Barry sabía que ahora ya no podían volver atrás. Tenían que obtener los pertrechos que había en las grandes ciudades; si no morirían. Esas eran sus alternativas. El precio había sido muy alto y no sabía cómo reducirlo. El entrenamiento especial había ayudado un poco, pero no lo suficiente. Enviar grupos de hermanos y hermanas había ayudado, pero no lo suficiente. Por ahora, en cuatro viajes río abajo, habían perdido veintidós personas y otras veinticuatro habían sido afectadas por la experiencia, quizá permanentemente afectadas, y a través de ellas, sus familias. Esta vez iban treinta y seis. Se quedarían hasta las heladas o hasta que el río subiera de nivel, lo que sucediera antes.
Algunos debían hacer un camino rodeando la cascada; otros excavarían un canal para unir al Shenandoah con el Potomac, para evitar los pasos peligrosos que ahora tenían que afrontar en cada viaje. Dos grupos irían y vendrían entre las cascadas y Washington, trayendo las provisiones encontradas el año anterior. Un grupo patrullaría el río, para despejar los rápidos que las riadas renovaban cada invierno.
¿Cuántos volverían esta vez?, se preguntó Barry. Estarían fuera más tiempo que cualquiera de los grupos anteriores. Su trabajo era más peligroso. ¿Cuántos?
—La existencia de un edificio en las cascadas será útil —dijo súbitamente Lewis—. Lo peor de todo era la sensación de estar expuestos.
Barry asintió. Era lo que decían todos…, se sentían expuestos, observados. Sentían que el mundo los oprimía, que los árboles se acercaban, en cuanto se ponía el sol. Miró a Lewis, olvidó lo que iba a decir y observó, en cambio, el tic que había aparecido en la comisura de su boca. Lewis tenía los puños apretados, miraba fijamente las barcas que se balanceaban y el tic se repetía una y otra vez.
— ¿Te sientes bien? —preguntó Barry. Lewis se estremeció y apartó la mirada del río—. Lewis, ¿qué te pasa?
—Nada. Hasta luego. —Y se alejó rápidamente.
—Hay algo en los bosques, especialmente por las noches, que tiene un efecto traumático —dijo más tarde Barry a sus hermanos.
Estaban en su dormitorio. En el otro extremo de la habitación, lejos de ellos, estaba Mark, sentado en su cama, observándolos. Barry lo ignoró. Estaban tan acostumbrados a su presencia, ahora, que pocas veces la notaban, a menos que incomodara. Pero se daban cuenta si desaparecía, cosa que hacía con frecuencia.
Los hermanos aguardaron. El miedo a los bosques silenciosos era bien conocido.
—Al entrenar a los chicos para sus futuras funciones tendríamos que incorporar la experiencia de vivir en el bosque durante períodos prolongados. Podrían empezar con una tarde, después ir a acampar una noche y así, hasta que estuvieran allí durante algunas semanas.
Bruce meneó la cabeza.
— ¿Y si se vieran afectados hasta el punto de no poder intervenir en las expediciones? Podríamos perder diez años de trabajo.
—Podríamos intentarlo con unos pocos. Dos grupos, uno de varones, otro de mujeres. Si se muestran afectados después de la primera excursión, podemos retrasar el programa o posponerlo, hasta que tengan un par de años más. Eventualmente tendrán que hacerlo; quizá podríamos facilitarles la tarea.
Ya no hacían seis clones de cada niño; ahora habían aumentado a diez.
—Tenemos ochenta niños de casi once años —dijo Bruce—. Dentro de cuatro años estarán listos. Si las estadísticas son fiables, perderemos dos quintos de ellos en los cuatro meses que estarán ausentes, ya sea por accidentes o por derrumbe psicológico. Creo que vale la pena condicionarlos con anticipación a los bosques y a vivir separados.
—Necesitarán supervisión —dijo Bob—. Uno de nosotros.
—Somos demasiado viejos —dijo Bruce haciendo una mueca—. Además, acordaos que somos susceptibles a los problemas psicológicos. Acordaos de Ben.
—Exactamente —dijo Bob—. Somos demasiado viejos para que nos echen de menos aquí. Nuestros hermanos más jóvenes se están haciendo cargo cada vez más de nuestras funciones, y sus hermanitos están listos para ocupar sus puestos, si es necesario. No somos imprescindibles.
—Tiene razón —dijo Barry, de mala gana—. El experimento es nuestro, tenemos la obligación de controlarlo. ¿Lo echamos a suertes?
—Por turno —dijo Bruce—. Cada uno tendrá una oportunidad.
— ¿Puedo ir yo también? —preguntó Mark súbitamente. Todos se volvieron y lo miraron.
—No —dijo Barry secamente—. Sabemos que los bosques no te afectan. No queremos que algo salga mal, no queremos travesuras, ni trucos ni bravatas.
—Entonces os perderéis —gritó Mark. Saltó de la cama, corrió hacia la puerta y desde allí volvió a gritar—: ¡Os encontraréis en el bosque con un montón de críos llorones, y os volveréis locos, todos, y el woji se morirá de risa con vosotros!
Una semana después, Bob condujo al primer grupo de varones hacia los bosques que había detrás del valle. Cada uno llevaba una pequeña mochila con el almuerzo. Vestían pantalones largos, camisas y botas. Observando cómo se alejaban, Barry pensó que él debía haber sido el primero en intentarlo. Su idea, su riesgo. Meneó la cabeza, irritado. ¿Qué riesgo? Iban a dar un paseo por el bosque. Almorzarían, darían la vuelta y bajarían. Vio que Mark lo miraba y por un momento se contemplaron, el hombre y el niño, curiosamente parecidos, pero tan alejados el uno del otro que ninguna similitud era posible.
Mark desvió la mirada y observó a los chicos que seguían trepando e internándose en la maleza. Pronto los árboles los volvieron invisibles.
—Se perderán —dijo.
Bruce se encogió de hombros.
—No en un par de horas —dijo—. A mediodía comerán, darán la vuelta y volverán.
El cielo estaba azul oscuro con algunas nubes blancas y una franja de cirros que aparentemente no tenía principio ni fin. Faltaban menos de dos horas para el mediodía.
Mark meneó la cabeza, pero no dijo nada más. Volvió a la clase y después fue a almorzar al comedor. Después de comer tenía que trabajar dos horas en la huerta y fue allí donde Barry envió por él.
—Todavía no han vuelto —dijo Barry cuando Mark entró en su oficina—. ¿Por qué estabas tan seguro de que se perderían?
—Porque no entienden los bosques —dijo Mark—. No ven las cosas.
— ¿Qué cosas?
Mark se encogió de hombros, impotente.
—Cosas —dijo de nuevo. Miró a ambos hermanos y volvió a encogerse de hombros.
— ¿Podrías encontrarlos? —preguntó Bruce. Su voz sonaba áspera y había profundas arrugas en su frente.
—Sí.
—Vamos —dijo Barry.
— ¿Los dos? preguntó Mark.
—Sí.
Mark pareció dudar.
—Yo solo iría más rápido —dijo.
Barry sintió que se estremecía y se levantó del escritorio con un movimiento brusco. Se estaba controlando rígidamente.
—Tú solo, no —dijo—. Quiero que me enseñes esas cosas que ves, cómo haces para encontrar el camino cuando no hay ningún sendero. Vamos, antes de que se haga tarde.
Echó una mirada al chico, descalzo, con su túnica corta.
—Ve a cambiarte —dijo.
—Esto está bien para ir allá —replicó Mark—. No hay nada debajo de los árboles.
Barry pensó en sus palabras mientras se dirigían al bosque. Observaba al chico, a veces delante de él, a veces a su lado, olfateando feliz el aire, a sus anchas en el bosque silencioso y en penumbra.
Avanzaron rápidamente y muy pronto se internaron en el bosque, donde los árboles habían completado su crecimiento, formando un dosel que impedía completamente la entrada del sol. No había sombras, no había manera de conocer la dirección, pensó Barry, jadeando para mantenerse junto al ágil niño. Mark nunca dudaba, nunca se detenía, se movía velozmente y sin vacilar; Barry no sabía qué pistas encontraba, cómo sabía que debía ir por aquí y no por allí. Quería preguntárselo, pero necesitaba el aliento para trepar. Estaba sudando y sus pies parecían de plomo mientras seguía al chico.