Al terminar esas dos semanas, que fueron nuestra luna de miel, él reemprendió su trabajo y yo empecé mi propia vida, sola en la gran casa. Me acompañaba una vieja criada, que se encargaba de las principales faenas domésticas. Como todas las esposas burguesas, yo sólo tenía que programar el almuerzo y la cena: por lo demás, no tenía nada que hacer. Adopté la costumbre de salir todos los días, sola, a dar largos paseos. Recorría de cabo a rabo las calles a paso vivo, tenía en la cabeza muchos pensamientos y no lograba poner claridad entre ellos. ¿Lo quiero, me preguntaba deteniéndome repentinamente, o todo ha sido un gran deslumbramiento? Cuando estábamos sentados a la mesa, o por las noches en la sala, lo miraba y al mirarlo me preguntaba: ¿qué es lo que siento? Sentía ternura, eso era seguro, y con toda certeza él sentía lo mismo hacia mí. Pero, ¿era eso el amor? ¿Simplemente eso? No habiendo sentido nunca otra cosa, no lograba encontrar una respuesta.
Después de un mes llegaron a oídos de mi marido las primeras murmuraciones. «La alemana -habían dicho voces anónimas- anda sola por las calles a todas horas.» Yo estaba estupefacta. Habiendo crecido entre costumbres diferentes, nunca hubiera podido imaginarme que unos inocentes paseos pudiesen causar escándalo. Augusto estaba disgustado, comprendía que para mí el asunto era incomprensible, pero, sin embargo, en favor de la paz ciudadana y por su propio buen nombre, igualmente me rogó que interrumpiera mis salidas solitarias. Después de seis meses de esa clase de existencia me sentí completamente apagada. El pequeño muerto interior se había convertido en un muerto enorme; yo actuaba como una autómata, tenía la mirada opaca. Cuando hablaba, sentía distantes mis palabras, como si salieran de la boca de otra persona. Entretanto, había conocido a las esposas de los colegas de Augusto y me veía con ellas en un café del centro.
A pesar de que éramos más o menos coetáneas, en realidad teníamos muy poco que decirnos. Hablábamos el mismo idioma, pero ése era el único punto en común.
Al regresar a su ambiente, en breve Augusto empezó a comportarse como un hombre de su tierra. Durante las comidas nos manteníamos casi callados, cuando yo me esforzaba por contarle algo me contestaba sí o no, con monosílabos. Por las noches frecuentemente se iba al círculo; cuando se quedaba en casa se encerraba en su despacho para ordenar su colección de coleópteros. Su gran sueño era descubrir algún insecto que nadie conociese todavía, y así su nombre perduraría para siempre en los libros de ciencias. Yo hubiera querido perpetuar el nombre de otra manera, vale decir, con un hijo: ya tenía treinta anos y sentía que el tiempo se deslizaba cada vez más rápidamente a mis espaldas. Desde ese punto de vista, las cosas funcionaban muy maclass="underline" después de una primera noche más bien decepcionante, no había ocurrido gran cosa más. Tenía la sensación de que, por encima de todo, lo que quería Augusto era encontrar en casa a alguien a la hora de comer, alguien a quien exhibir con orgullo en la catedral los domingos; parecía no interesarle gran cosa la persona que había detrás de esa imagen reconfortante. ¿Adónde había ido a parar el hombre agradable y disponible del tiempo del galanteo? ¿Era posible que el amor tuviese que terminar de esa manera? Augusto me había contado que en primavera los pájaros cantan con más fuerza para complacer a las hembras, para inducirlas a construir el nido con ellos. Había obrado también él de la misma manera: una vez seguro de tenerme en el nido, había dejado de interesarse por mi existencia. Yo estaba allí, le brindaba calor y basta.
¿Lo odiaba? No; te parecerá extraño, pero no lograba odiarlo. Para odiar a alguien es necesario que te hiera, que te haga daño. Augusto no me hacía nada, ésa era la cuestión. Es más fácil morirse de nada que de dolor: una puede rebelarse ante el dolor; ante la nada, no.
Naturalmente, cuando hablaba con mis padres les decía que todo iba bien, me esforzaba por mostrar una voz de joven esposa feliz. Estaban seguros de haberme dejado en buenas manos y yo no quería que esa seguridad de ellos se resquebrajase. Mi madre seguía ocultándose en las montañas, mi padre se había quedado solo en la torre familiar con una prima lejana que lo atendía. «¿Novedades?», me preguntaba una vez al mes; y yo contestaba que no, que todavía no. Le importaba mucho tener un nietecito, con la senilidad lo había invadido una ternura que antes nunca había tenido. Lo sentía un poco más cerca de mí a causa de ese cambio y lamentaba decepcionar sus expectativas. Al mismo tiempo, sin embargo, no tenía suficiente confianza como para contarle los motivos de mi prolongada esterilidad. Mi madre me enviaba largas cartas que chorreaban retórica. Escribía en la hoja «mi adorada hija», y debajo enumeraba minuciosamente todas las pocas cosas que le habían ocurrido ese día. Por último siempre me comunicaba que había terminado de tejer la última prenda para el nieto que tenía que llegar. Mientras tanto yo me consumía, al mirarme todas las mañanas en el espejo me veía cada vez más fea. De vez en cuando le decía a Augusto por las noches: «¿Por qué no conversamos?» «¿De qué?», contestaba él sin levantar la mirada de la lupa con la que estaba observando algún insecto. «No sé -respondía yo-, tal vez nos podamos contar algo.» Entonces él meneaba la cabeza: «Olga -decía-, tú realmente tienes la fantasía enferma.»
De todos es sabido que los perros, después de una larga convivencia con el amo, terminan poco a poco por parecérsele. Yo tenía la sensación de que a mi marido le estaba ocurriendo lo mismo: cuanto más transcurría el tiempo, más se parecía en todo y de todas las maneras a un coleóptero. Sus movimientos ya no tenían nada de humano, no eran fluidos, sino geométricos, cada gesto se desarrollaba con movimientos mecánicos. E igualmente su voz carecía de timbre, ascendía desde algún lugar no precisado de la garganta con un ruido metálico. Se interesaba de manera obsesiva por los insectos y por su trabajo, pero, aparte de esas dos cosas, no había nada que le causara el más mínimo arrebato. En cierta ocasión, sosteniéndolo con unas pinzas, me había mostrado un insecto horrible, creo que se llamaba grillo topo. «Mira qué mandíbulas -me había dicho-, con ellas verdaderamente puede comer de todo.» Esa misma noche soñé con él bajo esa forma, era enorme y devoraba mi vestido de novia como si fuese de cartón.
Después de un año empezamos a dormir en cuartos separados: él se quedaba despierto con sus coleópteros hasta tarde y no quería molestarme, o, por lo menos, eso es lo que dijo. Contándote así lo que era mi matrimonio, te parecerá algo extraordinariamente horrible, pero realmente no tenía nada de extraordinario. En aquel entonces casi todos los matrimonios eran así, pequeños infiernos domésticos en los que tarde o temprano uno de los dos tenía que sucumbir.
¿Por qué no me rebelaba? ¿Por qué no cogía mi maleta para regresar a Trieste?
Porque entonces no había ni separación ni divorcio. Para romper un matrimonio tenía que haber malos tratos graves, o había que tener un temperamento rebelde, huir, largarse a vagabundear por el mundo para siempre. Pero, como sabes, la rebeldía no forma parte de mi carácter, y Augusto no sólo jamás había levantado contra mí ni un dedo, sino ni siquiera la voz. Jamás me hizo falta nada. Los domingos, al regresar de la misa, nos metíamos en la pastelería de los hermanos Nurzia y me compraba todo lo que me diera la gana. No te será difícil imaginar con qué clase de sentimientos me despertaba todas las mañanas. Después de tres años de matrimonio tenía en la mente un solo pensamiento, y era el pensamiento de la muerte.