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Alfredo había dicho en una ocasión que consideraba injusto lo sucedido al dúo: haberles retirado el Grammy como artista revelación una vez que se descubriera que los que cantaban no eran ellos, sino dos señores mayores y anónimos. «Girl you know it's true» empezaba con ese golpe de pianos y los Milli Vanilli siguiendo una especie de rap «me estoy enamorando chica, chica, sabes que es verdad, uh, uh, uh, te quiero», cantaba el más guapo, y Alfredo lo hacía a la perfección mientras Fernando disfrutaba haciendo de coro. Imitaban la coreografía de los Milli Vanilli colocándose en el centro del peligroso escenario de cajas de madera y levantando los brazos en dirección contraria a las caderas. Alfredo se reía, no podía evitarlo, era el súmmum de su plan, afectarse tanto que se volvía adorable, libre, el mundo entero convertido en una sucesión de risas y Patricia, sin dejar de mirarle, dejándose seducir por su locura, su delirante y divertida manera de decirle que la quería.

Fernando se metía en el papel siguiendo la coreografía absurda de los falsos cantantes y, bajo los gritos de admiración, las cajas de madera que amenazaban con ceder a sus pesos, el estribillo de la canción y el pianito que les marcaba los compases y el momento adecuado para girar las caderas y estirar los brazos como hélices, Alfredo reconoció que su estrategia era brillante: nunca nadie más le bailaría algo así a Patricia van der Garde y muy difícilmente, en los años que podrían durar como amantes, novios, cómplices, volverían a escuchar esta canción en ninguna parte porque era una canción maldita, marcada, erradicada de las listas de éxitos por ser un fraude.

El público jaleaba, incluyendo a Patricia de pie. Alfredo se deshizo del abrazo de Casas y bajó de la tarima hacia ella.

– ¿No vas a hacer más Milli Vanilli? -preguntó Patricia.

– Solo tienen ese éxito -respondió él.

No había nadie en la cocina del taller. Patricia se quedó muy cerca de la puerta; tenía esa manera de recostarse en las esquinas, como si fuera una niña recién abusada o recién llegada de asesinar a su abusador. Buena y mala al mismo tiempo, víctima y victimario.

– ¿Sabes que llevo más de cuatro meses saliendo con Fernando? -preguntó ella un instante antes de que Alfredo apretara el botón del mezclador de cócteles y su ruido les hiciera reír.

El comenzó a hacer muecas mientras hablaba, como si le estuviera diciendo un secreto, algo increíblemente importante: MEDAABSOLUTAMENTEIGUALCONQUIENTEACUESTESPORQUELOQUEQUIEROESBESARTETODALANOCHEYQUEDARMEAVIVIRCONTIGOENCUALQUIERAQUESEALAPARTEDELMUNDO. Patricia abría mucho los ojos y deseaba sonreír y lo que hacía era acercarse más y más hacia el aparato que trituraba hielos y ramas verdes hasta convertirlos en una especie de vómito helado. Fueron juntos a apagarlo y terminaron besándose con una rabia que no les asustó. Alfredo recordó las películas de Godzilla que había visto de adolescente en un viaje de colegio a Egipto en el cual, en vez de ir a admirar las pirámides, él y sus amigos se quedaban en el hotel embelesados con esas películas japonesas donde dinosaurios extraterrestres pisaban edificios y coches en las avenidas niponas. Patricia le decía algo, «No creas que estoy de verdad enamorada de Fernando. No lo sé. Me parece que voy a pasarme toda la vida intentando comprender qué es el amor para mí», y él continuaba besándola, recordando esas dentelladas de los monstruos gigantes enfrentados ante rascacielos derrumbados y autopistas partidas en dos.

Habían pasado once años, quizá doce años, y ahora retiraba sus manos delante de sus ojos para que Patricia admirara al fin el Ovington.

CAPÍTULO 11

NOCHE DE ESTRENO

Las paredes principales del Ovington eran gigantescos ventanales. La del fondo, donde estaba la cocina, y la de al lado, de ladrillo blanco a la vista. Las mesas variaban de tamaño, algunas como amebas justo enfrente del vidrio que separaba la cocina de la sala, y las más convencionales próximas a la puerta tanto en la pared de ladrillo blanco como en el ventanal que daba a la calle paralela. El tamaño no importaba, una mesa de dos podría ser de cuatro, una de seis agrupar ocho. Adaptación, era el concepto principal del restaurante: adaptarse a los tiempos que corrían.

La cocina era un laboratorio. Un magnífico fregadero con forma de abrevadero hacia la izquierda. Las inmensas neveras de aluminio al fondo, como una pared. En el centro dos islas para preparar las comidas y a través de un estrecho pasillo, la zona de congelados, que Patricia abrió para ver si habían llegado las latas de crema doble batida de Suiza, que le chiflaban tanto que Alfredo siempre la reñía por tener una lata abierta para rebañar con sus dedos. Sí, allí estaba. Alfredo la seguía, silente, esperando su reacción, observando cómo Patricia de inmediato se ponía a ordenar latas y tuppers en el inmenso congelador. Añojo del Borough, nunca carne de ternera porque casi siempre lleva tantas hormonas como la del pollo, uno de esos datos bajo los cuales se sustenta toda una filosofía ante la cocina. Black savage cod, bacalao negro salvaje, también recién cortado y ya perfectamente dispuesto en el tupper con las hojas de laurel entre filete y filete y una débil capa de papel film transparente. Guarnición uno, una especie de minestrone que Alfredo inventó mientras esperaba que Patricia regresara de sus infidelidades o noches de estreno. Cada trozo de la verdura debidamente adobada y suavizada por las lágrimas vertidas, lágrimas de rabia, de celos, de impotencia por continuar al lado de esta mujer que cada día, cada minuto hace exactamente lo que le da la gana.

– Me gusta tu reino -dictaminó Patricia, secándose las manos heladas en una toalla que aún tenía la etiqueta del precio, lo quitó, abrió el contenedor de basuras, todo cubículos y tubos de distintos colores. Odiaba el reciclaje, aunque jamás lo reconociera públicamente, era una de las cosas del siglo XXI que jamás llegaría a entender.

– Dilo otra vez -imploró Alfredo.

– Me gusta tu nuevo reino. -Alfredo la giró para que contemplaran las puertas de los refrigeradores. Se miró a sí misma, con Alfredo detrás, en la amplia superficie metálica. Eran perfectas planchas de aluminio que iban de la pared al suelo, tan lisas, tan mates, que servían de espejo para reflejar el interior del restaurante.

– Puedes ver toda la sala, la puerta, la calle, quién entra, quién va -contestó Alfredo.

– Ya nosotros mismos, Alfredo -dijo Patricia.

La llegada de unos paquetes rompió la imagen.

– Son los platos que envían los de Valencia -resolvió Patricia, su voz adquiriendo ese acento austríaco que empleaba cuando algo serio pasaba y no le gustaba.

– ¿Qué tipo de platos? -preguntó Alfredo, cuando en verdad lo que deseaba era besarla, revolverle más aún la perfectamente despeinada melena.

– ¿Vas a decirme que no lo recuerdas, Alfredo? Un veinticinco por ciento de lo invertido en esto es dinero de esos amigos de tu hermano. Vienen de un restaurante que apoyaron durante la Copa América de Vela… Al menos eso indica el remitente.

– Dios mío… No creo que estén limpios, de ninguna de las maneras. Tienes que pensar en algo para usarlos esta noche.

– No soy la chef sino más bien la productora.

– Han enviado otros -dijo, señalando a otra caja que los obreros, rumanos o seguramente búlgaros, acercaban a la puerta-. Con dibujos de falleras. ¿Te vestirías tú de fallera?

– Esto es serio, Alfredo. Tienes socios valencianos, te han enviado platos de sus empresas con falleras en el fondo y vienen esta noche. ¿Cómo es posible que no lo recuerdes?

– Bueno, hemos tenido socios de todo tipo, Patricia. Al menos estos están relacionados con la restauración. Pondremos los de falleras, no sé, de bajoplatos, o si son más pequeños para servir las ensaladas, que tienen ese «momento» huerta.