—Mira, Molly, volverán a dormirte si creas problemas. ¿Entiendes? Quédate quieta hasta el recreo y entonces hablaré contigo.
— ¿Dónde está Mark? —susurró Molly.
La mujer echó una mirada a su alrededor y dijo en voz muy baja —Está bien. ¡Siéntate! Ahí viene una enfermera.
Molly volvió a sentarse y miró fijamente el suelo hasta que la enfermera, después de echar un vistazo, se fue de la habitación. Mark estaba bien. Había hielo. Invierno. Entonces ya tenía seis años. No recordaba nada del final del verano, del otoño. ¿Qué le habían hecho?
Las horas que faltaban para el recreo fueron dolorosamente lentas. Ocasionalmente, una u otra de las mujeres la miraba y había conocimiento en su mirada, no las miradas indiferentes que le habían dirigido antes. Se estaba corriendo la voz de que había vuelto y la vigilaban, quizá para saber qué haría, quizá para darle la bienvenida, quizá por alguna razón que no sospechaba. Miraba al suelo. Tenía los puños apretados, las uñas clavadas en las palmas. Los aflojó. La habían llevado a una habitación de hospital, pero no al hospital de siempre, al de las criadoras. La habían examinado cuidadosamente. Recordaba inyecciones, preguntas, píldoras… Era muy borroso. Sus puños volvieron a cerrarse.
—Ven, Molly. Beberemos té y te diré lo que pueda.
— ¿Quién eres?
—Sondra. Ven.
Tendría que haberlo sabido, pensó Molly siguiendo a Sondra. Recordó súbitamente la ceremonia que se había celebrado por Sondra, que sólo tenía tres o cuatro años más que ella. Ella misma debía de tener nueve o diez años, pensó.
El té era una bebida amarillo pálido que no pudo identificar. Después de beber un sorbo lo dejó y miró la ventana que había al otro lado del vestíbulo.
— ¿En qué mes estamos?
—En enero. —Sandra bebió su té, se inclinó y dijo en voz baja—: Oye, Molly, te han quitado las drogas y te vigilarán durante las próximas semanas para ver cómo te portas. Si causas problemas volverán a darte alguna cosa. Has sido condicionada. No luches contra ello y todo irá bien.
A Molly le parecía que sólo entendía la mitad de lo que decía Sondra. Volvió a mirar el vestíbulo; aquí los sillones eran cómodos y había mesas a intervalos convenientes. Había grupos de tres o cuatro mujeres que charlaban y, de vez en cuando, la miraban. Algunas le sonrieron; otra le guiñó un ojo. Había treinta mujeres en la habitación, pensó incrédula: ¡treinta criadoras!
— ¿Estoy embarazada? —preguntó de pronto, apretando las manos contra el vientre.
—Creo que no. Si lo estás, es de muy poco tiempo, pero lo dudo. Lo han intentado todos los meses, desde que llegaste, pero no prendió. Dudo que haya prendido la última vez.
Molly se recostó en su butaca y cerró los ojos con fuerza. Eso es lo que le hacían en la mesa. Sintió que unas lágrimas corrían por sus mejillas y no pudo detenerlas. Entonces el brazo de Sondra rodeó sus hombros y la estrechó.
—A todas nos afectó así, Molly. Es la separación, el estar sola por primera vez. No te acostumbrarás, pero aprendes a soportarlo y después de un tiempo no duele tanto.
Molly meneó la cabeza; no podía hablar. No, pensó con claridad; no era la separación, era la humillación de ser tratada como un objeto, de ser drogada y después usada, obligada a colaborar en ese procedimiento. —Ahora tenemos que volver —dijo Sondra—. No tendrás que hacer nada por un par de días, lo suficiente para controlar tus reacciones y habituarte a todo.
—Aguarda, Sondra. Dijiste que Mark está bien.
¿Dónde está?
—En la escuela, con los demás. No le harán daño, ni nada. Son muy buenos con todos los niños. Lo recuerdas, ¿verdad?
Molly asintió.
— ¿Lo clonaron?
Sondra se encogió de hombros.
—No lo sé. Creo que no. —Hizo una mueca y se apretó el vientre. Parecía vieja y cansada y, excepto por el vientre abultado, demasiado delgada.
— ¿Cuántas veces has estado embarazada? —Preguntó Molly—. ¿Cuánto hace que estás aquí?
—Siete, contando esta vez —contestó Sondra sin vacilar—. Me trajeron hace veinte años.
Molly la miró y después meneó la cabeza. Ella tenía nueve o diez años, cuando habían llorado a Sondra.
— ¿Cuánto hace que estoy aquí? —murmuró finalmente.
—Molly, vas demasiado rápido. Trata de descansar el primer día.
— ¿Cuánto hace?
—Un año y medio. Ahora, vamos.
Durante toda la tarde estuvo sentada en silencio y los recuerdos se volvieron ligeramente menos borrosos, pero había perdido un año y medio. Había desaparecido de su vida como si alguien hubiese hecho un pliegue y los dos extremos que ahora se tocaban excluyeran lo que había sucedido en la zona plegada, un año y medio.
Entonces, tenía siete años. Siete, ya no era un nene. Meneó la cabeza. Por la tarde, uno de los médicos se paseó por la habitación, deteniéndose a hablar con varias mujeres. Se acercó a Molly y ella dijo: —Buenas tardes, doctor —como las demás.
— ¿Cómo te sientes, Molly?
—Bien, gracias.
El médico se alejó.
Molly volvió a mirar al suelo. Se sentía como si hubiera observado el breve interludio desde una gran distancia, incapaz de alterar ninguno de sus matices. Condicionamiento, pensó. Eso era lo que Sondra había querido decir. ¿De qué otro modo la habrían condicionado? ¿Para que separara voluntariamente las piernas cuando se acercaban con sus instrumentos, con el esperma cuidadosamente almacenado? Se obligó a abrir los dedos y a flexionarlos. Le dolían de apretarlos tanto.
Súbitamente levantó los ojos, pero el médico había desaparecido. ¿Quién era? Por un momento, se sintió mareada y luego la habitación dejó de girar. Lo había llamado doctor, ni siquiera había pensado en que no tenía nombre. ¿Sería Barry? ¿Bruce? Otra parte de su condicionamiento, pensó amargamente. Las criadoras eran parias, ya ni tenían derecho a diferenciar a un clon de otro. El Doctor. La Enfermera. Volvió a inclinar la cabeza.
Después de unos días, la rutina se volvió fácil. Se les daban soporíferos por la noche y estimulantes por la mañana, disimulados en el té amarillo que Molly no bebía. Algunas mujeres lloraban por la noche, otras sucumbían rápidamente al té drogado y dormían profundamente. Había mucha actividad sexual; tenían sus esterillas, como todo el mundo. Durante el día trabajaban en los diversos departamentos de confección de vestidos. A última hora de la tarde disponían de tiempo libre, libros para leer, juegos en el vestíbulo e instrumentos musicales.
—En realidad no está mal —dijo Sondra unos días después del despertar de Molly—. Nos cuidan, nos cuidan muy bien. Si te lastimas un dedo vienen corriendo y te vigilan como si fueras un bebé. No está mal.
Molly no respondió. Sondra era alta y estaba muy gorda, en el sexto mes; sus ojos estaban a veces brillantes y alerta y otras opacos y ciegos. “Ellos” vigilaban a Sondra, pensó Molly, y a la menor señal de depresión o inquietud cambiaban la dosis y mantenían su correcto funcionamiento.
—A la mayoría de las nuevas no las mantienen dormidas tanto tiempo como a ti —dijo Sondra otra vez—. Supongo que es porque la mayoría de nosotras teníamos sólo catorce o quince años cuando llegamos y tú eras mayor.
Molly asintió. Eran niñas, fácilmente transformables en máquinas criadoras que pensaban que, en realidad, su vida no era tan mala. Salvo por la noche, cuando la mayoría lloraba por sus hermanas.
— ¿Para qué quieren tantos bebés? —Preguntó Molly—. Creíamos que estaban reduciendo los bebés humanos, no aumentándolos.