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—Dime qué es —le dijo.

Ella se retorció, para soltarse.

—Nieve —dijo—. Es nieve.

—Es un hombre —dijo él, irritado.

La niña lo miró, asombrada y volvió a mirar la figura. Después meneó la cabeza. Uno por uno, levantó a los otros niños. No veían más que nieve.

Barry y sus hermanos hablaron a sus hermanos menores acerca de eso, más tarde, y los jóvenes médicos se impacientaron con lo que consideraban, evidentemente, un hecho trivial.

—De modo que los niños más pequeños no distinguen lo que se supone que es una figura humana. ¿Qué importa? —dijo Andrew.

—No lo sé —dijo Barry lentamente. Y no sabía por qué era importante; sólo que lo era.

Durante la tarde el sol derritió un poco la nieve y por la noche volvió a helarse. A la mañana, cuando el sol iluminó la estatua, era cegadora. Barry fue varias veces a mirarla ese día. Esa noche, alguien, o un grupo, salió, la derribó y la pisoteó.

Dos días después, cuatro grupos de muchachos informaron que sus esterillas habían desaparecido. Buscaron en el cuarto de Mark y en otros lugares donde podría haberlas ocultado, pero no encontraron nada. Mark comenzó una nueva escultura, una mujer esta vez, presumiblemente, la compañera del hombre, y la estatua siguió allí hasta la primavera, cuando ya no era identificable sino simplemente un montón de nieve que se había derretido, helado y derretido repetidas veces.

El siguiente incidente sucedió poco después de la fiesta de Año Nuevo. Barry fue despertado de un profundo sueño por una mano que sacudía su hombro con insistencia.

Se sentó, sintiéndose aturdido y desorientado, como si lo hubiesen arrastrado desde muy lejos hasta su cama, donde se sentía helado y estúpido, parpadeando sin reconocer al joven que estaba de pie a su lado.

— ¡Vamos, Barry! ¡Despierta de un vez! —Reconoció primero la voz de Anthony, después su cara. También sus hermanos estaban despertando.

— ¿Qué sucede? —De pronto, Barry despertó del todo.

—Una avería en el ordenador. Te necesitamos.

Stephen y Stuart ya estaban desarmando el ordenador cuando Barry y sus hermanos llegaron al laboratorio. Varios hermanos más jóvenes estaban ocupados desconectando tuberías de la terminal, para controlar el flujo manualmente. Otros jóvenes médicos vigilaban los diales de cada tanque. La escena era un ordenado caos, pensó Barry, si es que eso podía existir. Una docena de personas que se movían velozmente, cada una concentrada en su tarea, pero todos fuera de lugar. Los pasillos quedaban obstruidos cuando más de dos personas trataban de moverse entre los tanques; ahora había una docena, y seguían llegando.

Andrew estaba a cargo de todo, notó Barry satisfecho. A cada recién llegado se le asignaba inmediatamente una sección y se encontró controlando una hilera de embriones de siete semanas. Había noventa bebés en los tanques, en varias etapas de desarrollo. Dos grupos podían ser retirados y llevados a la sala de prematuros, pero sus posibilidades de supervivencia se verían reducidas drásticamente. Su grupo parecía estar bien, pero oía a Bruce mascullando en el otro extremo del mismo pasillo y supo que allí había problemas. Las sales de potasio habían aumentado en exceso. Los embriones estaban envenenados.

Los hombres de ciencia se habían estropeado, pensó. Tan habituados al análisis del ordenador que habían dejado deteriorar sus técnicas. Ahora, el tanteo sería demasiado lento para salvar a los embriones. El sobreviviente de un grupo fue desconectado. No más solitarios. Los miembros de otro grupo habían sufrido, pero sólo cuatro habían recibido sobredosis. Los seis sobrevivientes fueron conservados.

A lo largo de la noche controlaron los fluidos, añadieron sales cuando eran necesarias, diluyeron los fluidos si las sales se acumulaban, controlaron la temperatura y el oxígeno. Al amanecer, Barry se sentía como si él mismo nadara en un mar de líquido amniótico congelado. El ordenador todavía no funcionaba. Habría que continuar los controles manuales.

La crisis duró cuatro días, y durante ese tiempo perdieron treinta y cuatro bebés y cuarenta y nueve animales. Cuando Barry se derrumbó finalmente en su cama, agotado, supo que la pérdida más grave era la de los animales. Dependían de esos animales para las secreciones glandulares, para las sustancias químicas que extraían de su médula y su sangre. Después, pensó, hundiéndose en la niebla del sueño, después se preocuparía por las consecuencias.

— ¡Sin falta! Necesitamos esos recambios para el ordenador en cuanto llegue el deshielo. Si esto volviera a suceder, no sé si podríamos repararlo. —Everett era un técnico en ordenadores, alto y delgado; no tenía más de veinte años, quizá menos. Sus hermanos mayores lo respetaban y eso era señal de que sabía lo que estaba diciendo.

—El nuevo vapor de paletas estará listo este verano —dijo Lawrence—. Si una cuadrilla caminera pudiera salir antes y asegurarse de que la circunvalación está abierta…

Barry dejó de oírlo. Nevaba de nuevo. Grandes y perezosos copos de nieve flotaban, sin prisa por llegar al suelo, oscilando hacia un lado y hacia otro. No podía ver más allá del primer dormitorio, que estaba a unos veinte metros de su ventana. Los niños estaban en la escuela, absorbiendo todo lo que se les enseñaba. El laboratorio había sido estabilizado. Podrían hacerlo, pensó. Cuatro años no era tanto tiempo para aguantar, y si disponían de cuatro años podrían cruzar la línea de la experimentación a lo comprobado.

La nieve caía y reflexionó acerca de la individualidad de cada copo. Como millones de personas antes que él, pensó, maravilladas ante la complejidad de la naturaleza. Se preguntó súbitamente si Andrew, el que él había sido a los treinta años, alguna vez se había asombrado ante la complejidad de la naturaleza. Se preguntó si alguno de los niños más pequeños sabía que cada copo era diferente. Si se les decía que era así, si se les ordenaba que examinaran los copos, ¿verían las diferencias? ¿Pensarían que era maravilloso? ¿O lo aceptarían como otra de las interminables lecciones que debían aprender, y la aprenderían dócilmente, sin derivar placer ni satisfacción del nuevo conocimiento?

Sintió frío y volvió a concentrarse en la reunión. Pero sus pensamientos se negaban a quedarse allí. Aprendían todo lo que se les enseñaba, reflexionó, todo. Podían reproducir lo que se había hecho antes, pero no originaban nada. Y ni siquiera veían la magnífica escultura de nieve que había creado Mark.

Después de la reunión fue con Lawrence a inspeccionar los nuevos vapores de paletas.

—Todo es urgente —dijo—. Sin excepción.

—El problema es que es así —respondió Lawrence—. En realidad todo es urgentísimo. Nuestra estructura es muy frágil, Barry. Muy frágil.

Barry asintió. Sin los ordenadores tendrían que clausurar todos los tanques, salvo un par de docenas. Sin los recambios para el generador, tendrían que cortar la electricidad, empezar a quemar leña para calentarse, para cocinar, leer a la luz de velas de sebo. Sin los barcos no podrían viajar a las ciudades, donde los suministros se deterioraban más cada año. Sin las nuevas provisiones de peones y exploradores no podrían mantener el camino de circunvalación en las cascadas, mantener los ríos sin obstáculos, para que los vapores de paletas pudieran navegar…

— ¿Alguna vez leíste ese poema sobre la falta de un clavo? —preguntó.

—No —dijo Lawrence y lo miró interrogante. Barry meneó la cabeza.

Contemplaron a la cuadrilla que trabajaba en el barco durante unos minutos y después Larry dijo:

—Lawrence, ¿qué tal son los hermanos menores como constructores de barcos?

—Estupendos —contestó Lawrence inmediatamente.

—No quiero decir obedeciendo órdenes. Me gustaría saber si alguno de ellos ha tenido alguna idea útil.