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Lawrence se volvió y lo observó.

— ¿Qué es lo que te preocupa, Barry?

— ¿Han tenido alguna idea?

Lawrence frunció el ceño y guardó silencio durante lo que pareció un largo rato. Finalmente, se encogió de hombros.

—Creo que no. No lo recuerdo. Pero es que Lewis tiene las ideas tan claras que dudo que alguien pudiera contradecirlo, o agregar algo a lo que propone.

Barry asintió:

—Es lo que suponía —dijo, y se alejó por el sendero del que se había limpiado la nieve, bordeado a derecha e izquierda por un cerco blanco, alto como su cabeza—. Y antes, tampoco nevaba tanto —se dijo. Vaya. Lo había dicho en voz alta. Pensó que probablemente era el primero en decirlo. Antes no nevaba tanto.

Más tarde, envió por Mark, y cuando el chico estuvo delante de él, preguntó:

— ¿Cómo son los bosques en invierno, cuando hay nieve, como ahora?

Mark pareció sentirse culpable un momento. Se encogió de hombros.

—Ya sé que te las arreglas para andar con raquetas de nieve —dijo Barry—. Y que esquías. He visto tus huellas dirigiéndose al bosque. ¿Cómo es?

Ahora los ojos de Mark resplandecían con llamas azules y una sonrisa pasó por sus labios. Torció la cabeza.

—No son como en verano —dijo—. Más silenciosos. Y más bonitos.

Enrojeció y guardó silencio.

— ¿Más peligrosos? —preguntó Barry.

—Supongo que sí. No ves los hoyos, se llenan de nieve, y a veces la nieve cuelga de los riscos y no sabes dónde termina la tierra firme. Supongo que puedes caer, si no conoces el terreno.

—Quiero adiestrar a nuestros chicos para que puedan desplazarse con raquetas o con esquíes. Quizá tengan que ir a los bosques en invierno. Habrá que entrenarlos. ¿Encontrarán leña para hacer fuego?

Mark asintió:

—Mañana empezaremos a enseñarles a hacer raquetas de nieve —dijo Barry con tono decidido. Se puso de pie—. Necesitaré tu ayuda. Nunca he visto un par de raquetas. No sabría cómo empezar.

Abrió la puerta y antes de que Mark se marchara, preguntó:

— ¿Cómo aprendiste a hacerlas?

—Las vi en un libro.

— ¿Qué libro?

—Oh, un libro —dijo Mark—. Ya no está.

En la vieja granja, comprendió Barry. ¿Qué otros libros había en la vieja granja? Supo que tendría que averiguarlo. Esa noche, cuando se reunió con sus hermanos, hablaron larga y sobriamente sobre sus conclusiones.

—Tendremos que enseñarles todo lo que pueden llegar a necesitar —dijo Barry, y sintió que un enorme cansancio se apoderaba de él.

—Lo más difícil —dijo Bruce, pensativo, después de un momento —será convencer a los demás de que es así, Tendremos que hacer pruebas, asegurarnos de que tenemos razón y después intentarlo. Eso será un esfuerzo enorme para los maestros, los hermanos y hermanas mayores.

Nadie cuestionó sus conclusiones. Cada uno de ellos, si hubiese hecho las mismas observaciones, habría sacado las mismas conclusiones.

—Creo que podremos idear unas pruebas simples —dijo Barry—. Esta tarde hice algunos bocetos.

Se los enseñó: un hombre corriendo hecho con líneas; un símbolo solar, un círculo con rayos alrededor; un símbolo de un árbol, un cono con una línea vertical en la base; una casa hecha con cuatro líneas; un plato del que surgían líneas onduladas de vapor…

—Podríamos hacer que terminaran un cuento —dijo Bruce—. Tan simple como los dibujos. Un cuento de tres o cuatro líneas, pero sin final. Ellos tendrán que idearlo.

Barry asintió. Habían entendido lo que quería. Si a los chicos les faltaba la imaginación necesaria para abstraer, para fantasear, para generalizar, tenían que saberlo, para compensarlo. Una semana después, sus temores se confirmaron. Los niños de menos de diez años no podían identificar los dibujos, no sabían completar un cuento sencillo, no podían generalizar a partir de una situación particular.

—De modo que tenemos que enseñarles todo lo que pueden necesitar para sobrevivir —dijo amargamente—. Y sentirnos agradecidos porque parecen capaces de aprender todo lo que les enseñamos.

Necesitarían materiales didácticos diferentes, lo sabía. Materiales que estaban en los viejos libros de la granja, lecciones sobre la supervivencia, sobre cómo construir un refugio, encender un fuego, sustituir lo que faltaba con lo que se tenía a mano…

Barry y sus hermanos fueron a la vieja granja con barretas y martillos, arrancaron los tablones que cerraban la puerta, y entraron. Mientras los otros examinaban los libros amarillentos y quebradizos de la biblioteca, Barry subió a las antiguas habitaciones de Molly. Entró, se detuvo y respiró hondo.

Estaban los cuadros, tal como recordaba y, además, había pequeños objetos de arcilla. Había tallas en madera, una cabeza que debía ser Molly, en nogal, hecha limpia, profesionalmente, llena de vida, pero diferente de las hermanas Miriam. Barry no hubiera podido explicar en qué difería, pero sabía que no se parecía a ellas y se parecía a Molly. Había tallas en piedra arenisca, en piedra caliza, algunas terminadas, otras esbozadas, como si las hubiese empezado y se hubiese aburrido. Barry tocó el retrato tallado de Molly y, sin poder explicar la razón, sintió que se le saltaban las lágrimas. Se volvió bruscamente y salió de la habitación, cerrando cuidadosamente la puerta.

No se lo contó a sus hermanas, sin comprender la razón de su silencio más de lo que había entendido las lágrimas vertidas ante un trozo de madera tallado por un niño. Tarde, esa noche, cuando la imagen de la cabeza seguía apareciendo mientras trataba de dormir, creyó haber descubierto la razón de su silencio. Se verían forzados a buscar y sellar la entrada secreta que usaba Mark para ir a la casa. Y Barry sabía que no podía hacerlo.

CAPITULO XXIV

El vapor de paletas estaba adornado con cintas de colores y flores; resplandecía a la luz del sol matinal. Hasta la leña estaba decorada. La máquina de vapor brillaba. La tropa de jóvenes subió a bordo con muchas risas y alegrías. Diez de éstos, ocho de aquéllos, sesenta y cinco en total. La tripulación del barco se mantenía apartada de los jóvenes exploradores-buscadores, observándolos con preocupación, como si el espíritu jocundo de la mañana pudiera dañar al barco de alguna manera.

Y, por cierto, la exuberancia de los jóvenes era peligrosa por su espontaneidad, y contagiaba a los mirones de la costa. La tristeza de las expediciones anteriores fue olvidada mientras el barco se aprontaba a recorrer su camino río abajo. Esto es diferente, parecían gritar, estos jóvenes han sido criados y entrenados especialmente para esta misión. Lo que buscaban era lo que daría sentido a sus vidas. ¿Quién tenía más derecho que ellos a alegrarse, viendo la finalidad de sus vidas al alcance de sus manos?

Atada a un lado del vapor de paletas había una canoa de más de cuatro metros de longitud, de madera de haya. De pie a su lado, protegiéndola, estaba Mark. Había embarcado antes que los demás, o quizá había dormido allí; nadie lo había visto llegar, pero estaba allí con su canoa, que se movía con más rapidez que cualquier otra cosa en el río, incluyendo al vapor de ruedas. Mark observaba la escena, impasible. Era delgado, no muy alto, pero su cuerpo esbelto era musculoso y sus hombros anchos. Si estaba impaciente por comprender la marcha, no lo demostraba. Podría haberse quedado allí una hora, un día, una semana…

Ahora llegaron los miembros mayores de la expedición, y los cánticos y los gritos de aliento de la orilla aumentaron su volumen. Los líderes nominales de la expedición, los hermanos Gary, saludaron a Mark y ocuparon sus puestos a popa.

De pie en el muelle, Barry vio salir el humo por la chimenea cuando el barco comenzó a hacer espuma en el agua y pensó en Ben y Molly, en los que no habían vuelto, en los que habían vuelto pero habían ingresado en el hospital para no salir más. Los chicos estaban histéricamente alegres, pensó. Parecían ir al circo, a un torneo, a alistarse al servicio del rey o a degollar dragones… Su mirada buscó la de Mark. Los brillantes ojos azules no vacilaban y Barry supo que él, por lo menos, entendía lo que estaban haciendo, cuáles eran los riesgos y las recompensas. Entendía que esta misión significaba el fin del experimento, o un nuevo comienzo para todos. Lo sabía y, como Barry, no sonreía.