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– ¿Por qué estás triste?

– Porque me pareció que no estabas contenta.

– Ya se me pasó.

Ganas no me faltan de contestarle que a mí no, que no soy tan ágil, que yo no me mudo tan rápidamente de la tristeza a la alegría. A lo mejor, creyendo ser cariñoso, agrego:

– Si no querés entristecerme, no estés nunca triste. Viera como se enoja.

– Entonces no vengás con el cuento de que es por mí que te preocupás -me grita como si yo fuera sordo-. Lo que yo siento, a vos te tiene sin cuidado. El señor quiere que su mujer esté bien, para que lo deje tranquilo. Está muy interesado en lo suyo y no quiere que lo molesten. Es, además, vanidoso.

– No te enojés que después te sale un herpes de labio -le digo, porque siempre fue propensa a estas llaguitas que la molestan y la irritan. Me contesta:

– ¿Tenés miedo que te contagie?

No le refiero la escena para hablar mal de mi señora. Tal vez la cuento contra mí. Mientras la oigo a Diana, le doy la razón, aunque por momentos dude. Si por casualidad toma, entonces, la más característica de sus posturas -acurrucada en un sillón, abrazada a una pierna, con la cara apoyada en la rodilla, con la mirada perdida en el vacío -ya no dudo, me embeleso y pido perdón. Yo me muero por su forma y su tamaño, por su piel rosada, por su pelo rubio, por sus manos finas, por su olor, y sobre todo, por sus ojos incomparables. A lo mejor usted me llama esclavo; cada cual es como es.

En el barrio no se muestran lerdos para alegar que una señora es holgazana, o de mal genio, o paseandera, pero no se paran a averiguar qué le sucede. Diana, está probado, sufre por no tener hijos. Me lo explicó un doctor y me lo confirmó una doctora de lo más vivaracha. Cuando Martincito, el hijo de mi cuñada, un chiquilín insoportable, viene a pasar unos días con nosotros, mi señora se desvive, usted no la reconoce, es una señora feliz.

Como a tanta mujer sin hijos, los animales la atraen de manera notable. La ocasión de confirmar lo que digo se presentó hace un tiempo.

III

Desde que perdí el empleo en el banco me defiendo con el taller de relojería. Por simple gusto aprendí el oficio, como algunos aprenden radio, fotografía u otro deporte. No puedo quejarme de falta de trabajo. Como dice don Martín, con tal de no viajar al centro, la gente se arriesga con el relojero del barrio.

Le cuento las cosas como fueron. Durante la huelga de los empleados del banco, Diana se dejó dominar por los nervios y por su tendencia al descontento general. En los primeros días, delante de la familia y, también, de vecinos y extraños, me reprochaba una supuesta falta de coraje y de solidaridad, pero cuando me encerraron, un día y una noche que me parecieron un año, en la comisaría 1ª y sobre todo cuando me echaron del banco, se puso a decir que para sacar las castañas del fuego los cabecillas contaron siempre con los bobos. Pasó la pobre por un mal momento; no creo que hubiera entonces manera de calmarla. Cuando le anuncié que me defendería con los relojes, quiso que trabajara en un gran salón de venta de automóviles usados, en plena avenida Lacarra. Me acompañó a conversar con el gerente, un señor que parecía cansado, y con unos muchachitos, a ojos vistas los que mandaban ahí. Diana se enojó de veras porque me negué a trabajar con esas personas. En casa la discusión duró una semana, hasta que la policía allanó el local de Lacarra y en los diarios aparecieron las fotografías del gerente y de los muchachos, que resultaron una famosa banda.

De todos modos mi señora mantuvo su firme oposición a la relojería. Vale más que yo no calce la lupa delante de ella, porque ese gesto inexplicablemente la irrita. Recuerdo que una tarde me dijo:

– No puedo evitarlo. ¡Le tengo una idea a los relojes!

– Decime por qué.

– Porque son chicos y llenos de rueditas y de recovecos. Un día voy a darme el gusto y voy a hacer el desparramo del siglo, aunque tengamos que mudarnos a la otra punta de la ciudad.

Le dije, para congraciarla:

– Confesá que te gustan los relojes de cuco.

Sonrió, porque seguramente imaginaba la casita y el pajarito, y contestó con mejor ánimo:

– Casi nunca te traen un reloj de cuco. En cambio vienen siempre con esos mastodontes de péndulo. El carillón es una cosa que me da en los nervios.

Como pontifica Ceferina, cada cual tiene su criterio y sus gustos. Aunque no siempre uno los entienda, debe aceptarlos.

– Se corrió la voz de que tengo buena mano para el reloj de péndulo. Del propio Barrio Norte me los traen.

– Mudémonos al Barrio Norte. Traté de desanimarla.

– ¿No sabés que es el foco de los péndulos? -le dije.

– Sí, che, pero es el Barrio Norte -contestó pensativa.

No puede negar que lleva la sangre Irala. En la "familia real", como los llama Ceferina, se desviven todos por la figuración y por el roce.

A mí la idea de mudarme, siempre me contrarió. Siento apego por la casa, por el pasaje, por el barrio. La vida ahora me enseñó que el amor por las cosas, como todo amor no correspondido, a la larga se paga. ¿Por qué no escuché el ruego de mi señora? Si me hubiera alejado a tiempo, ahora estaríamos libres. Con resentimiento y con desconfianza, imagino el barrio, como si estas hileras de casas que yo conozco de

memoria se hubieran convertido en las tapias de una cárcel donde mi señora y yo estamos condenados a un destino peor que la muerte. Hasta hace poco vivíamos felices; yo porfié en quedarme y, ya lo ve, ahora es tarde para escapar.

IV

En agosto último conocimos a un señor Standle, que da lecciones en la escuela de perros de la calle Estomba. Apuesto que lo vio más de una vez por el barrio, siempre con un perro distinto, que va como pendiente de las órdenes y que ni chista de miedo a enojarlo. Haga memoria: un gigantón de gabardina, rubio, derecho como palo de escoba, medio cuadrado en razón de las espaldas anchas, de cara afeitada, de ojos chicos, grises, que no parpadean, le garantizo, aunque el prójimo se retuerza y clame. En el pasaje corren sobre ese individuo los más variados rumores: que llegó como domador del Sarrasani, que fue héroe en la última guerra, fabricante de jabones con grasa de no sé qué osamenta, e indiscutido as del espionaje que transmitió por radio, desde una quinta en Ramos, instrucciones a una flota de submarinos que preparaba la invasión del país. A todo esto agregue, por favor, la tarde en que Aldini se levantó como pudo del banquito donde tomaba fresco junto a su perro, que aparenta ser tan reumático y viejo como él, me agarró de un brazo, me llevó aparte como si hubiera gente, pero en la vereda sólo estábamos nosotros y el perro y me sopló en la oreja:

– Es caballero teutón.

V

Otra tarde, mientras mateábamos, Diana le comentó a Ceferina:

– Apuesto que ni se acuerda.

Movió la cabeza en mi dirección. Me quedé mirándola con la boca abierta, porque al principio no me acordaba que el domingo era mi cumpleaños.

Diana observa puntualmente toda suerte de santos, aniversarios, días de la madre, del abuelo, y de lo que se le ocurra al almanaque o quien disponga en la materia, de modo que no tolera esos olvidos. Si la fecha olvidada hubiera sido su propio santo o el de don Martín Irala, mi suegro, o el aniversario de nuestro casamiento, mejor que yo me desterrara del pasaje, porque para mí no habría perdón.

– No invités más que a la familia -le supliqué. En casa, la familia es la de mi señora.

Como se trataba de mi cumpleaños por fin cedió y lo celebramos en la intimidad. Créame que me costó convencerla. Es muy amiga de las fiestas.

La noche del cumpleaños vinieron, pues, don Martín, Adriana María, mi cuñada, su hijo Martincito y -¿a título de qué? me pregunto- el alemán Standle.

A don Martín lo habrá visto por el jardín de casa con la azada y con la regadera. Es muy amigo de las flores y de toda clase de legumbres. Usted seguramente lo tomó por uno de esos jardineros a destajo. Si es así, mejor que mi suegro no se entere. A todos, en la familia, los aflige la soberbia de la sangre, desde que un especialista que atendía en un quiosco en la Rural, les contó que descienden en línea recta de un Irala que tuvo un problema con los indios. Don Martín es hombre morrudo, más bien bajito, calvo, de ojos celestes, notable por los arranques de su mal carácter. No bien llegó reclamó mis pantuflas de lana. No se las puedo negar, créame, porque se le volvieron una segunda naturaleza; pero cuando lo veo con las pantuflas le tomo rabia. Usted pensará que un individuo que se le apropia de las pantuflas, aunque sea por un rato, lo hace en prenda de algún sentimiento de amistad. Don Martín no comparte el criterio y, si me habla, es para ladrarme. Debo reconocer que en la noche de mi cumpleaños (como todo el mundo, salvo yo) se mostró alegre. Era la sidra. Amén, desde luego, de los ingredientes del menú: abundantes, frescos, de la mejor calidad, preparados como Dios manda. En casa habrá muchas fallas, pero no en lo que se come.