—El terrible heroísmo de los niños —masculló Barry.
A su lado, Lawrence preguntó:
— ¿Qué? —y Barry se encogió de hombros y dijo que no era nada. Nada.
El barco se alejaba a buen ritmo, dejando una ancha estela que iba de orilla a orilla y creaba olas que rompían contra el muelle. Lo miraron hasta que se perdió de vista.
El río corría con rapidez y estaba fangoso, lleno de suciedad que bajaba de las montañas. Varias cuadrillas habían trabajado desde hacía un mes, despejando los rápidos, abriendo canales seguros entre los escollos, reparando los daños del invierno en el muelle próximo a las cascadas, despejando la circunvalación. El vapor de paletas iba rápido y llegaron a las cascadas poco después del almuerzo. Durante toda la tarde trabajaron descargando el barco, para transportar las provisiones al refugio.
El edificio de las cascadas era un duplicado de los dormitorios del valle, y una vez dentro el numeroso grupo de viajeros olvidó fácilmente que este edificio estaba aislado, que estaba separado de los otros. Cada noche, la cuadrilla caminera y los marineros se reunían allí; nadie quedaba solo en los negros bosques. En el refugio, los bosques habían sido talados hasta donde comenzaban las colinas que se levantaban detrás del claro. Más adelante se plantaría soja y maíz, cuando el tiempo mejorara. La tierra fértil no debía ser desperdiciada, y quienes vivían en el refugio no holgazanearían durante las semanas comprendidas entre la llegada y la partida del vapor de paletas.
Al día siguiente, la nueva fuerza expedicionaria sacó el barco del agua, al pie de las cascadas, y esa noche durmió en el refugio. Al amanecer emprenderían la segunda etapa del viaje a Washington.
Mark no permitió que nadie tocara su mochila ni su canoa. Era la cuarta que había hecho, la más grande, y le parecía que nadie más entendía la mezcla de fragilidad y resistencia que se combinaban para transformarla en la única forma segura de navegar por los ríos. Había tratado de interesar a los demás en las canoas, pero había fracasado; no querían ni pensar en navegar solos por los peligrosos ríos.
El Potomac estaba más agitado que el Shenandoah y había témpanos en él. Nadie había hablado de témpanos, pensó Mark, y se preguntó de dónde vendrían, ya bien entrada la primavera. Aquí los bosques ocultaban las colinas y sólo pudo suponer que todavía quedaban hielo y nieve en las zonas altas. El vapor de paletas se movía lentamente por el río, con su tripulación muy alerta a los peligros de la corriente. Cuando cayó la noche ya se habían adentrado en la zona de Washington y amarraron el barco a la pilastra de un puente que sobresalía del agua, un centinela que había sobrevivido cuando el resto del puente cedió a las presiones intolerables del agua, el viento y los años.
A la mañana siguiente, muy temprano, comenzaron a descargar, y era aquí donde Mark se separaría de los demás. Se esperaba que podría volver en unas dos semanas con buenas noticias acerca de la posibilidad de llegar a Filadelfia y/o a Nueva York.
Mark descargó sus pertenencias, desató la canoa y se colocó la mochila. Estaba listo. Llevaba un cuchillo en la cintura y una soga arrollada colgaba de su cinturón; vestía pantalones y camisa de piel y mocasines. La ciudad arruinada lo deprimía; estaba deseando volver al río. Ya se estaban realizando los traslados: se descargaban provisiones y se cargaban materiales que habían quedado en depósito cerca del río. Mark lo observó unos instantes y luego, silenciosamente, levantó su canoa, la colocó encima de su cabeza y echó a andar.
Todo el día anduvo entre las ruinas, manteniendo rumbo al noreste, para salir de la ciudad y volver al bosque. Encontró un arroyo donde usar la canoa y siguió la corriente llena de meandros durante varias horas, hasta que tomó dirección sur; entonces volvió a cargar la canoa y entró en el bosque, un bosque espeso y silencioso, familiar pese a ser desconocido. Antes de que oscureciera encontró un lugar donde acampar, hizo fuego y cocinó su cena. Sus provisiones de comida seca eran suficientes para dos o tres semanas, si no encontraba con qué complementarla, pero sabía que hallaría comida silvestre. Ningún bosque carecía de puntas de helechos o espárragos silvestres, u otras variedades de verduras comestibles. Aquí, más cerca de la costa, las heladas habían hecho menos daño que en el interior.
Mientras oscurecía, excavó una zanja poco profunda y la llenó con agujas de pino, extendió su poncho encima, colocó la canoa como techo y se acostó en su cama. Sabía que su peor enemigo serían las lluvias de primavera. Podían ser fuertes e inesperadas. Hizo algunos dibujos, tomó notas y luego se puso de costado y observó el fuego moribundo hasta que no fue más que un resplandor en la oscuridad. Pronto se quedó dormido.
Al día siguiente llegó a Baltimore. La ciudad había ardido, y quedaban huellas de una gran inundación. No exploró las ruinas; lanzó su canoa a la bahía de Chesapeake y se dirigió al norte. Aquí el bosque llegaba hasta la orilla y desde el agua no se veían rastros de labor humana. La corriente era fuerte; combinaba los efectos de la marea con el flujo del río Susquehanna. Mark luchó contra ella durante unos minutos y después volvió a la orilla, a esperar la marea baja. Le convenía cruzar la bahía, pensó, y mantenerse cerca de la costa una vez allí. A medida que se acercara al delta del Susquehanna, la fuerza del agua sería mayor y quizá fuera imposible superarla en una embarcación pequeña. Aquí también había témpanos, no muy grandes y casi siempre llanos, como si se hubieran desprendido de un río helado que se estuviese deshelando.
Se acostó en el suelo y esperó que cambiara la marea. De cuando en cuando comprobaba el nivel de las aguas, y cuando dejó de bajar, vigiló hasta que las ramitas que tiraba al agua comenzaron a flotar hacia el norte. Entonces, volvió a embarcarse. Esta vez remó en dirección norte, dirigiéndose a la otra orilla.
La turbulencia era menor cerca de la costa, pero a medida que se acercaba al centro de la bahía sintió la fuerza de la marea que chocaba contra la corriente del río, y aunque poco se veía de la fiera batalla en la superficie del agua, la canoa sentía, la sentía él en el remo, en la forma en que la pequeña barca se desplazaba hacia uno y otro lado. Sus brazos se esforzaban en el remo, sintió la rigidez de su espalda y sus piernas mientras luchaba contra la corriente y la marea, eufórico en la batalla.
Bruscamente, la lucha cesó y la marea lo arrastró hacia el norte; sólo tuvo que buscar en la costa el lugar más adecuado para desembarcar. Era una costa arenosa, con poca vegetación; el peligro era la posible existencia de escollos ocultos que pudieran romper el fondo de la canoa. El sol estaba muy bajo cuando sintió que el fondo de la canoa rozaba suavemente la playa arenosa; saltó al agua y arrastró la canoa a la playa.
Una vez a salvo la canoa, se irguió en la playa y miró hacia el lugar de donde venía. Bosques, oscuros y sólidos, el agua azul-verde rayada por el agua fangosa del río, el cielo azul oscuro, el sol bajo al oeste y nadie en ningún sitio, ningún signo de vida humana, ni caminos, ni edificios, nada. Súbitamente echó atrás la cabeza y rió, una risa triunfal, jubilosa y un poco infantil. Era todo suyo. Todo. Nadie quería eso. No había nadie que discutiera sus derechos de propiedad, y lo reclamó todo.