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Al regresar a la casa prestada, en el taxi de cuarenta libras, Patricia se recostó en su hombro. Ella le besó el cuello y él pasó la mano por su espalda, alcanzando los pezones, Patricia se movió y él siguió jugando con el cierre de su sujetador. También quería preguntarle sobre el encuentro con la Higgins, pero prefirió obviarlo. Londres era grande, sí, para los que no pertenecen a un grupo. Patricia se separó, le hartaba que Alfredo le desabrochara los sujetadores. Volvió a abrocharlo y a quedarse en el extremo del asiento. Harían el amor luego, apenas entraran a la casa, recorriendo con sus narices los rastros de los quesos, las hortalizas, las distintas vacas inglesas que había dejado en el mercado. Patricia se sentaría encima de él, luego se dejaría penetrar por el ano, de nuevo por delante, otra vez chupándose cada uno, besándose y cada uno olvidando lo que recorría sus mentes. Alfredo no quería que viera nunca más a la Modelo, pero no podía evitarlo. La Modelo traería gente conocida al Ovington, para eso la había seducido. Empezó a llamarla puta mientras ella le masturbaba y besaba y volvía a succionar: la puta de mi novia y Patricia paraba. Perdóname, decía Alfredo, perdóname, no pares. Y Patricia volvía a deslizarse, manos, lengua, tetas, pezones, piernas, brazos, pelo, y seguía besándosela, y él hurgándola, queriéndola, penetrándola, odiándola y agradeciéndole esta suerte, más suerte hasta sentir los dos que él iba a eyacular y Patricia apartarse, introducir sus dedos para no perder su propio orgasmo mientras se colocaba debajo de Alfredo para que la bañara.

Se quedaban quietos, el iPod poco a poco cobrando vida. «Space boy, hello, ¿te gustan los hombres o las mujeres? Es confuso estos días. Te cubriré, te protegeré, hello, hello», cantaba Bowie. Patricia lo susurraba, desplazando el líquido por la superficie de sus tetas y abrazándose a Alfredo. «Hello, hello», seguía Bowie, en el tema que los Pet Shop Boys le resucitaran. «Es confuso estos días.» Alfredo contuvo el aluvión de lágrimas que le asaltaban. Por miedo, por confusión, por pensar que nunca iba a poder dejar de amar a Patricia fuera Londres o Nueva York, modelos pasajeras o Marrero siempre persiguiéndoles. Nunca. «Hello, hello», se desvanecía la canción.

Resolvieron el alquiler del futuro Ovington por doce meses, dos de prueba más o menos baratos, una ganga absoluta. Contaban con alrededor de novecientos mil euros en unos fondos de inversión y, a medida que los titulares en los días post colapso financiero se hacían más y más alarmantes, Alfredo asumió que guardar el dinero en el banco era una bomba de relojería. Si fueran coleccionistas invertirían en un Bacon o un Freud, pero siendo lo que eran, una pareja vinculada a un restaurante, el dinero estaría más seguro invertido, no todo, nunca todo, en el nuevo proyecto. Caray, era verdad que era más rico que cualquiera de los que habían salido del taller de los Casas, pero es porque había sabido entender un poquito de finanzas y otro poquito de sonrisa y mimo. En la cocina de un restaurante se preparan muchos pasteles. Patricia ya le había dicho: «No podemos venir a Turks and Caicos cada cinco semanas, cariño.» Iban a tomar un poco de sol, asesorar a los socios de unos restaurantes argentinos y a guardar el dinero sobrante. Y, en efecto, no siempre era Turks and Caicos. Las últimas veces había sido Aruba. Y en esas oportunidades Patricia iba sola. Bueno, sin él, acompañada por alguien del equipo de Marrero. Sí, en una cocina se cocina algo más que pasteles.

Octubre se apagaba con frío, noticias espantosas sobre la debacle, precios de casas millonadas cayendo y Ovington avanzando parsimoniosamente hacia su inauguración. La casa prestada de los amigos colombianos cada vez más recorrida y mancillada por los arrebatos y festividades sexuales de Alfredo y Patricia. No habían dejado rincón sin probar. Patricia seguía frecuentando a la Modelo, conociendo a gente que traer a la inauguración, galeristas, anticuarios, taxidermistas, la hija de un hermano de Benazir Bhutto, dos escritores de moda que querían hacer un libro sobre cocineros asesinos, una sobrina de Joan Collins. Gente que traía otra gente y hacía a Patricia verse iluminada por dentro, desmelenada y emperifollada, asistiendo a todo lo que sucediera en una ciudad que parecía romperse en pedazos y sujetarse a cada fiesta.

– A veces pienso que cuando vimos a la gente saltando al vacío en las Torres Gemelas, asistíamos a un embrujo. Un hechizo fatal -le decía Patricia en la fiesta en homenaje a una estrella de cine retirada.

– ¿A qué viene eso? -preguntó Alfredo.

– ¿Sabes de qué imágenes te hablo?

No, no entendía qué estaba sucediendo.

– Cuando el avión partió la primera torre, la gente que estaba en los pisos superiores decidió lanzarse al vacío. Sabían que morirían, fueron seres humanos arrojándose a la muerte. Más que suicidas, eran animales desesperados asumiendo el precipicio.

– ¿Por qué recuerdas eso ahora?

– Porque lo vi tantas veces ese día…, no podía dejar de buscar esa imagen, canal tras canal, para cerciorarme de que de verdad había pasado, que de verdad lo había visto.

– Las prohibieron, Patricia. Hiciste bien en verlas porque nunca más lo harás. Están censuradas de por vida.

– Porque eran tan violentas. Tan decisivas, Alfredo. -Le sujetaba fuertemente. Alfredo sintió que necesitaba decirle algo detrás de esas palabras y el recuerdo de esas imágenes.

– Yo creo que nací de otra manera o me transformé en algo cuando vi esas imágenes. He tardado un poco en comprenderlo. Creo que ver a esa gente saltar hacia su muerte me hizo un poco más inmune. A todo, a que me diera igual si infligía dolor o aportaba cariño.

– Ya te he perdonado por la Modelo, Patricia.

– Es más que eso, Alfredo. -Se retiró el pelo de la cara, estaba más pálida, lloraba un poco, se abrazaba a él-. Siento que puedo hacer lo que me dé la gana, para bien o para mal. Y no tengo miedo. Porque sé que nada importa, que todo se olvida más rápido que nunca.

CAPÍTULO 10

SI MIRAS ATRÁS, ESTARÁN MILLI VANILLI

Pero no todo se olvida, quiso decirle Alfredo.

A nadie que conocía le gustaba que fuera bello. Su madre, para empezar, había desarrollado una extraña locura que consistía básicamente en atacarle, golpearle sin razón alguna de una manera que muchas veces lo dejaba en el hospital o con moratones que había que disimular en el colegio. Los profesores pensaban que era el padre el autor de los hematomas, y muchas veces el hombre los asumió para no desvelar el terrible conflicto familiar que ocultaban las paredes de su casa, a riesgo de que la situación lo llevara a problemas penales. Otras veces era Alfredo quien se adjudicaba los cardenales y las heridas y los justificaba aludiendo a la dureza de sus andanzas deportivas o a la peligrosa afición, decía, de escalar paredes y saltar entre tejados próximos. Llegó al extremo de reconocer que las contusiones se las hacía a sí mismo al golpearse con las puertas por no aceptar ni confesar que solo él sabía lo que significaba quedarse a solas con su madre y esperar que cualquier cosa, un cigarrillo cuyo humo se atragantaba en su tráquea haciéndola toser, el pitido del calentador de agua, la leche olvidada por un segundo hasta derramarse sobre los hornillos, y, sobre todo, el aspecto impecable, atlético y arrebatadoramente hermoso de su propio hijo, la sumían en una desesperada ofensiva de cólera, gritos y puñetazos, de manos frenéticas que le sujetaban la cabeza y la aplastaban una, dos, tres veces contra el suelo de la cocina.