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Aunque eso lo desvió muchos kilómetros de su camino, atravesó la ciudad en la canoa y no desembarcó hasta que los bosques volvieron a parecerle normales. Luego llevó la canoa a un lugar alto, la amarró y se dirigió al norte, a pie. Aquí el Delaware torcía hacia el oeste y él se dirigía a Nueva York. Esa tarde empezó a llover. Mark iba señalando su camino, ahora; no quería tener que buscar la canoa cuando volviera. Andaba a buen ritmo bajo la fuerte lluvia, protegido por su gran poncho, que lo cubría de la cabeza a los pies.

Esa noche no encontró madera seca para hacer fuego y masticó su carne fría, deseando haber tenido, en cambio, uno de los suculentos pescados.

Al día siguiente la lluvia persistía y supo que sería tonto seguir adelante; podría perderse completamente en un mundo cuyas fronteras habían sido borradas, sin cielo, sin sol para orientarse. Buscó un bosquecillo de píceas, se acurrucó debajo del más frondoso de los árboles y envuelto en su poncho, dormitó, despertó, dormitó de nuevo, durante el día y la noche. El suspiro de los árboles lo despertó y supo que había dejado de llover; los árboles se sacudían el agua, murmuraban acerca del mal tiempo y se preguntaban por el chico que dormía entre ellos. Se permitió fantasear durante unos minutos y luego se enderezó. Tenía que encontrar un lugar soleado, secar su mochila, su poncho, su ropa, secar y engrasar sus mocasines… Salió arrastrándose de la sombra de la pícea, susurró su agradecimiento y comenzó a buscar un buen sitio para secar todo, encender fuego y hacer una buena comida. Cuando volvió a los deformados matorrales esa misma tarde, retrocedió trescientos metros, se puso en cuclillas y estudió los bosques que había ante él.

Sospechaba que estaba a un día de distancia, por lo menos, de Nueva York; treinta kilómetros, más quizá. Los bosques de aquí eran demasiado espesos para saber si las deformidades eran limitadas. Se retiró un kilómetro, acampó y pensó en los días siguientes. No entraría en ninguna zona que le pareciera contaminada por las radiaciones. ¿Cuántos días estaba dispuesto a emplear en dar un rodeo? No lo sabía. El tiempo se había detenido para él y no estaba seguro de cuánto hacía que estaba en los bosques, de cuánto hacía desde que el vapor de paletas había llegado a Washington. Se preguntó si los otros estarían bien, si habrían encontrado los almacenes, si habían cargado ya los materiales que necesitaban. Pensó que podrían meterse sin darse cuenta en las zonas contaminadas de Filadelfia y envenenarse. Se estremeció.

Recorrió el límite de la zona contaminada durante tres días, yendo a veces hacia el norte, luego al oeste y luego al norte nuevamente. No consiguió acercarse a la ciudad. Un anillo mortífero la rodeaba.

Llegó a una enorme ciénaga donde se pudrían árboles muertos y no crecía nada. No pudo ir más allá. La ciénaga se extendía hacia el oeste hasta donde alcanzaba la vista; olía a sal y a podredumbre. Se llevó una gota de agua a la boca y se volvió. Era agua salada. Esa noche la temperatura bajó mucho, y al día siguiente árboles y arbustos amanecieron ennegrecidos. Ahora comía hambriento su carne y su maíz, preguntándose si volvería a encontrar comida silvestre. Le quedaban pocas provisiones, sus uvas pasas se habían acabado y tenía pocas manzanas. Sabía que no iba a morirse de hambre, pero le habría gustado tener verdura fresca y fruta, más de ese pescado caliente y escamoso, u ostras, o un caldo de almejas, espeso, con buenos bocados de carne blanca… Decidió no pensar más en comida y anduvo más rápido.

Viajaba a buen ritmo, siguiendo fácilmente las huellas que él mismo había dejado; las marcas en los árboles eran como indicaciones de carreteras… gira aquí, por acá, todo recto. Cuando se reunió con su canoa fue hacia el oeste por el Delaware, para satisfacer su curiosidad acerca del poco caudal del río y del hielo, que era más grueso que antes. La lluvia debe de haber soltado más, pensó. Era difícil avanzar contra la rápida corriente, y los témpanos hacían aún más peligroso el río. El terreno por aquí era llano. Cuando llegó el cambio lo supo instantáneamente. El río se volvió más veloz, apareció el agua blanca en los rápidos y la tierra se levantó marcadamente a ambos lados. El río había excavado un canal acá y otro más profundo a cierta distancia. Cuando los rápidos se volvieron demasiado peligrosos para la canoa, la sacó del agua, la dejó en lugar seguro y siguió a pie.

Apareció una colina delante de él, apenas cubierta con algunas hierbas y piedras sueltas. Cuidadosamente, empezó a subir. Hacía mucho frío. Aquí los árboles tenían el aspecto que correspondía a principios de marzo o fines de febrero. Tenían algunas yemas, pero ninguna hoja, y sólo se veía el verde-negro de las píceas que aún conservaban sus agujas invernales. Cuando llegó a la cima de la colina, contuvo el aliento. Delante de él había una vasta sábana de hielo y nieve, cegadora a la luz del sol.

En algunos lugares, el campo de nieve llegaba hasta los barrancos del río, en otros comenzaba más atrás y más arriba. A más de un kilómetro de distancia el río estaba atascado por el hielo. Era una angosta cinta negra serpenteando en el resplandor.

Hacia el sur, los árboles cortaban la vista, pero podía ver a muchos kilómetros de distancia al norte y al oeste, y sólo había hielo y nieve. Las montañas blancas trepaban hasta el cielo azul claro y los valles tenían el fondo redondeado por la nieve acumulada allí. El viento giró y sopló en la cara de Mark, y el frío, terrible, le hizo saltar las lágrimas. Aquí el sol no parecía calentar. Estaba sudando bajo su camisa de piel, pero la visión de toda esa nieve y el frío del viento que la barría creaban la ilusión de que el sol había fracasado. La ilusión lo hizo temblar violentamente. Se volvió y bajó apresuradamente por la pronunciada cuesta de la colina, deslizándose durante los últimos metros, consciente de que era peligroso, de que haría que las piedras cayeran encima de él, de que podían golpearlo, lastimarlo demasiado, apartarlo de su camino. Al llegar abajo rodó sobre sí mismo y después se puso de pie y corrió. Corrió mucho tiempo, oyendo las piedras que caían tras él.

Dentro de su cabeza, ese ruido era el del glaciar avanzando, desplazándose inexorablemente hacia él, transformando todo en polvo.

CAPITULO XXV

Mark volaba. Era glorioso subir y bajar sobre los árboles y los ríos. Se elevó más y más, hasta que su cuerpo tembló, excitado. Giró, para no volar a través de una gruesa nube blanca. Cuando se enderezó había otra nube ante él; tuvo que volver a girar, una y otra vez. Las nubes estaban por todas partes, y ahora se habían unido y formaban un muro, y el gran muro blanco avanzaba sobre él desde todas las direcciones. No había refugio posible. Se zambulló y la zambullida se transformó en una caída, cada vez más rápida. No podía hacer nada para detenerla. Cayó a través de la blancura…

Mark despertó temblando; su cuerpo estaba cubierto de sudor. Su hoguera se había reducido a un resplandor en la oscuridad. La alimentó cuidadosamente, sopló sus manos heladas mientras aguardaba que ardieran las hojas secas y después las ramitas y, finalmente, las ramas. Aunque pronto amanecería y tendría que apagar el fuego, lo alimentó hasta que la hoguera ardió con fuerza. Luego, se acurrucó frente a ella. Había dejado de temblar, pero la visión de la pesadilla persistía y quería luz y tibieza. Y no quería estar solo.

Durante los cuatro días siguientes viajó velozmente, y en la tarde del quinto llegó a la zona de Washington donde el vapor de paletas había atracado y los hermanos y hermanas buscaban en los almacenes.

Los hermanos Peter corrieron a su encuentro, lo ayudaron con la canoa y cogieron su mochila sin dejar de hablar.

—Gary dijo que fueras al almacén nada más llegar —dijo uno de ellos.