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Pronto sus hermanos se reunirían con él en un encuentro formal que le habían solicitado y tendría que fijar una fecha para entregar el informe que ni siquiera había comenzado. Miró el cuaderno de apuntes en la mesa y se volvió nuevamente hacia la ventana. El cuaderno de apuntes estaba lleno; ya no tenía nada que preguntarle, nada más que extraer de ella, y sabía tan poco como en otoño.

En su bolsillo había un paquetito de sasafrás, el primero de la estación, un regalo para ella. Harían té y se sentarían ante el fuego, saboreando la fragante bebida caliente. Se acostarían y él hablaría del valle, de la expansión del laboratorio, del progreso de las embarcaciones, de los planes para clonar exploradores y trabajadores que pudieran reparar caminos o construir puentes y hacer lo necesario para abrir la ruta a Washington, a Filadelfia, a Nueva York. Ella preguntaría por sus hermanas, que estaban trabajando en libros de texto, copiando cuidadosamente ilustraciones, mapas, gráficos, y asentiría gravemente cuando él respondiera, y su mirada se dirigiría a sus cuadros que nadie en el valle podía o quería entender. Ella hablaría de cualquier cosa, respondería a cualquier pregunta que él hiciera, excepto sobre los cuadros.

Entendía lo que hacía tan poco como él, y eso estaba en sus notas. Se sentía obligada a pintar, a hacer tangibles esas visiones que eran borrosas y ambiguas, y hasta hirientes. La compulsión era más fuerte que sus deseos de vivir, pensó amargamente. Y ahora sus hermanos se reunirían con él y decidirían acerca de ella.

¿Le ofrecerían un saco de semillas y la acompañarían río abajo?

Unas nubes oscuras bajaron de las montañas, interrumpiendo la débil luz, y de nuevo el viento azotó la ventana y la bombardeó con gotas de lluvia. Ben estaba de pie, observando la tormenta, cuando sus hermanos entraron en la habitación y se sentaron.

—No perderemos tiempo —dijo Barry, tal como hubiese hecho Ben en su lugar—. No ha mejorado, ¿verdad?

Ben se sentó, para completar el círculo, y meneó la cabeza.

—En efecto, más bien está peor de lo que estaba cuando volvió a casa —continuó Barry—. El aislamiento ha hecho que su enfermedad se extienda, se intensifique, y al visitarla en su aislamiento, aunque fuese temporariamente, has permitido que su enfermedad te contagie.

Ben miró a sus hermanos, sorprendido y confuso. ¿No le habían proporcionado ninguna clave, ninguna pista de que pensaban eso? Se dio cuenta de que al hacerse esa pregunta estaba respondiendo a otra. Tendría que haberlo sabido. Es una unidad que funcionaba bien, no había secretos. Meneó la cabeza lentamente y habló con cuidado.

—Durante un tiempo creí estar enfermo yo también, pero continué funcionando según nuestro ritmo y nuestras necesidades, me deshice de los pensamientos que me perturbaban. ¿De qué modo os he ofendido?

Barry meneó la cabeza, impaciente.

Por un momento, Ben sintió la infelicidad de los otros.

—Tengo una teoría acerca de Molly, que quizá se aplique también a mí. —Los otros aguardaron—. Antes de nosotros, siempre hubo un período en la infancia en que el desarrollo del ego se producía naturalmente, y si todo iba bien durante ese período, se formaba un individuo, separado de sus padres. Para nosotros ese desarrollo no es necesario ni posible, porque nuestros hermanos y hermanas impiden la necesidad de una existencia separada y se forma, en cambio, una conciencia única. Hay estudios muy antiguos sobre gemelos idénticos que reconocían esa unidad o conciencia de grupo, pero los investigadores no estaban preparados para entender el mecanismo. Se le prestó poca atención y se lo estudió poco.

Ben se puso de pie y fue hacia la ventana. Ahora llovía con fuerza.

—Sugiero que todos llevamos latente en nuestro interior la capacidad para el desarrollo de un ego individual. Queda inactivo cuando pasa el momento fisiológico para su emergencia espontánea, pero en el caso de Molly, y quizá en el de otros, si hay un estímulo suficiente en condiciones adecuadas, el desarrollo se inicia.

— ¿Y las condiciones adecuadas serían la separación de hermanos y hermanas en circunstancias difíciles? —preguntó Barry, pensativo.

—Creo que sí. Pero ahora —dijo Ben, urgido— lo importante es dejarlo desarrollarse y ver qué sucede. Yo no puedo predecir su conducta futura. No sé qué debo esperar cada día.

Barry y Bruce se miraron y miraron a los demás. Ben trató de interpretar sus miradas, pero no pudo. Sintió frío y se volvió para mirar la lluvia.

—Decidiremos mañana —dijo Barry—. Pero sea la que sea nuestra decisión acerca de Molly, hay otra que hemos tomado y es inalterable. No debes seguir viéndola, Ben. Por tu propio bien y por el nuestro, debemos prohibir que la visites.

Ben asintió, mostrándose de acuerdo.

—Tendré que avisarla —dijo.

Al oír el tono de su voz, Barry volvió a mirar a los otros hermanos y asintió de mala gana.

— ¿Por qué estás tan sorprendido? —Preguntó Molly—. Esto tenía que suceder.

—Te he traído un poco de té —dijo Ben bruscamente.

Molly cogió el paquete y lo miró largo rato.

—Tengo un regalo para ti —dijo en voz baja—. Te lo iba a dar en otro momento, pero… Iré a buscarlo.

Se fue y volvió rápidamente con un paquetito de no más de quince centímetros de lado. Era un papel plegado, y cuando se lo abría tenía varias caras, todas variaciones sobre la de Ben. En el centro había una maciza cabeza de hombre con gruesas cejas y ojos penetrantes, rodeado por cuatro más, suficientemente parecidos para mostrar que estaban emparentados.

— ¿Quiénes son?

—El del medio es el anciano que era el dueño de esta casa. Encontré fotografías en el ático. Este es su hijo, el padre de David, y éste es David. Este eres tú.

—O Barry, o Bruce, o cualquiera de los anteriores —dijo secamente Ben. No le gustaba el retrato compuesto. No le gustaba mirar las caras de hombres que habían vivido vidas tan diferentes e inexplicables y que se parecían tanto a él.

—Creo que no —dijo Molly, mirando el retrato con los ojos entornados y mirando luego a Ben—. Tus hermanos tienen algo diferente en los ojos; sólo ven hacia afuera. Tú y los otros hombres del dibujo podéis mirar en dos direcciones.

Súbitamente rió y lo llevó hacia el fuego.

—Pero déjalo. Tomaremos nuestro té con pastas. Me traen más de lo que puedo comer y he ahorrado mucho. ¡Será una fiesta!

—No quiero té —dijo Ben. Sin mirarla, observando las llamas del hogar, preguntó—: ¿Nunca te importa nada?

— ¿Importarme?

Ben oyó el sufrimiento, agudo, innegable. Cerró los ojos.

— ¿Tendría que llorar y aullar y golpearme la cabeza contra la pared? ¿Tendría que suplicarte que no me dejes, que te quedes conmigo para siempre? ¿Tendría que arrojarme desde la ventana más alta de la casa? ¿Ponerme pálida y marchitarme como una flor de otoño, muerta por causa del frío que no entiende? ¿Cómo tendría que demostrarte que me importa, Ben? Dime qué tengo que hacer.

El sintió la mano de Molly en su mejilla, abrió los ojos y descubrió que le ardían.

—Ven conmigo, Ben —dijo ella dulcemente—. Y quizá después lloremos juntos, cuando nos despidamos.

—Prometemos no hacerle daño —dijo Barry en voz baja—. Si necesita de alguno de nosotros, la cuidaremos. Se le permitirá vivir su vida en la granja Sumner. Nunca exhibiremos ni permitiremos que otros exhiban sus cuadros, pero los preservaremos cuidadosamente para que nuestros descendientes puedan estudiarlos y entender las decisiones que hemos tomado hoy.