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Y él, Ben. ¿Cómo está Ben?, se preguntó burlón. Decidió que se había recuperado.

Fue a hablar con Molly. Le habían dado una habitación en la zona administrativa del hospital. Golpeó ligeramente a la puerta y entró antes de que le respondiera. Las puertas eran cerradas en muy pocas oportunidades durante el día, pero parecía natural que ella lo hiciera, tal como le parecía natural a él cerrar la suya mientras trabajaba. La miró un momento. ¿Había deslizado algo debajo del papel que había en el tablero de dibujo? No estaba seguro. Molly estaba sentada de espaldas a la ventana, frente al tablero inclinado.

—Hola, Ben.

— ¿Puedes dedicarme unos minutos?

—Sí. Te manda Miriam, ¿verdad? Pensé que lo haría.

—Tus hermanas están muy preocupadas por ti.

Ella miró el tablero y tocó un papel.

Había cambiado, pensó Ben. Nadie podría confundirla con Miriam u otra de las hermanas. Rodeó la mesa y miró el dibujo. Su cuaderno estaba abierto en una hoja llena de apresurados bocetos de edificios, calles destruidas, montañas de escombros. Por un momento tuvo la curiosa sensación de estar allí, viendo la devastación, la tragedia de una época perdida; Molly tenía el poder de poner las imágenes de su mente en el papel. Se volvió y miró las colinas que ahora eran manchas de color iluminadas por el sol.

Mirándolo, Molly pensó: ni Thomas ni Jed querían hablar con ella. Thomas la huía como si tuviera la peste y Jed recordaba otras cosas, cosas urgentes que tenía que hacer; Harvey hablaba mucho y no decía nada. Y Lewis estaba demasiado ocupado.

Pero con Ben podía hablar, pensó. Podían revivir juntos el viaje, podían tratar de entender qué había sucedido, porque lo que le había sucedido a ella le había sucedido a él también. Lo veía en su cara, en la forma en que había dado la espalda bruscamente a su dibujo. Había algo dentro de él dispuesto a despertar, dispuesto a susurrar, si él lo permitía, igual que le susurraba a ella y había cambiado el mundo que veía. A ella no le hablaba con palabras sino con colores, con símbolos que no entendía, con sueños, con visiones que pasaban velozmente por su cabeza. Lo miró, allí de pie con el sol iluminándolo. La luz daba en su brazo de forma tal que cada vello era dorado, un bosque de árboles dorados en una llanura marrón. El se movió y el crepúsculo en la llanura hizo que los árboles se volvieran negros.

—Hermanita —comenzó él, y ella sonrió y meneó la cabeza.

—No me llames así —dijo—. Llámame… lo que quieras, pero así no.

Lo había puesto nervioso; frunció el ceño y su rostro perdió toda expresión.

—Molly —dijo—. Llámame Molly.

Pero ahora, él no sabía qué era lo que iba a decirle. La diferencia estaba en su expresión, pensó súbitamente. Su físico era idéntico al de Miriam y las otras hermanas; lo que cambiaba era la expresión. ¿Parecía más madura, más templada? No era eso, pero era algo parecido. Decidida. Más profunda.

—Quiero verte regularmente durante un tiempo —dijo Ben bruscamente. No era lo que había empezado a decir; ni siquiera había pensado semejante cosa.

Molly asintió lentamente.

El dudaba, todavía, sin saber qué más decir.

—Dime cuándo —dijo dulcemente Molly.

—Lunes, miércoles y sábados, después de comer —dijo bruscamente. Tomó nota en su cuaderno.

— ¿Empezamos hoy? ¿O espero hasta el miércoles?

Se estaba burlando de él, pensó irritado y cerró el cuaderno de un golpe. Giró y se dirigió hacia la puerta.

—Hoy —dijo.

La voz de Molly lo detuvo en la puerta.

— ¿Crees que me estoy volviendo loca, Ben? Es lo que piensa Miriam.

El se quedó con la mano en el picaporte, sin mirarla. La pregunta lo sobresaltó. Debía tranquilizarla, lo sabía, decir algo calmante, algo acerca de la gran preocupación de Miriam, algo.

—Inmediatamente después de comer —dijo bruscamente, y se marchó.

Molly recuperó el papel que había deslizado debajo del dibujo de Washington y lo estudió un rato con los ojos entrecerrados. Era el valle, distorsionado para que cupieran el viejo molino, el hospital y la granja Sumner, alineados de forma que sugirieran una vinculación. Pero no estaba bien, y ella no sabía por qué. Había unas marcas disimuladas donde habría gente en el dibujo: un grupo en el molino, más en la entrada del hospital, un grupo en el campo detrás de la vieja casa. Borró las marcas y boceto muy ligeramente una figura única, un hombre, de pie en el campo. Dibujó otra figura, una mujer, yendo del hospital hacia la casa. El problema eran los tamaños, pensó. Los edificios, especialmente el molino, eran tan grandes, las figuras tan chicas, empequeñecidas por las cosas que habían hecho. Pensó en los esqueletos que había visto en Washington; un cuerpo reducido a los huesos era aún más pequeño. Haría sus figuras enflaquecidas, casi esqueléticas, despojadas…

Súbitamente arrancó el papel, lo arrugó formando una pelota y lo tiró a la papelera. Se cubrió la cara con las manos.

Celebrarían una “Ceremonia de los Perdidos” para ella, pensó vagamente. Las hermanas serían consoladas por los demás y la fiesta duraría hasta el amanecer, mientras todos demostraban su solidaridad ante la terrible pérdida. A la luz del sol naciente, las hermanas sobrevivientes unirían sus manos formando un círculo y después de eso, dejaría de existir para ellas. Ya no las atormentaría con su rareza, con su distancia. Nadie tenía derecho a causar infelicidad a los hermanos y hermanas, pensó. Nadie tenía derecho a existir si su existencia era una amenaza para la familia. Esa era la ley.

Se reunió con sus hermanas para almorzar en la cafetería y trató de compartir su alegría mientras hablaban de la fiesta de presentación de las hermanas Julie esa noche.

—Recordadlo —dijo Meg riendo maliciosamente—; por muchas ofertas que recibamos, no aceptéis ningún brazalete. Y quien vea primero a los hermanos Clark, que les ponga un brazalete, antes de que puedan detenerla.

Rió roncamente. Dos veces habían tratado de atrapar a los hermanos Clark y dos veces otras hermanas les habían ganado. Esta noche se separarían y se apostarían a lo largo del sendero que llevaba al auditorio, para aguardar a los jóvenes hermanos Clark, cuyas mejillas aún tenían pelusa, que habían entrado en el mundo adulto sólo el otoño pasado.

—Todos gritarán “¡Trampa!” —dijo Miriam, protestando débilmente.

—Ya lo sé —dijo Meg, riendo de nuevo.

Melissa rió con ella y Marta sonrió mirando a Molly.

—Tú aguarda en el sendero junto al molino. —Sus ojos despedían chispas—. Tengo los brazaletes prontos. Son rojos, con seis campanillas plateadas. ¡Cómo sonará, el que obtenga el brazalete!

Las seis campanillas significaban que todas las hermanas invitaban a todos los hermanos.

Por toda la cafetería había grupos como el suyo, pensó Molly mirando a su alrededor. Pequeños grupos de gente, todos conspirando, planeando sus conquistas con alegría, armando trampas… Todos idénticos, pensó, como muñecos.

Las hermanas Julie tenían cabellos rubios y largos, sostenidos por tiaras de flores rojas. Habían elegido túnicas largas que arrastraban por detrás y se levantaban en la parte delantera, con drapeados que subrayaban deliciosamente sus pechos. Eran tímidas, sonrientes; decían poco y no comían nada. Tenían catorce años.

Molly alejó sus ojos de ellas y sintió angustia. Hace seis años había estado allí de pie, sonrojada, atemorizada y orgullosa, llevando el brazalete de los hermanos Henry. Los hermanos Henry, pensó súbitamente. Su primer hombre había sido Henry, y lo había olvidado. Miró el brazalete que había en su brazo izquierdo y volvió a desviar la vista. Una de las hermanas había llegado primero a Clark y más tarde Molly y sus hermanas jugarían en la esterilla con los hermanos Clark. Aún tan suaves; sus caras eran tan suaves como las de las Julie.