– Patricia, ¿no vas a decir nada de las neveras?
Iban de suelo a techo y el acero las convertía en perfectos espejos de todo lo que sucediera en el restaurante. Patricia pasó delante de ellas medio sonriendo, el colorido de sus prendas transformando el frío acero en un papagayo desplegando sus alas. Bella, inesperada, ¿cómo iba a ser solo para él un animal tan enigmático y hermoso? Pero es que era suyo, ella lo había decidido, ser de él. A pesar de sus escapadas, cada vez más excéntricas e inesperadas. La única manera de seguir con ella, lo que Alfredo más deseaba del mundo, era precisamente perdonarla. Él se volvía cada vez más… ¿pasivo? No lo sabía, no lo discutía. Se convencía de que algún día sus perdones le fortalecerían.
Alfredo resopló. No podía evitar ese gesto, expulsar el aire como si quisiera expulsarlo todo y terminar allí mismo su existencia. Estaba cansado de no poder decir lo que pensaba. Le daba miedo mezclarlo todo y al final no concretar. Estaba empezando a sentirse puta más que cocinero. O, fraseando un poco mejor, estaba empezando a sentirse un cocinero puta, siempre complaciendo, siempre quedando bien. Con los socios, con los clientes. Con Patricia. Eso era una puta, ¿no?, alguien que ofrece un servicio y cobra, y si lo mejora cobra un poco más. Si tiene éxito, abre sucursales o se especializa en ofrecer eso que sabe que funciona. La cocina era un burdel para Alfredo, y él la madame. No era necesario inventar más platos sino mantener los que funcionaban, quizá matizándolos para el público londinense. Nada más. Siempre todo tan fácil, el único esfuerzo de su cocina era encontrar proveedores de buenos alimentos a precios más o menos justos. Ya se sabía que sus comidas eran caras, podía permitirse una horquilla bastante amplia de proveedores. Había conseguido que su irónica forma de adaptar sabores anglosajones al humor y colorido del Mediterráneo, y luego el Caribe, fuera una fórmula que anhelaban sus clientes. Demasiado fácil para sus treinta y siete años. Había tocado techo muy pronto, no podía cambiar todo de golpe porque dejaría de ser Alfredo, la bella promesa, la exitosa realidad, el gorrito bello que jamás perdía clientes. -Fantásticas las neveras. El espejo que ve sin que nadie lo sepa -dijo Patricia de vuelta al taxi, sacudiendo el polvo de la obra en sus pies. Patricia, otra vez, ¿no sería ella la responsable de esa sensación de éxito conseguido y paralizante? No, era un problema suyo. Alcanzaba techos demasiado pronto porque no tenía paciencia. Nunca supo esperar. Siempre quiso triunfos antes de los treinta.
Borough Market era como cualquier otro mercado, solo que más organizado o de apariencia más organizada. La carne dividida por animales. Vaca y ternera, cerdo y cordero. Luego por corte o zona u órgano. Religión, en el caso del cordero. Después por región, vacas escocesas, irlandesas, del sur o del suroeste de Inglaterra. También por vendedor. Mathias Anwerson era el mejor vendedor de cortes a la uruguaya de carnes del sur de Inglaterra, y con él Patricia se esmeró para conseguir un buen precio redondo para ser proveedor del Ovington. Alfredo lo conocía a través de referencias de los hermanos Casas, que gustaban mucho de la carne inglesa con corte de la pampa. Tonterías de su oficio. O, mejor pensado, cosas que en su oficio se hicieron posibles gracias al dinero de los últimos años.
El dinero de los últimos años, a lo mejor era haber visto tanto moverse no solo entre sus manos sino entre las mesas de sus restaurantes lo que le hacía sentir puta. Era un cocinero de gente con dinero fácil, o rápido, o de fácil movilidad. En eso se había convertido. O había sido siempre su destino.
– Alfredo -decía Patricia, hablándole para que no se enfrascara en pensamientos oscuros-, tenemos que establecer la leche.
«Establecer» era la palabra de Patricia para adjudicar un proveedor. Establecer era un verbo para explicarla completamente. Patricia establecía, disponía, planteaba, abarcaba, completaba. Él solo cocinaba. Y pensaba, lo peor. Y terminaba por preocuparse.
– Los más ingleses posibles -dijo, aparentando interés y foco en lo que estaban haciendo.
Patricia dio con los exactos. Guillaume and Sons, que también distribuían vegetales, hortalizas y una amplia selección de patatas y quesos orgánicos, semi orgánicos, de facturación casera y con técnicas del siglo XVII. Un poco lejos el XVII, bromeó Alfredo. «Es nuestro número de la suerte», zanjó Patricia.
Suerte. Siempre la habían tenido. Era de lo que más tenían y parecían exudarla mientras paseaban por el mercado y observaban que les reconocían. Vendedores que iban pasándose la voz. «Suerte con el restaurante, seguro que aportáis aire fresco a Londres», les decían, pronunciando fresco con acento italiano. Siempre les sucedía esta atmósfera de optimismo y admiración en los mercados. Pagaban bien, por adelantado, seis meses de proveeduría y con Patricia mostrando algo de piel y excelente manicura para firmar los pedidos. ¡Por eso los shorts y las sandalias! «Suerte» les decían en la delicada tienda de setas. «Suerte» en la de vegetales babies que Patricia siempre empleaba para decoración. «Suerte», terminaban por decirse ellos mismos.
Siguiente parada: los vinos. Merchants UK-New York. Era una empresa participada por Marrero, voilà, el nombre ya estaba ahí otra vez. Trabajaban con ellos también en Nueva York, cuando necesitaban vinos australianos, surafricanos, neozelandeses, que tienen la habilidad de parecer baratos y poder crecer en precio a medida que gustan en tu local. Patricia le dejó solo. Los vinos eran su absoluto territorio. Más todavía para Ovington, donde quería construir la carta de vinos que marcara tendencia. Sobre todo en la estructura. Una carta de vinos que no te hiciera sentir estúpido, sin saber por dónde empezar, sino que, al contrario, fuera llevándote por la selección de forma amena, casi como si fuera un tour en un museo. Merchants había hecho los deberes. Curiosamente Lucía Higgins se encontraba allí. Alfredo silbó a Patricia, no quería quedarse solo con ella.
– Alfredo y Patricia son las personas más necesarias para Londres en este momento -empezó la Higgins, siempre hablando en titulares y voz muy alta-. ¿No es así, Alfredos-Patricias? -preguntó.
– Estás en todas partes -dijo Patricia sonriéndole.
– Todos compramos nuestros vinos en Merchants, Patricia, ya lo sabes. Pero me encanta la coincidencia porque tengo que viajar a Arizona, una cosa ridícula de Marrero, claro, para unos empresarios de Valencia que imagino conoceréis. No tiene importancia, salvo que espero que por nada del mundo me impida estar aquí para vuestro opening.
– Todavía estamos de obras -dijo Alfredo.
– Pero si ya estáis haciendo los pedidos -respondió Higgins.
– No será hasta principios de noviembre -aclaró Patricia, y Alfredo sintió la molestia en su breve respuesta. Era raro el encuentro, seguro que la Higgins estaba allí por otra cosa. Espiarlos, explicarle a Marrero todo lo que hacían en Londres.
– Oh, por dios, estoy segura de que nadie hará que me mueva de Londres en todo ese mes -dijo Higgins, marchándose con besos al aire y varias botellas de un chardonnay surafricano que Marrero había impuesto en todos los restaurantes de Nueva York.
Patricia y Alfredo respiraron hondo. Merchant hijo, bastante pelirrojo y atractivo, vestido como si fuera a servir high tea en un palacio real, salió al encuentro. Alfredo no encajó bien que viera a Patricia como una posibilidad. Decidió fastidiarle de la única manera que un hombre puede torpedear el atractivo de otro caballero: explicando exhaustivamente su idea de una carta de vinos, «que sea rápida de leer, placentera sin ser impositiva en su exquisita información. Y bien dispuesta». Así era la carta que había diseñado para el Ovington. Dividida en «Mezclas», es decir, vinos con más de una cepa, seis ofertas para blancos, seis ofertas para tintos. «Antiguos», todos esos vinos caros a los que no les molesta el paso del tiempo. También seis y seis para cada color. «Clásicos», los antiguos pero un poco más accesibles, todos los sancerre, chardonnay, pinot grigio y afines. También seis y seis. Rarezas o «Joyas», como prefería Patricia, a quien la mayoría de las veces no le molestaba quedar cursi, para los premier cru de grandes nombres.