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— ¿Qué es ese ruido? —preguntó después.

—Los árboles —dijo dulcemente Molly—. El viento se mueve allá arriba, aunque acá no podamos sentirlo y los árboles y el viento se cuentan secretos.

Mark rió y volvió a bostezar.

—Están hablando de nosotros —dijo. Molly sonrió en la oscuridad—. Casi oigo sus palabras.

—Somos los primeros seres humanos que ven en mucho tiempo —dijo ella—. ¡Probablemente estarán asombrados de que todavía quede alguno!

— ¡Yo tampoco volveré! —gritó Mark. Habían terminado de comer el pan de maíz y las manzanas secas y el fuego estaba apagado y cuidadosamente alisado.

—Escúchame, Mark. Volverán a meterme en el recinto de las criadoras. ¿Comprendes? No podré volver a salir. Me darán medicamentos que me tendrán callada y no conoceré a nadie. Esa sería mi vida allí. Pero ¿y tú? Tú tienes mucho que aprender. Lee todos los libros de la vieja casa, aprende todo lo que puedas en ellos. Y un día, quizá decidas marcharte, pero no hasta que seas un hombre, Mark.

—Me quedaré contigo.

Ella meneó la cabeza.

— ¿Recuerdas las voces de los árboles? Cuando te sientas solo, ve al bosque y deja que los árboles te hablen. Quizá también escuches mi voz. Si prestas atención, no estaré lejos.

— ¿Dónde vas?

—Río abajo, por el Shenandoah, a buscar a tu padre. Allí no me molestarán.

Había lágrimas en los ojos de Mark, pero no las derramó. Levantó su mochila y pasó los brazos por los arneses. Comenzaron a bajar. A mitad de camino del valle se detuvieron.

—Desde aquí ya se ve el valle —dijo Molly—. No seguiré contigo.

El no la miró.

—Adiós, Mark.

— ¿Los árboles me hablarán aunque tú no estés?

—Siempre. Si prestas atención. Los otros miran hacia las ciudades para salvarse y las ciudades están arruinadas, muertas. Pero los árboles están vivos y cuando los necesites te hablarán. Te lo prometo, Mark.

El niño se acercó a Molly y la abrazó con fuerza.

—Te quiero —dijo. Luego se volvió y siguió bajando por la ladera y ella lo miró hasta que las lágrimas nublaron sus ojos y lo perdió de vista.

Aguardó hasta que él hubo salido del bosque y empezó a atravesar el valle. Entonces se dio la vuelta y echó a andar hacia el sur, hacia el Shenandoah. Durante toda la noche, los árboles murmuraron cosas. Cuando despertó, supo que los árboles la habían aceptado; no dejaron de murmurar, como hacían antes, cuando se movió. Por encima y por debajo y a través de sus voces, oía la voz del río, todavía lejana, y más atrás aún, estaba segura de escuchar la voz de Ben, cada vez más fuerte a medida que se acercaba a él. Ya olía el aroma fresco del agua, y las voces del río, de los árboles y de Ben se mezclaban, diciéndole que se diera prisa. Corrió jubilosamente hacia él. El la abrazó y juntos flotaron hacia lo más profundo de las frescas y dulces aguas.

Tercera Parte

EN EL MOMENTO DEL SILENCIO

CAPITULO XX

El nuevo dormitorio estaba oscuro, salvo por las luces pálidas, espaciadas regularmente en los pasillos. Mark atravesó a toda velocidad el vestíbulo y se metió en una de las habitaciones. No había luz suficiente para ver detalles; sólo los contornos de niños dormidos en las camas blancas. Las ventanas eran sombras oscuras.

Mark se quedó en la puerta, sin hacer ruido, y esperó que sus ojos se habituaran; las formas emergieron de la oscuridad y se transformaron en zonas oscuras y claras… brazos, caras, cabellos. Sus pies descalzos no hicieron ruido cuando se acercó a la primera cama y volvió a detenerse; esta vez aguardó menos. El chico que estaba durmiendo no se movió. Lentamente, Mark abrió una botellita de tinta hecha con zarzamoras y nueces y metió dentro un pincel. Había estado sosteniendo la tinta contra el pecho; estaba tibia. Moviéndose con precaución se inclinó sobre el niño dormido y rápidamente pintó el número 1 en su mejilla. El niño no se movió.

Mark se alejó de la primera cama, fue hasta la siguiente y de nuevo esperó para asegurarse que su ocupante dormía profundamente. Esta vez pintó un 2.

Después salió de ese dormitorio y fue al contiguo; allí repitió el procedimiento. Si el chico dormía boca abajo, con la cara enterrada en la almohada, Mark pintaba el número en la mano o en el brazo.

Poco antes del amanecer Mark volvió a tapar su botella de tinta y se deslizó hasta su propio cuarto, un cubículo donde sólo cabían su cama y unos estantes. Puso la tinta en un estante, sin intentar ocultarla. Luego se sentó con las piernas cruzadas encima de la cama y aguardó.

Era un chico delgado, con cabellos oscuros y abundantes que hacían parecer un poco grande su cabeza, no demasiado, pero un poco, si se lo observaba con cuidado. Su único rasgo notable eran sus ojos, de un azul tan intenso y profundo que resultaban inolvidables. Aguardó pacientemente, con una ligera sonrisa en los labios que se acentuaba, desaparecía y volvía a aparecer. La luz, al otro lado de la ventana, aumentó; había llegado la primavera y el aire tenía una luminosidad que faltaba en otras estaciones.

Oyó voces y su sonrisa se volvió más franca, ensanchó su boca. Las voces eran fuertes y airadas. Se echó a reír y se sacudía de risa cuando se abrió su puerta y entraron cinco chicos. Había tan poco lugar que tuvieron que alinearse con las piernas contra la cama.

—Buenos días, Uno, Dos, Tres, Cuatro, Cinco —dijo Mark ahogándose de risa. Ellos se sonrojaron, furiosos y él se dobló, incapaz de contenerse.

— ¿Dónde está? —preguntó Miriam. Había llegado a la reunión y estaba de pie en la puerta.

Barry estaba en la cabecera de la mesa.

—Siéntate, Miriam —dijo—. ¿Sabes lo que ha hecho?

Se sentó en el otro extremo de la mesa y asintió.

— ¿Quién no lo sabe? Nadie habla de otra cosa. Echó una mirada a los demás. Estaban los médicos, Lawrence, Thomas, Sara… Una reunión del consejo.

— ¿Ha dicho algo? —preguntó.

Thomas se encogió de hombros.

—No lo negó.

— ¿Explicó por qué lo había hecho?

—Para poder distinguirlos —respondió Barry.

Por un instante, Miriam creyó que había un matiz de diversión en su voz, pero no apareció en su cara. Estaba furiosa, como si de algún modo pudiesen hacerla responsable por el chico, por su conducta aberrante. No lo toleraría, pensó enfadada. Se inclinó hacia adelante, con las manos en la mesa y preguntó: — ¿Qué vais a hacer con él? ¿Por qué no lo controláis?

—Hemos convocado esta reunión para discutir eso —dijo Barry—. ¿Se te ocurre algo?

Ella negó con la cabeza, todavía indignada. Ni siquiera tendría que estar aquí, pensó. El chico no significaba nada para ella; lo había evitado desde el principio. Al invitarla a esta reunión, habían fabricado un vínculo que, en realidad, no existía. Volvió a sacudir la cabeza y se recostó en su silla, como para distanciarse de la discusión.

—Tendremos que castigarlo —dijo Lawrence, después de un momento de silencio—. El problema es, ¿cómo?

¿Cómo? Barry se lo preguntaba. No con aislamiento; le encantaba, lo buscaba constantemente. No con trabajo extra; todavía estaba trabajando para pagar su última escapada. Tres meses antes se había metido en el dormitorio de las niñas y había mezclado sus cintas y fajas de modo tal que ningún grupo tenía nada a juego. Les había llevado horas volver a ordenarlo todo. Y ahora esto y tendrían que pasar meses para que la tinta se borrara.