– No soy una puta.
– No, eres un monstruo.
– Dos monstruos juntos -alcanzó a decir ella.
Se quedaron quietos, en silencio, los ruidos de la calle avanzando en el interior.
– Porque aquí comienza el derrumbe, hasta aquí nos alcanza el colapso. Es todo lo contrario a lo que piensas, Patricia. Si el mundo se jode, nosotros seremos lo primero en estropearse.
– ¿Por qué?
– Porque no hemos conocido otra cosa que tener suerte. Por eso, por lo que tú llamas privilegio, estar siempre en el sitio correcto, la gente adecuada, el momento justo. Esa mierda se acabó. Anoche lo vimos, antes de que te fueras a drogarte y a follar con una desconocida.
– No fue en ese orden -mantuvo Patricia el tono superior y efectivo.
– Le habrás pedido que te introdujera la mano entera -soltó Alfredo, incapaz de reconocerse. Patricia contuvo el silencio como acero partiendo el lomo de un tiburón. Lo había conseguido, violentar a Alfredo.
– Un día entenderás por qué lo hice, es lo único que puedo explicar -culminó Patricia.
CAPÍTULO 8
Londres tiene una rara costumbre, que es aparentar que todo cierra temprano. En efecto, si empezaban la noche cenando en Mayfair, en los restaurantes a los que los invitaban por Alfredo, como el Scotts (con servicio español y Roger Moore y Mario Testino lanzándose piropos a través de las mesas rodeadas de obras de arte y la barra de pescados y champagne diseñada por Zaha Hadid), a partir de las doce y cuarto se acababa la fiesta. Tenía su punto lo de las restricciones, porque podías llegar borracho como una cuba a las once a tu casa y despertarte a las cinco y media y no tener resaca a las diez. Pero, por lo general, Patricia se quedaba congestionada, con el cuerpo encendido y los locales cerrados. «Para eso, querida, existe Soho», le había dicho la Modelo. Pero Soho le parecía una cosa de adolescentes en su primer viaje a la ciudad, entrando a peep shows, viendo extrañas figuras desnudarse por veinte libras o esas librerías repletas de gays adorando a Madonna y libros de fotografías de Bruce Weber. Eso era Soho para ella. Hasta que descubrió Madame Jo Jos.
En los últimos años cincuenta, algunos de esos locales de sexo patético se hicieron algo más grandes y permitieron espacio para orquestas medianas que se lanzaban a repetir los twist americanos, la evolución del rock en cultura pop que hizo de Londres una capital protagonista y también convirtió la industria discográfica en el súmmum del talento y del dinero. Madame Jo Jos había jugado una parte interesante en ese devenir. Sus paredes de seda artificial naranja y adamascada recogían imágenes mal enmarcadas de esa época. Patricia lo amó de inmediato. Si todo iba a ir mal o muy complicado, siempre quedaría Madame Jo Jos para refugiarse. Con su pista de baile en medialuna, la orquesta situada en un altillo, enfrente del vestíbulo donde se podía hablar, observar a los que bailaban debajo, treintañeros y cincuentones con sus pasitos ochenta, veinteañeros con sus despliegues hip hop, bailarines de los musicales ejecutando las coreografías que jamás bailarían en sus trabajos. Eran de cualquier raza, orientales, suramericanos, brasileños, jamaicanos, españoles de cualquier autonomía estaban allí esperando ser reclutados para un reality show, una compañía de musicales o un acto de variedades con mucha pluma y street dancing.
Alfredo y ella llegaron allí acompañando a la Modelo y su grupo de acólitos, los encargados de conseguirle contratos. Jamás apartaban la mirada de sus blackberrys por las que desfilaban e-mails con imágenes de próximas, irremediables nuevas Kate Moss, para angustia de la Modelo. Lógicamente, se habían vuelto una camarilla: Patricia, la Modelo, los acólitos y Alfredo cariacontecido. Por eso en Madame Jo Jos, como en el cabaret de la película, los problemas quedaban afuera. Allí dentro bailar, bailar. Un funk que recogía trazos del sonido Philadelphia y la New Wave, por ejemplo. Vieron en esas primeras noches a verdaderos expertos del Technotronic 2007, que consistía en mover cada trozo del cuerpo en una suerte de sincopado electrónico aparentemente sin alma pero luego cautivador. Patricia enseñó a Alfredo a batir las piernas como si fueran flanes que se incorporan para avanzar malamente. A dejar caer los brazos a los lados como si perdieran la voluntad. A adelantar la cadera y lanzarla de nuevo hacia atrás. La Modelo y alguno de los jamaicanos que observaban sus progresos le enseñaron a dar saltos de carnero en el pavimento no uniforme del Madame Jo Jos. Y la propia Modelo la instruyó sobre cómo sostenerse en la punta de sus zapatillas de baloncestista con plataforma de colores y girar como si fuera una bailarina.
Cada noche de esos primeros días de Londres, con o sin peleas, olvidando la escapada con la Modelo, Alfredo le susurraba a Patricia el nombre, «Madame Jo Jos», y Patricia se relamía sabiendo que a la una y media, de miércoles a jueves, estarían allí, en la puerta, en la esquina de Wardour Street con Frith, esperando bajo lluvia, nieve o viento. Toda herida, cicatrizada.
Hubo noches que Patricia pensó que formaba parte de una generación repentina, los desclasados de Madame Jo Jos. La Modelo y esos bailarines que siempre sonreían se contorsionaban e improvisaban rutinas apoyándose unos a otros. Patricia empezaba a imaginar que Alfredo aceptaría la presencia de la Modelo y su clan como instrumentos necesarios para moverse en Londres. «Nunca sé si haces amigos o robots que te guíen en las ciudades», le había dicho una vez su hermana Manuela. Siempre pensando, siempre maquinando, Patricia hacía un gesto con las manos para alejar ese recuerdo. Estaba en Madame Jo Jos, su mundo, su enclave especial, con Alfredo, víctimas o amigos y con todos los jóvenes efervescentes esperando que la hecatombe financiera no fuera eterna y no perdieran su juventud luchando igual que sus padres, viendo cómo las oportunidades comenzaban a deshacerse. Todos parecían disfrutar de los planes para el restaurante, serían más que comensales, una especie de carne humana atractiva para más visitantes, mejores clientes.
Fue conociendo más gente y mejor a la ciudad. El extraño frío embriagador de Soho, siempre confundiéndote con las calles, entrando por Frith cuando en realidad querías ir a Greek o avanzando en Fitzrovia sin darte cuenta de que dejabas Soho atrás y penetrabas en otro barrio, otra gente, otros hombres menos llamativos en su vestuario pero igualmente atractivos por su austeridad. Descubrió los diners escondidos entre Fulham y King's Road, al otro lado del mismo oeste, alimentando las gargantas borrachas de los garitos de Soho, un bocadillo, una hamburguesa para regresar a Frith o a Greek o a Wardour y seguir bebiendo.
Descubrió los magnolios sin flores en las calles de Chelsea y los que parecen eternamente floridos en Hampstead. Hizo el amor con Alfredo, muy tarde, en la madrugada, debajo de uno de los túneles de Regent's Park y decidió visitar las residencias de Maida Vale, suerte de mejorado Beverly Hills inglés, junto a Alfredo, imaginándose dentro de ellas y saboreando el espantoso café de los locales alrededor de los canales.
Se divertían, se amaban y se ayudaban a sobrellevar el susto de la inauguración. Y volvían a Madame Jo Jos después de cenar en el Wolseley y ver cómo los cocineros británicos abrían sucursales y sucursales de sus restaurantes emblemáticos. Alfredo sería uno de ellos, el primero español, si todas las cosas salían bien en el Ovington, que así se llamaría el restaurante, inspirado por la calle de forma oval en el barrio de Knightsbridge, Ovington Gardens.
Patricia no sentía miedo ni por la crisis económica ni por sus propias infidelidades. Saldría bien, el restaurante, la ciudad, las nuevas amistades. Lo que de verdad le preocupaba era lo otro. Ver cómo podía encajar las piezas del puzle financiero en que deseaba meterse.
No podía dejar de pensar en ello, ni siquiera observando a las esqueléticas negras que se contorsionaban como siamesas de un circo chino. Alfredo le acercaba otra copa, la besaba, ella lo besaba y le acariciaba el pelo. Londres significaba tantas cosas. El puente sobre el Támesis a la altura de Embankment, las estrellas perdiéndose en el agua oscura, los edificios encendiéndose en las últimas horas de sol, San Pablo, la catedral, dominando el vaivén del agua, la sinuosidad de algunos edificios, la robustez de todos. Ella y Alfredo cruzando el patio de piedra y hormigón, ventanas y ventanas, de Somerset House para desembocar al Támesis y recibir el golpe del frío en la cara. Las puertas secretas de la ciudad interior, Temple, en la frontera entre el este y el oeste, escondiendo bibliotecas masónicas, escaleras de caracol infinitas, maderas ancianísimas, chirriantes y silenciosas según qué pasos se daban en ellas. Londres la amaba, lo sentía, quería que ella también lo hiciera, que se entregara a su extraño clima, sorteara todos los inconvenientes y triunfara como lo que siempre había querido ser: Patricia, anfitriona. Anfitriona de un sitio aún más exclusivo y vivo que Madame Jo Jos.