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Y entonces vio claro que a partir de esa frontera sin señales, que empezaba a la izquierda de la última columna del Museo Británico, se abría el este, esperándola con sus fauces de lobo indómito, la mirada taimada de los avestruces antes de perseguir la nada: El este. El este y ellos dos, Patricia y Alfredo, empezaron a hacerse uno solo, primero en taxis de más de treinta libras desde la puerta del piso prestado, luego rebajando esa cifra a las veinticinco y a veces, con mucha astucia, mucho inglés malhablado y aspirado, alcanzando las diecinueve y luego ya directamente a pie, uniendo atajos y risas de enamorados excitados por orientarse en el vientre de la ballena.

El este, el este quería escribirle a Manuela, que no le devolvía ninguna carta ni aceptaba ninguna de sus llamadas. El este, deseaba explicarle a su abuela Graziella, oculta tras los ventanales de su majestuosa casa en Edimburgo. El este, gritarle a cualquier transeúnte. Era todo para Patricia, la sensación de vivir los mejores años de su vida, los mejores segundos, en las fiestas llenas de estudiantes y decrépitos ex vedettes del cabaret en el George & Dragon; los gays de todas partes del mundo arrinconándose en el jardín interior del Jointers, los dealers de drogas sin bibliografía ni origen en el Hotboys y los centenares de hombres y mujeres desafiando cualquier convención de estilo y vestuario desfilando a todas horas por Shoreditch, y Alfredo y ella detrás, riendo los trajes, imitando los andares, emocionados de pensar que en algún momento crecerían y vendrían a sentarse a las sofisticadas mesas de los muchos Ovington que abrirían en Londres.

Y entonces volvía a Madame Jo Jos y se daba cuenta de que no llevaba ni siquiera tres meses en Londres y ya sentía que se había convertido en una esquina más, una sombra sobrevolando el agua oscura del Támesis y recordando cómo en el inicio de Frenesí el maestro Hitchcock recorre todo su esplendor, desde la Torre de Londres hasta el Obelisco a los pies del Savoy y justo entonces el espectador descubre un cuerpo humano flotando en el río. Podía ser ella ahora, tanto la que mirara con el ojo del águila como la que flotara delante del monumento y de pronto despertara y dijera lo conozco todo, lo he visto todo, soy Londres.

– Soy Londres -exclamó Patricia y se hizo un silencio en Madame Jo Jos-. Soy Londres -repitió, y todos empezaron a imitarla Soy Londres, soy Londres recorrió el sitio y el hip hop se detuvo para echar a andar otra vez. Alfredo vino hacia ella y la besó. Seguían gritando la frase. Los acólitos, los galeristas y los bailarines en perenne estado de excitación en la pista. Patricia les miraba, privilegiados con descastados, una nueva generación para el futuro negro que ya era presente. Madame Jo Jos, ese lugar perfecto donde siempre eres joven. Estaban otra vez a salvo. De sus celos, sus heridas, sus mentiras. Y del colapso. Bailando, los bellos, heridos y enamorados monstruos juntos.

– Quiero un día, cuando dejemos atrás el mundo de los restaurantes, un sitio como este -dijo a Alfredo, acercándole el gin tonic en vasos redondeados y cortos.

– Cada cosa a su tiempo, Patricia -advirtió Alfredo mientras ella echaba el pelo hacia atrás y se entregaba a esa danza imposible, negros moviéndose como marionetas y chinos como si fueran acróbatas del hip hop y un chico español sacudiendo los pies como si fuera Fred Astaire con un zumbido flamenco.

– No, Alfredo, cuando hayamos hecho todo lo que tenemos que hacer, crearemos un sitio como este. Nuestro único, propio, Madame Jo Jos.

– Lo llamaremos como tú, Monster Patricia -sentenció Alfredo. Patricia, incapaz de conceder la última palabra, alzó su rostro y levantó las manos como si fueran las garras de un dinosaurio.

ALFREDO

CAPÍTULO 9

BOROUGH MARKET

Era la última tarde de octubre de 2008, tenían cita en Borough Market para establecer contacto con los proveedores. Alfredo esperaba. Patricia siempre se retarda, él siempre espera. El taxi llevaba ya tres libras, camino de cuatro. Patricia apareció vestida con una chaqueta de múltiples tejidos, no un patchwork pero algo muy parecido, pantalones cortos de un tono gris metalizado y sandalias con muchas tiras en el empeine y tacones altos, casi con los mismos colores del patchwork. Incongruente, más que llamativo, en Patricia siempre había algo que no iba. ¿Shorts y abrigo?, ¿sandalias en otoño? Esa nueva manía de ir con el pelo despeinado. Chocante como era el aspecto, Alfredo callaba. Porque su sugerencia sería hacerla más clásica y Patricia no podía ser jamás clásica. El estilo de su novia era algo que la precedía. Patricia hace lo que le da la gana. Un día parece la chica pija criada en la calle Cavallers de Barcelona y en menos de un segundo puede ser una indie desempleada de algún garito de Lavapiés.

La quiso antes de conocerla, la amó apenas sintió su olor cerca, la amará siempre porque nunca será capaz de enamorarse así otra vez.

Alfredo le sonrió porque siempre lo hacía cuando la veía y, de inmediato, recordó, como llevaba casi un mes recordando, lo que había sido esperarla toda la noche mientras ella se restregaba con una modelo que esa mañana, otra vez, aparecía en las portadas de los tabloides tras una trifulca contra otra imitadora de Kate Moss. Pero ¿no era que tenía un mecanismo para perdonarla? Fallaba, cada día sentía que el mecanismo de perdón fallaba un poco, bastante más.

Pasar página, antes que nada. Se fortaleció al pensar en el Ovington, el nombre del proyecto, del local. Para eso iban al Borough, el primer paso importante: crear los vínculos y cenar las negociaciones con los proveedores. Ovington era su sueño, el lugar que resumiría todo lo que había aprendido en los últimos siete años: comida muy buena, de base tradicional pero presentada con la elegancia de un banquete en una nave espacial. Lujo, sincretismo, guiños a la tradición, limpieza y efecto. ¿Se entendía? Si no, le daba igual. Él no era un cocinero, como el Innombrable o los hermanos Casas, de experimentos y pirotecnia. Él no era un cocinero con vocación artística ni necesidad de summa cum laude. Él era un cocinero aburrido porque ya no creía que había solo talento en la cocina. Había descubierto demasiado pronto, demasiado fácil, que era una industria fabricada para devorar el dinero de los que quieren tener algo que contar.

Llegaron al Ovington y batallaron para que el taxista accediera a esperarles. Necesidad imperiosa en Londres: hacerse con una compañía de vehículos para no depender jamás de los «black cabs».

– Son pesadísimos, pero ya está resuelto -dijo Patricia esperando que le abriera la puerta del futuro restaurante. Alfredo sabía cómo había conseguido que el taxista esperara. Le habría mostrado algo, un poquito de teta, de pierna, la nuca, el olor del perfume en su pelo. Tenía que asumirlo, Patricia aplicaba puterío en el momento en que necesitaba algo.