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En otras palabras, mi vida, comparada con la de otras mujeres, era libre, y yo tenía mucho miedo de perder esa libertad. Y, sin embargo, toda esa libertad, toda esa aparente felicidad, a medida que pasaba el tiempo la sentía cada vez más falsa, más forzada. La soledad, que al principio me había parecido un privilegio, empezaba a pesarme. Mis padres se estaban volviendo viejos, mi padre había sufrido un ataque de apoplejía y caminaba mal. Yo lo acompañaba diariamente, cogiéndolo del brazo, a comprar el periódico. Por aquel entonces tenía veintisiete o veintiocho años. Viendo mi imagen reflejada junto a la de él en los escaparates, de pronto me sentí también yo vieja y comprendí cuál era el rumbo que estaba tomando mi vida: de ahí a poco él se iba a morir, mi madre lo seguiría, yo me quedaría sola en una gran casa llena de libros; para pasar el tiempo tal vez me pondría a bordar o acaso a pintar acuarelas y los años irían volando uno tras otro. Hasta que alguien, una mañana, preocupado al no verme desde hacía días, llamaría a los bomberos: los bomberos desfondarían la puerta y encontrarían mi cuerpo tendido en el suelo. Estaba muerta, y lo que de mí quedaba no era muy distinto del casco seco que dejan en el suelo los insectos cuando mueren.

Sentía marchitarse mi cuerpo de mujer sin haber vivido y eso me inundaba de una gran tristeza. Además me sentía sola, muy sola. Desde que existía no había tenido nunca a nadie con quien hablar, quiero decir con quien hablar de verdad. Ciertamente era muy inteligente, leía mucho, como decía mi padre con cierto orgullo, a fin de cuentas: «Olga nunca se casará porque tiene demasiada cabeza.» Pero toda esa supuesta inteligencia no conducía a ninguna parte, qué sé yo: no era capaz de emprender un gran viaje, ni de estudiar algo en profundidad. Me sentía las alas despuntadas por el hecho de no haber ido a la universidad. En realidad, la causa de mi ineptitud, de mi incapacidad de lograr que mis dotes dieran fruto, no provenía de eso. En el fondo, Schliemann había descubierto Troya siendo un autodidacta, ¿no? Mi freno era otro: un pequeño muerto en mi interior, ¿te acuerdas? Era él quien me frenaba, era él quien me impedía avanzar. Yo me quedaba quieta y aguardaba. ¿A qué? No tenía la menor idea.

El día que Augusto vino por primera vez a nuestra casa había nevado. Lo recuerdo porque en esta comarca rara vez nieva y porque, precisamente a causa de la nieve, ese día nuestro invitado a comer llegó con retraso. Como mi padre, Augusto se dedicaba a la importación de café. Había venido a Trieste para interesarse por la compra de nuestra empresa. Después de su ataque de apoplejía mi padre, que no tenía herederos varones, había decidido deshacerse de la empresa para pasar en paz sus últimos años. A primera vista, Augusto me pareció muy antipático. Venía de Italia, como decíamos nosotros, y al igual que todos los italianos tenía una afectación que yo encontraba irritante. Es extraño, pero a menudo ocurre que determinadas personas, importantes en nuestra existencia, al principio no nos gustan nada. Tras la comida mi padre se retiró a descansar y a mí me dejaron en la sala acompañando a nuestro huésped en espera de que para él llegase la hora de coger el tren. Estaba de lo más fastidiada. Durante esa hora, o poco más, que pasamos juntos, lo traté sin muchos miramientos. A cada pregunta suya contestaba con un monosílabo, y si él se quedaba callado, yo también. Cuando, ya ante la puerta, me dijo: «Mis respetos, señorita», le tendí la mano con la misma distancia con que una aristócrata se la concede a un hombre de rango inferior.

«Para ser italiano, el señor Augusto es simpático», había dicho mi madre esa noche mientras cenábamos. «Es una persona honrada -había contestado mi padre-. Y también hábil en los negocios.» En ese momento, adivina lo que ocurrió. Mi lengua actuó por su cuenta: «¡Y no lleva anillo de boda!», exclamé con repentina vivacidad. Cuando mi padre repuso: «Efectivamente, el pobre es viudo», yo ya estaba roja como un tomate y profundamente avergonzada.

Dos días después, al volver de dar una clase, encontré en la entrada de casa un paquete envuelto en papel de plata. Era el primer paquete que recibía en mi vida. No conseguía imaginar quién podía habérmelo enviado. Bajo el paquete había una nota. ¿Conoce estos dulces? Debajo, la firma de Augusto.

Por la noche, con esos dulces sobre la mesita de noche, no lograba conciliar el sueño. «Los habrá enviado por cortesía hacia mi padre», decía para mis adentros, y, mientras tanto, me comía una tras otra las piezas de mazapán. Volvió a Trieste tres semanas después, «por negocios», según dijo durante el almuerzo, pero en vez de marcharse en seguida como la vez anterior, se quedó en la ciudad algún tiempo más. Antes de despedirse le pidió permiso a mi padre para llevarme a dar un paseo por la ciudad en su coche, y mi padre, sin siquiera consultarme, se lo concedió. Toda la tarde estuvimos dando vueltas por las calles de la ciudad; él hablaba poco, me pedía información sobre los monumentos y después se quedaba callado, escuchándome. Me escuchaba, eso era para mí un auténtico milagro.

La mañana del día en que se marchó me hizo enviar un ramo de rosas rojas. Mi madre estaba de lo más excitada, yo simulaba no estarlo, pero para abrir el sobre y leer la nota aguardé muchas horas. En breve sus visitas se volvieron semanales. Todos los sábados venía a Trieste y volvía a partir hacia su ciudad el domingo. ¿Recuerdas lo que hacía el Principito para domesticar al zorro? Iba todos los días a plantarse ante su madriguera y aguardaba a que saliera. De esa manera, poco a poco, el zorro aprendió a conocerlo y a no tenerle miedo. No sólo eso, sino que aprendió también a emocionarse ante la vista de todo aquello que le recordase a su pequeño amigo. Seducida mediante la misma táctica, yo también, esperándolo, empezaba a agitarme desde el jueves. El proceso de domesticación había empezado. Después de un mes, toda mi vida orbitaba alrededor de la espera del fin de semana. En poco tiempo, una gran confianza se había establecido entre nosotros. Con él, por fin, podía hablar: él apreciaba mi inteligencia y mi anhelo de saber; yo apreciaba su mesura, su disponibilidad para escuchar, esa sensación de seguridad y protección que los hombres maduros pueden brindar a una mujer joven.

Nos casamos en una sobria ceremonia el día 1 de junio de 1940. Diez días después, Italia entró en guerra. Por razones de seguridad, mi madre se refugió en una aldea de montaña, en el Véneto, en tanto que yo me instalé en L'Aquila con mi marido.

A ti, que la historia de aquellos años solamente la has leído, que en vez de vivirla la has estudiado, te parecerá extraño que yo nunca haya aludido a todos los trágicos sucesos de aquel período. Teníamos el fascismo, las leyes raciales, había estallado la guerra y yo seguía ocupándome tan sólo de mis pequeñas desdichas personales, de los desplazamientos milimétricos de mi ánimo. Pero no creas que mi actitud era excepcional, todo lo contrario. Salvo una pequeña minoría politizada, todos se comportaban de la misma manera en nuestra ciudad. Mi madre, por ejemplo, consideraba que el fascismo era una payasada. Cuando estábamos en casa definía al duce como «ese vendedor de sandías». Pero después iba a cenar con los jerarcas y se quedaba charlando con ellos hasta tarde. De la misma manera yo encontraba absolutamente ridículo y fastidioso participar en el «sábado italiano», marchar y cantar vistiendo los colores de una viuda. Sin embargo, igualmente acudía, pensaba que se trataba de una molestia a la que había que someterse para vivir tranquilos. Ciertamente, una conducta de esa clase no es grandiosa, pero es muy corriente. Vivir tranquilos es una de las máximas aspiraciones de los hombres: lo era en aquel entonces y probablemente sigue siéndolo.

En L'Aquila nos alojamos en la casa de la familia de Augusto, un gran apartamento en la primera planta de un palacete nobiliario del centro. Los muebles eran oscuros, pesados: había poca luz y el aspecto era siniestro. En cuanto entré, sentí que se me oprimía el corazón. ¿Aquí es donde tendré que vivir, me pregunté, con un hombre al que conozco desde hace apenas seis meses, en una ciudad en la que no tengo ni siquiera un amigo? Mi marido comprendió en seguida el estado de desconcierto en que me hallaba y durante las primeras dos semanas hizo todo lo que pudo por distraerme. Día sí, día no cogía el coche e íbamos de excursión por las montañas de los alrededores. Ambos éramos muy aficionados a las excursiones. Viendo aquellas montañas tan hermosas, esos pueblos encastillados en las cimas como si fuesen pesebres, me había tranquilizado un poco, en cierto sentido me parecía no haber abandonado el Norte, mi casa. Seguíamos hablando mucho. Augusto amaba la naturaleza, sobre todo los insectos, y mientras paseábamos me explicaba un montón de cosas. Gran parte de lo que sé sobre las ciencias naturales se lo debo precisamente a él.