Augusto nunca me habló de su anterior esposa: las pocas veces que yo, discretamente, le pregunté algo, cambió de tema. Con el tiempo, caminando durante las tardes de invierno por esas habitaciones espectrales, me convencí de que Ada -así se llamaba su primera esposa- no había muerto por enfermedad o accidente, sino que se había suicidado. Cuando la criada no estaba en casa, yo pasaba el tiempo desatornillando tablones, desmontando los cajones: buscaba furiosamente un rastro, un indicio que confirmase mis sospechas. Un día de lluvia, en el falso fondo de un armario, encontré unos vestidos de mujer, eran los de ella. Saqué uno, oscuro, y me lo puse: teníamos la misma talla. Contemplándome en el espejo empecé a llorar. Lloraba quedamente, sin sollozos, como quien sabe que su destino ya está marcado. En un rincón de la casa había un reclinatorio de madera maciza que había pertenecido a la madre de Augusto, una mujer muy devota. Cuando no sabía qué hacer, me encerraba en aquel cuarto y allí me quedaba durante horas, con las palmas unidas. ¿Rezaba? No lo sé. Hablaba, o trataba de hablar, con Alguien que suponía se hallaba por encima de mi cabeza. Decía: «Señor, haz que encuentre mi camino, si es éste mi rumbo ayúdame a soportarlo.» La asistencia habitual a la iglesia, a la que me había visto obligada por mi condición de esposa, me había llevado a volver a plantearme muchas preguntas, unas preguntas que llevaba sepultadas en mi interior desde la infancia. El incienso me aturdía, igual que la música del órgano. Escuchando la lectura de las Sagradas Escrituras algo vibraba débilmente en mi interior. Pero cuando encontraba por la calle al párroco sin los paramentos sacros, cuando miraba su nariz a manera de esponja y sus ojos algo porcinos, cuando escuchaba sus preguntas banales e irremediablemente falsas, ya nada vibraba en mi y me decía: «Pues ya está, no es más que un embuste, una manera de conseguir que las mentes débiles soporten la opresión bajo la cual les toca vivir.» Pese a todo, en el silencio de la casa, me gustaba leer el Evangelio. Encontraba que muchas palabras de Jesús eran extraordinarias, me cargaba de fervor hasta el extremo de repetirlas en voz alta muchas veces.
Mi familia no era nada religiosa: mi padre se consideraba un librepensador y mi madre, conversa desde hacía ya dos generaciones, como te he contado, acudía a misa simplemente por puro conformismo social. Las pocas veces que le había preguntado algo acerca de los asuntos de la fe me había dicho: «No sé, nuestra familia no tiene religión.» Sin religión. Esa frase tuvo el peso de un peñasco en la fase más delicada de mi infancia, cuando me hacía preguntas sobre las cosas más grandes. En esas palabras había una especie de marca de infamia: habíamos abandonado una religión para abrazar otra hacia la cual no sentíamos el menor respeto. Éramos unos traidores, y en cuanto traidores, para nosotros no había sitio ni en el cielo ni en la tierra, en ningún lugar.
De tal suerte, aparte de las pocas anécdotas que me habían enseñado las monjas, no había conocido nada más sobre el saber religioso. Hasta los treinta años. El reino de Dios está dentro de nosotros, repetía para mis adentros al tiempo que caminaba por la casa vacía. Lo repetía e intentaba imaginar dónde se encontraba. Veía a mi ojo meterse en mi interior como un periscopio, escrutar los vericuetos del cuerpo, los repliegues mucho más misteriosos de la mente. ¿Dónde estaba el reino de Dios? No conseguía verlo, alrededor de mi corazón había bruma, una bruma pesada y no las colinas verdes y luminosas que imaginaba eran el paraíso. En los momentos de lucidez me decía: «Estoy volviéndome loca, como todas las solteronas y las viudas, lentamente, imperceptiblemente, he caído en el delirio místico.» Después de cuatro años de esa clase de vida, cada vez me costaba más distinguir las cosas falsas de las verdaderas. Las campanadas de la catedral cercana sonaban cada cuarto de hora; para no oírlas o por oírlas menos me metía algodón en los oídos.
Me había entrado la obsesión de que los insectos de Augusto no estaban muertos ni mucho menos. Por las noches sentía el crujir de sus patas mientras merodeaban por la casa, caminaban por todas partes, trepaban por las paredes empapeladas, reptaban sobre las baldosas de la cocina, se arrastraban por las alfombras de la sala. Estaba allí, en la cama, y contenía el aliento esperando que entrasen en mi cuarto a través de la rendija inferior de la puerta. A Augusto trataba de ocultarle ese estado mío. Por la mañana, con una sonrisa en los labios, le comunicaba qué pensaba preparar para el almuerzo; seguía sonriendo hasta que él salía de casa. Con la misma sonrisa estereotipada lo recibía a su regreso.
Igual que mi matrimonio, la guerra también había llegado a su quinto año. Durante el mes de febrero habían caído bombas sobre Trieste. Bajo el último ataque, la casa de mi infancia había quedado completamente destruida. La única víctima había sido el caballo que mi padre utilizaba para su calesa, lo habían encontrado en medio del jardín con dos patas arrancadas.
En aquel entonces no había televisión, las noticias viajaban mucho más lentamente. De la pérdida de nuestra casa me enteré al día siguiente, mi padre me telefoneó. Ya por cómo él había dicho «dígame», yo me di cuenta de que algo grave había ocurrido; tenía la voz de una persona que ha dejado de vivir tiempo atrás. Sin tener ya un sitio mío al que regresar me sentí verdaderamente perdida. Durante dos o tres días di vueltas por la casa como en estado de trance. No había nada que lograse sacarme de ese aturdimiento: en una secuencia única, monótona y monocromática, veía desplegarse uno detrás de otro mis años hasta la muerte.
¿Sabes cuál es un error en el que siempre incurrimos? El de creer que la vida es inmutable, que una vez metidos en unos raíles hemos de recorrerlos hasta el final. En cambio, el destino tiene mucha más fantasía que nosotros. Justamente cuando crees encontrarte en una situación que no tiene escapatoria, cuando llegas al ápice de la desesperación, con la velocidad de una ráfaga de viento cambia todo, queda patas arriba, y de un momento a otro te encuentras viviendo una nueva vida.
Dos meses después del bombardeo de la casa terminó la guerra. Yo viajé inmediatamente a Trieste, mi padre y mi madre ya se habían trasladado a un apartamento provisional con otras personas. Había tal cantidad de asuntos prácticos de que ocuparse que después de una semana ya casi me había olvidado de los años que había pasado en L'Aquila. También Augusto llegó un mes después. Tenía que volver a coger las riendas de la empresa que le había comprado a mi padre, durante aquellos años de guerra había delegado su administración y no había trabajado casi nada con ella. Además, mi padre y mi madre ya no tenían vivienda y habían envejecido mucho de veras. Con una rapidez que me sorprendió, Augusto decidió abandonar su ciudad para trasladarse a Trieste, compró esta torre en la meseta y antes del otoño vinimos a vivir aquí todos juntos.
Contrariamente a mis previsiones, mi madre fue la primera en dejarnos, murió poco después de comenzar el verano. Su temple empecinado había quedado minado por aquel período de soledad y de miedo. Con su desaparición volvió a manifestarse vivamente en mí, con prepotencia, el deseo de tener un hijo. Nuevamente dormía con Augusto y pese a ello, por las noches, entre nosotros no ocurría nada o casi nada. Yo pasaba mucho tiempo en el jardín, sentada en compañía de mi padre. Precisamente fue él quien me dijo, durante una tarde soleada: «Para el hígado y para las mujeres, las aguas pueden resultar milagrosas.»