—No puedo encontrarlo en la oscuridad —dijo Mark, y nadie se movió—. Tendremos que aguardar la mañana. “Avivad el fuego” —añadió—. Quizá vea el resplandor y pueda volver.
Un grupo de hermanos comenzó a echar leña sobre las brasas, ahogándolas. Bob se hizo cargo y finalmente lograron una hoguera brillante. Los hermanos de Danny estaban sentados, uno contra el otro, pálidos, temblorosos y muy asustados. Ellos podían encontrarlo, pensó Mark, pero sentían temor de ir tras él por el bosque oscuro. Uno empezó a llorar y, como si hubiese sido una señal, todos lloraron. Mark se alejó de ellos y fue hasta el límite del bosque, tratando de escuchar.
Con la primera luz del amanecer, Mark comenzó a seguir el rastro del chico perdido. Había corrido en todas las direcciones, zigzagueando, rebotando de un árbol en otro. Aquí había corrido en línea recta unos cien metros y se había estrellado contra un peñasco. Había sangre. La rama de un pícea lo había arañado. Aquí había vuelto a correr, más rápido esta vez. Subiendo una cuesta… Mark se detuvo y miró la cuesta; sabía lo que iba a encontrar. Había corrido hasta ese momento; ahora anduvo y siguió el rastro sin pisar las huellas de Danny, leyendo lo sucedido.
Al final de la cuesta había un borde de piedra. Había muchos así en el bosque y, casi siempre, al otro lado la caída era profunda. Se detuvo en el risco, miró los diez metros de rocas casi sin vegetación y retorcido entre ellas vio al chico, con los ojos abiertos, como si observara el cielo pálido y descolorido. Mark no bajó. Se puso en cuclillas unos momentos, contempló la figura que había abajo, se volvió y se dirigió al campamento, sin correr.
—Se desangró —dijo Barry, cuando llevaron el cuerpo hasta el campamento.
—Podrían haberlo salvado —dijo Mark, sin mirar a los hermanos de Danny, que estaban grises, cerúleos, a causa de la conmoción—. Podrían haber ido directamente adonde estaba.
Se puso de pie.
— ¿Bajamos?
Barry asintió. El y Bob llevaron el cuerpo en una camilla hecha con ramas de árboles. Mark los condujo hasta el límite del bosque y se volvió.
—Iré a asegurarme de que el fuego está bien apagado —dijo. No aguardó la autorización; se desvaneció casi instantáneamente entre los árboles.
Barry llevó a los nueve hermanos sobrevivientes al hospital, para tratar su conmoción. No volvieron a salir y nadie preguntó nunca por ellos.
A la mañana siguiente, Barry llegó a la clase antes que los alumnos. Mark ya estaba en su sitio, en el fondo del salón. Barry lo saludó con la cabeza, ordenó sus notas y el escritorio y volvió a levantar la mirada. Mark seguía con los ojos fijos en él. Sus ojos parecían tan brillantes como dos lagos azules gemelos, cubiertos por una capa de hielo, pensó Barry.
— ¿Y bien? —preguntó finalmente, cuando pareció que la mirada fija se mantendría indefinidamente.
Mark no desvió los ojos.
—No existe el individuo, sólo existe la comunidad —dijo con claridad—. Lo que está bien para la comunidad está bien, aunque signifique su muerte, para el individuo. No hay uno, sólo existe el todo.
— ¿Dónde has oído eso? —interrogó Barry.
—Lo leí.
— ¿De dónde sacaste el libro?
—De tu oficina. Está en uno de los estantes.
— ¡Tienes prohibido entrar en mi oficina!
—No importa. Ya he leído todo lo que hay allí. —Mark se puso de pie y sus ojos destellaron cuando la luz cambió.
—Ese libro es mentira —dijo con claridad—. ¡No dice más que mentiras! Yo soy uno. Soy un individuo. “¡Soy uno!”
Y se dirigió a la puerta.
—Mark espera un minuto —dijo Barry—. ¿Alguna vez has visto lo que le sucede a una hormiga extranjera cuando cae en otra colonia de hormigas? En la puerta, Mark asintió.
—Pero yo no soy una hormiga —dijo.
CAPITULO XXIII
A fines de septiembre las barcas reaparecieron en el río y la gente se reunió en el muelle para mirar. Era un día frío y lluvioso; las heladas ya habían entristecido el paisaje y la niebla del río oscureció todo hasta que las barcas estuvieron muy cerca. Un grupo fue al encuentro de los exhaustos viajeros y cuando hubieron atracado y se pasó lista, el reconocimiento de que se habían perdido nueve vidas llenó de tristeza su llegada.
La noche siguiente celebraron la Ceremonia de los Perdidos y los sobrevivientes contaron tartamudeando su historia. Habían vuelto cinco barcas, una de ellas a remolque, la mayor parte del camino. Una barca se había hundido en la entrada del Shenandoah; la habían encontrado deshecha y sin sobrevivientes; su cargamento de equipo quirúrgico se había perdido en el río. La segunda barca dañada había sido arrastrada a tierra por una súbita tormenta que la volcó, arruinando su carga de mapas, listines, listas de almacenes… montones de papeles que hubiesen sido muy útiles.
El refugio en las cascadas ya estaba en construcción; el canal había sido un desastre, imposible de excavar como habían previsto. El río lo inundaba desde abajo, nivelándolo, y lo único que habían conseguido era crear un pantano que se inundaba cuando subía la marea y era un mar de lodo cuando bajaba. Pero lo peor, dijeron todos, había sido el frío. En cuanto llegaron al Potomac el frío se transformó en obsesión. Había habido heladas, las hojas caían prematuramente y el río tenía una temperatura bajísima. La mayor parte de la vegetación estaba muerta; sólo sobrevivían las plantas más fuertes. El frío había persistido en Washington y había transformado los trabajos para el canal en una tarea infernal.
Ese año la nieve llegó temprano al valle, el primero de octubre. Quedó en el suelo durante una semana, antes de que cambiara el viento y las tibias brisas del sur la derritieran. En los pocos frecuentes días despejados, cuando el sol brillaba y la bruma no ocultaba las colinas y las montañas, todavía se veía nieve en las cumbres.
Más tarde, Barry recordaría ese invierno y sabría que había sido crucial, pero en su momento pareció uno más en la infinita cadena de las estaciones.
Un día Bob lo llamó para que saliera a mirar una cosa. No había nevado en los últimos días; el sol brillaba dando una engañosa sensación de calor. Barry se puso una capa abrigada y siguió a Bob. Había una estatua de nieve en medio del patio que rodeaban los nuevos dormitorios. Era una figura masculina desnuda, de dos metros y medio de altura, con las piernas unidas por debajo, formando un pedestal. En una mano la figura llevaba una maza, o quizá una antorcha; el otro brazo se balanceaba. La sensación de vida, de movimiento, estaba lograda. Era un hombre que se dirigía a algún sitio, a buen paso, un hombre que no sería detenido.
— ¿Mark? —preguntó Barry.
— ¿Quién si no?
Barry se acercó lentamente; había más gente mirando, niños sobre todo. Poco a poco, se reunió una multitud alrededor de la estatua. Una niñita la miró fijamente; después se volvió y preparó una bola de nieve. Se la tiró a la figura. Barry cogió su brazo antes de que pudiera tirar otra.
—No lo hagas —dijo.
Ella lo miró sin comprender, observó la estatua, comprendiendo aún menos y comenzó a alejarse. Barry la soltó y fue rápidamente hacia el grupo. Sus hermanas corrieron hacia ella. Se tocaron mutuamente, como para asegurarse de que todo iba bien.
— ¿Qué es? —preguntó una chica, que no podía ver por encima de las cabezas de la gente que había entre ella y la estatua.
—Sólo nieve —contestó la niñita—. Es sólo nieve.
Barry la miró fijamente. Tendría unos siete años, pensó. La cogió de nuevo y esta vez la levantó, para que pudiera ver.