Embustera podría ser el título de mi autobiografía. Desde que nací sólo he dicho una mentira.
Con ella he destruido tres vidas.
4 de diciembre
La mirla sigue estando delante de mí, sobre la mesa. Tiene algo menos de apetito que días pasados. En vez de llamarme sin descanso, se queda quieta en su sitio, ya no asoma la cabeza por el agujero de la tapa, veo apenas asomar las plumas de la cúspide de su cabeza. Esta mañana, a pesar del frío, he ido al vivero con los Razman. Estuve indecisa hasta el último momento, la temperatura era como para desalentar hasta a un oso, y, además, en un recoveco oscuro de mi corazón había una voz que me decía: «¿Qué te importa plantar más flores?» Pero, mientras marcaba el número de los Razman para anular el compromiso, desde la ventana vi los colores apagados del jardín y me arrepentí de mi egoísmo. Tal vez no vuelva a ver otra primavera, pero tú seguramente las verás.
¡Qué desazón, estos días! Cuando no estoy escribiendo doy vueltas por las habitaciones sin lograr apaciguarme en ningún sitio. No hay ni una actividad, entre las pocas que puedo llevar a cabo, que me permita acercarme a un estado de quietud, que por un instante aparte mis pensamientos de los recuerdos tristes. Tengo la sensación de que el funcionamiento de la memoria se parece un poco al del congelador. ¿Tienes presente lo que ocurre cuando de él sacas algún alimento conservado largo tiempo? Al principio está rígido como una baldosa, carece de olor, de sabor, está recubierto por una pátina blanca; pero cuando lo pones al fuego, poco a poco recobra su forma y su color, llena la cocina con su aroma. De la misma manera, los recuerdos tristes dormitan largo tiempo en una de las innumerables cavernas de la memoria; se mantienen allí durante años, decenios, la vida entera. Después, un buen día vuelven a la superficie, el dolor que los había acompañado vuelve a estar presente, tan intenso y punzante como lo era aquel día de hace tantos años.
Te estaba hablando de mí, de mi secreto. Pero para contar una historia es necesario empezar por el principio, y el principio está en mi juventud, en el aislamiento un poco anómalo dentro del cual había crecido y seguía viviendo. En mis tiempos, para una mujer la inteligencia era una cualidad sumamente negativa de cara al matrimonio; para las costumbres de aquella época una esposa no debía ser más que una productora estática y adorante. Una mujer que hiciese preguntas, una mujer curiosa, inquieta, era lo último que se podía desear. Por eso la soledad de mi juventud fue verdaderamente grande. A decir verdad, alrededor de los dieciocho o veinte años, dado que era agraciada y de bastante buena posición económica, tenía a mi alrededor enjambres de pretendientes. Pero apenas demostraba saber hablar, apenas les abría mi corazón con los pensamientos que se agitaban en su interior, a mi alrededor se hacía el vacío. Naturalmente, también hubiera podido quedarme callada o simular ser lo que no era, pero, por desgracia -o por suerte-, a pesar de la educación recibida, una parte de mí estaba todavía viva y esa parte rehusaba mostrarse con falsedad.
Concluido el instituto, como ya sabes, no proseguí los estudios porque se opuso mi padre. Se trató de una renuncia muy difícil para mí. Precisamente por eso estaba sedienta de saber. Apenas un joven decía que estaba estudiando medicina yo lo acribillaba a preguntas, quería saberlo todo. Lo mismo hacía con los futuros ingenieros, con los futuros abogados. Esa conducta mía desorientaba mucho, parecía que la actividad me interesaba más que la persona, y tal vez así fuese efectivamente. Cuando hablaba con mis amigas, con mis compañeras de colegio, tenía la sensación de que pertenecíamos a mundos que estaban a años luz. La gran línea divisoria entre ellas y yo era la malicia femenina. En la misma medida en que yo carecía completamente de ella, mis amigas la habían desarrollado hasta su máxima potencia. Detrás de su aparente arrogancia, detrás de su aparente seguridad, los hombres son extremadamente frágiles, ingenuos: llevan en su interior resortes muy primitivos, basta apretar uno de éstos para que caigan en la sartén como pescaditos fritos. Yo lo comprendí bastante tardíamente, pero mis amigas lo sabían ya entonces, a los quince o dieciséis años.
Con natural talento aceptaban misivas o las rechazaban, escribían las propias con una u otra entonación, concertaban citas y no acudían, o acudían muy tarde. Mientras bailaban, frotaban la parte adecuada del cuerpo y, al hacerlo, miraban al hombre a los ojos con la expresión intensa de las jóvenes cervatillas. Ésa es la malicia femenina, ésos son los halagos que llevan a tener éxito con los hombres. Pero yo, date cuenta, era como una patata, no entendía absolutamente nada de lo que ocurría a mi alrededor. Aunque pueda parecerte extraño, había en mí un profundo sentimiento de lealtad y esa lealtad me decía que jamás, jamás, podría enredar a un hombre. Pensaba que algún día encontraría a un joven con quien pudiera hablar hasta bien entrada la noche sin cansarme; hablando y hablando nos daríamos cuenta de que veíamos las cosas de la misma manera, de que experimentábamos las mismas emociones. Entonces nacería el amor, se trataría de un amor fundado en la amistad, en la estima, no en la facilidad del enredo.
Yo quería una amistad amorosa, y en eso era muy viril, viril en el sentido antiguo. Era la relación en condiciones de igualdad, creo, lo que infundía terror a mis pretendientes. Así, lentamente, había terminado por verme relegada al papel que habitualmente corresponde a las feas. Tenía muchos amigos, pero se trataba de amistades en una sola dirección: acudían a mí solamente para confesarme sus penas de amor. Mis amigas se iban casando una tras otra. Durante cierto período de mi vida, creo que no hice otra cosa que asistir a bodas. Mis coetáneas empezaban a tener niños y yo era siempre la tía soltera, vivía con mis padres, en casa, y estaba casi resignada a seguir siendo señorita eternamente. «A saber qué tienes en la cabeza -decía mi madre-, ¿será posible que no te guste Fulano, ni tampoco Mengano?» Para ellos era evidente que mis dificultades con el otro sexo eran consecuencia de mi carácter singular. ¿Que si lamentaba eso? No lo sé.
A decir verdad, no sentía en mi interior el deseo ardiente de formar una familia. La idea de traer un hijo al mundo me provocaba cierta desconfianza. Había sufrido demasiado de niña y tenía miedo de hacer sufrir de la misma manera a una criatura inocente. Además, aunque vivía aún en casa de mis padres, era totalmente independiente, dueña y señora de cada hora de mis jornadas. A fin de ganar algún dinero daba clases de recuperación de griego y latín, mis materias predilectas. Aparte de eso, no tenía otros compromisos: podía pasar tardes enteras en la biblioteca municipal sin tener que rendir cuentas a nadie, podía hacer excursiones a la montaña cada vez que me diera la gana.