tu historia, están tu padre, tu madre, tus abuelos y bisabuelos, tal vez incluso algún tío lejano del que ya nadie se acuerda. Detrás del rostro está la personalidad, las cosas buenas y las no tan buenas que has recibido de tus antepasados. El rostro es nuestra primera identidad, aquello que nos permite situarnos en la vida diciendo: «Pues bien, aquí estoy.» De tal suerte, cuando hacia los trece o catorce años empezaste a pasar horas enteras ante el espejo, comprendí que era justamente eso lo que estabas buscando. Ciertamente mirabas los granitos y espinillas, o la nariz repentinamente demasiado grande, pero también algo más. Sustrayendo y eliminando los rasgos de tu familia materna, tratabas de formarte una idea acerca del rostro del hombre que te había engendrado. El asunto sobre el cual tu madre y sus amigas no habían reflexionado lo suficiente era precisamente ése: que algún día el hijo, mirándose en el espejo, comprendería que dentro de él había algún otro y que quería saberlo todo acerca de ese otro. Hay personas que persiguen durante toda su existencia el rostro de su madre o de su padre.
Ilaria estaba convencida de que en el desarrollo de una vida el peso de la genética era casi nulo. Para ella lo importante era la educación, el ambiente, la manera de crecer. Yo no compartía esa idea suya, para mí los dos factores marchaban a la par: mitad el ambiente, mitad lo que tenemos dentro de nosotros desde el nacimiento.
Hasta que empezaste a ir al colegio no tuve ningún problema, nunca me preguntabas nada acerca de tu padre y yo me guardaba mucho de hablarte de ello. Con el ingreso en la escuela, gracias a las compañeras y a los maléficos temas que os daban las maestras, de pronto te diste cuenta de que en tu vida cotidiana faltaba algo. Naturalmente, en tu clase había muchos hijos de padres separados y situaciones irregulares, pero nadie tenía en lo que atañe al padre ese vacío que tú tienes. ¿Cómo podía explicarte, a los seis o siete años de edad, lo que tu madre había hecho? Además, en el fondo, tampoco yo sabía nada, salvo que habías sido concebida allá, en Turquía. Por lo tanto, para inventar una historia medio creíble, exploté el único dato seguro, el país de origen.
Había comprado un libro de cuentos orientales y te leía uno cada noche. Basándome en esos cuentos había inventado uno expresamente para ti, ¿te acuerdas todavía? Tu madre era una princesa y tu padre un príncipe de la Media Luna. Como todos los príncipes y princesas, se amaban hasta el extremo de estar dispuestos a morir el uno por el otro. Pero en la corte muchos envidiaban ese amor. El más envidioso de todos era el Gran Visir, hombre poderoso y malvado. Precisamente él fue quien lanzó un terrible sortilegio sobre la princesa y sobre la criatura que ésta llevaba en su vientre. Afortunadamente el príncipe había sido alertado por un fiel sirviente y así tu madre una noche, vestida con ropas de campesina, dejó el castillo y se refugió aquí, en la ciudad en que tú viste la luz.
«¿Soy la hija de un príncipe?», me preguntabas entonces con los ojos radiantes. «Claro -te contestaba-, pero se trata de un secreto secretísimo, un secreto que no tienes que decir a nadie.» ¿Qué esperaba conseguir con esa extraña mentira? Nada, tan sólo regalarte algún año más de tranquilidad. Sabía que algún día dejarías de creer en mi estúpido cuento. Sabía que ese día, con toda probabilidad, empezarías a detestarme. Sin embargo, me resultaba totalmente imposible no relatártelo. Incluso reuniendo toda mi poca valentía, jamás conseguiría decirte: «Ignoro quién es tu padre, acaso lo ignoraba incluso tu madre.»
Eran los años de la liberación sexual, la actividad erótica estaba considerada como una función normal del cuerpo: se había de llevar a cabo cada vez que una tuviera ganas, un día con uno, otro día con otro. Vi aparecer junto a tu madre docenas de jóvenes, no recuerdo ni uno solo que durara más de un mes. Ya inestable de por sí, Ilaria fue arrollada por esa precariedad amorosa. Aunque nunca le impedí nada, ni jamás la critiqué de ninguna manera, me sentía más bien perturbada por esa repentina libertad de sus costumbres. No era tanto la promiscuidad lo que me chocaba, como el gran empobrecimiento de los sentimientos. Caídas las prohibiciones y la unicidad de la persona, había caído también la pasión. Ilaria y sus amigas me parecían las invitadas de un banquete afligidas por un fuerte resfriado: por educación comían todo lo que les ofrecían, pero sin percibir su sabor. Zanahorias, asados y pastelitos tenían para ellas el mismo sabor.
En la elección de tu madre seguramente tenía que ver la nueva libertad de las costumbres, pero tal vez había también la huella de alguna otra cosa. ¿Cuántas cosas sabemos sobre cómo funciona la mente? Muchas, pero no todas. ¿Quién puede entonces decir si ella, en algún oscuro rincón de su inconsciente, no había intuido que el hombre que estaba con ella no era su padre? Muchas inquietudes, muchas inestabilidades, ¿no provendrían acaso de eso? Mientras fue pequeña, mientras fue una muchacha, una adolescente, nunca me planteé esa pregunta, la ficción dentro de la que yo la había hecho crecer era perfecta. Pero cuando regresó de aquel viaje con una panza de tres meses, entonces todo volvió a mi mente. No se puede huir de las falsedades, de las mentiras. O, mejor dicho, se puede huir durante algún tiempo, pero después, cuando menos te lo esperas, vuelven a aflorar, ya no son dóciles como en el momento en que las dijiste, aparentemente inofensivas, no; durante el periodo de alejamiento se han convertido en monstruos horribles, en ogros que todo lo devoran. Las descubres y, un segundo después, te atropellan, te devoran y, contigo, todo lo que te rodea, con una avidez tremenda. Un día, cuando tenías diez años, volviste de la escuela llorando. «¡Embustera!», me dijiste, e inmediatamente te encerraste en tu habitación. Habías descubierto la mentira de aquel cuento.